Indudablemente, esta crítica llega tarde,
puesto que Ad Astra se estrenó en nuestros cines hace ya más de tres
meses. Sin embargo, no he podido resistirme a hablaros sobre ella, porque,
ahora que nos acercamos al final de año y valoramos, por tanto, las cintas que
se han estrenado, esta no se nos debe pasar por alto. El motivo es que quizás
se trate de una de las mayores apuestas cinematográficas de 2019, de un buen
exponente de la ciencia ficción contemporánea y de una de las mejores
exhortaciones caritativas de la última década. Puede que en el texto encontréis
algún que otro spoiler, por lo que,
si no habéis visto la cinta, hacedlo antes de seguir leyendo.
Ad Astra narra la vida del astronauta
Brad Pitt, que, debido a su fama, es contratado para desempeñar una misión
espacial (y especial): encontrar a su padre. Este, en efecto, partió hace mucho
tiempo para localizar vida alienígena fuera de nuestro planeta, pero se perdió
todo contacto con él cuando bordeaba las fronteras del sistema solar. Por otro
lado, la Tierra se ve azotada por esporádicas tormentas eléctricas, cuyo origen
es atribuido aquel, que estaría molesto por no haber coronado con el éxito su
empresa. De este modo, Brad Pitt no solo debe hallar a su padre, sino también
frenar sus presuntos ataques y llevarlo de vuelta a casa.
Lo primero que tenemos que saber es que
James Gray, el director de la cinta, no es un cineasta cualquiera. Así es, pues
su intención al abordar cualquier proyecto consiste siempre en presentar una
historia íntima o pequeña, pero revestida de grandiosidad. Es el caso de su
anterior obra, Z. La ciudad perdida, en la que la búsqueda de la urbe amazónica
solo servía de excusa para narrar la relación entre un padre y su hijo. La película
que nos ocupa, pues, se inserta en este estilo, puesto que toda esa
espectacularidad espacial que ostenta esconde, en el fondo, una historia muy
íntima sobre el deseo de un hijo por reencontrarse con el padre al que no
conoce.
Por tanto, la odisea que lleva a Pitt a
viajar desde la Tierra hasta los confines del sistema solar es una elocuente
metáfora de su vida interior, del camino que debe recorrer hasta alcanzar la
meta que ansía. Y, como en cualquier odisea que se precie, esta le servirá a él
para conocerse a sí mismo, para descubrir los valores eternos de la vida (la
familia, el amor, etcétera) en detrimento de los pasajeros (la fama, el éxito,
el trabajo…); para ser consciente de su propia soledad y para darle un giro espiritual
de 180° a su existencia. De alguna manera, pues, la cinta revisita la parábola
del hijo pródigo, pero, aquí, este último no tiene que marcharse de casa para
valorar el amor de su padre, sino que es este quien se aparta momentáneamente
de su lado para hacérselo ver.
Otro punto de interés que nos ofrece la
cinta es su discurso a favor de la caridad humana. Así es, pues cuando Tommy
Lee Jones espeta que ha fracasado en su propósito de encontrar vida
extraterrestre, Pitt le asegura que ha triunfado en otro propósito: demostrar
que los hombres nos necesitamos mutuamente. En efecto, si estamos solos en el
universo, ¿qué mejor pretexto que este para ayudarnos a progresar y no para
entorpecernos? En este sentido, me quedo con una frase que resume toda la trama
de la cinta: «Nos pasamos toda la vida intentando encontrar vida fuera de
nuestro planeta, pero obviamos la del que tenemos al lado». Ciertamente, puede
parecer un mero discurso humanista, pero debemos indicar que tiene un sentido
religioso muy potente, puesto que la figura de Dios sobrevuela todo el relato,
ya que no solo se encomiendan a él antes de iniciar cualquier viaje, sino que
también le rezan mediante el padre nuestro.
Sin duda, la película nos puede recordar a Interstellar,
que también ofrecía un discurso sobre el amor, aunque disfrazado de ciencia
ficción. Pero creo que el mensaje de esta es mejor, puesto que, mientras que el
film de Nolan, que es una maravilla, sí que dejaba un amargo regusto de vacío
existencial, esta deja un dulce sabor de esperanza. Como hemos dicho, pues, se
trata de un buen ejercicio de reflexión sobre el ser humano actual, que se
vuelca en cosas que no tienen importancia, pero que se aparta de las que
realmente la tienen.
Ya se nos acabó el verano (al menos, sus vacaciones). Como siempre en estas fechas (si no antes), nos vemos obligados a volver a la rutina, a nuestros quehaceres diarios y a nuestras sempiternas preocupaciones (principalmente, a aquellas que habíamos relegado en el trabajo cuando franqueamos el umbral de su puerta). Es posible que muchos hayáis disfrutado tanto del sol como de la playa, tanto del monte como de algún chalet con piscina, o del lugar al que soláis acudir cuando queréis descansar. Pero, sobre todo, espero que hayáis gastado (y desgastado, que no malgastado) el tiempo con vuestras familias. En efecto, muchas veces nos preocupamos tanto de la desconexión veraniega que incluso desconectamos de los nuestros, que es con quienes más deberíamos estar. Viajes con los amigos, barbacoas con los antiguos compañeros de colegio, escapadas solitarias... un largo etcétera que nos llena el mes de agosto (o de julio) de muchísimas experiencias, pero que a veces nos privan de la experiencia familiar, que es la que más debemos cuidar.
Este verano, he tenido la oportunidad ver de nuevo Vivir (Ikiru), una de las grandes obras maestras del genio japonés Akira Kurosawa, autor de las más conocidas Los siete samuráis y La fortaleza escondida (falsilla confesa de La guerra de las galaxias, de George Lucas). En ella, el señor Watanabe, un funcionario de reconocido prestigio, se viene abajo cuando descubre que padece cáncer de estómago. En efecto, a partir de ese momento, comienza a replantearse su vida, puesto que ostenta el dudoso récord de asistencia diaria (¡ni una sola ausencia, ni una sola baja médica!) a su despacho en el ayuntamiento: de este modo, y en la soledad de su alcoba, empieza a pensar en las veces que pudo estar con su hijo, pero que no quiso, puesto que priorizó el trabajo; en los momentos en que pudo demostrarle su cariño, pero se abstuvo (algo que solo consiguió que el hijo lo tratase como una mera fábrica de hacer dinero, no como su progenitor); e incluso (¿por qué no decirlo?) en los momentos en que pudo divertirse con él, pero creyó que era más relevante solazarse con los compañeros de oficina. Es por ello que, en un momento dado (después de varios minutos de reflexión, porque el cine japonés no escatima en duración), decide que ha de divertirse y, de esta manera, recuperar el tiempo de vida que él cree perdido.
El señor Watanabe (imponente Takashi Shimura, un clásico interpretativo del séptimo arte nipón, visto también en una cinta que se encuentra en las antípodas de esta: Japón bajo el terror del monstruo) contrata para su propósito a un vagabundo borrachín, que sabe más de la vida ociosa que él, y le pide, pues, que lo lleve a los locales nocturnos más exitosos de Tokio (o de la ciudad donde se desarrolle la acción, que ya no me acuerdo). De este modo, conoce multitud de sitios donde puede divertirse bebiendo, bailando o hasta retozando con alguna meretriz de ojos rasgados. Pero llega un momento en que descubre que esa falaz diversión solo está profundizando más su soledad y su tristeza, puesto que no logra desasirlo del remordimiento que lo unce. Por este motivo, cuando menos lo espera su advenedizo compañero, se echa a llorar y entona una melancólica canción que espeluzna a todos los circunstantes: "La vida es corta". Es entonces cuando zanja que debe replantearse su replanteamiento vital, y no dedicarse a la diversión, sino a la caridad (o a hacer el bien a los demás, ya que, al no ser cristiano, es probable que Kurosawa desconociese dicho término); y que esta caridad debe culminar con su propio hijo, al que ha desatendido la mayor parte de su vida.
A muchos, este argumento os evocará la famosa máxima latina "carpe diem", es decir, "aprovecha el instante", una de las expresiones más usadas por todos nosotros (especialmente, durante la adolescencia, cuando nos tomamos todas las cosas tan en serio); con ella, y como bien sabéis se pretende exhortarnos a exprimir la vida al máximo, viviendo cada momento como si fuera el último de nuestra existencia (en este sentido, y al hilo de la adolescencia, recuerdo a un profesor del instituto que, tal vez amargado por su incipiente vejez, nos la repetía hasta la saciedad). Pero ese aprovechamiento de la vida suele ser mal entendido, porque, como al señor Watanabe del filme, se invita al sujeto (la mayoría de las veces, al joven) a que se divierta cuanto pueda, derroche cuanto tenga, peque cuanto desee (entiéndase lo que quiero decir) y etcétera, ocultándole que los excesos traen desastrosas consecuencias (aún resuena en mis oídos la voz de un excompañero de colegio, abatido por la mala vida, diciéndome que había que exprimir al máximo esta última...). Es por ello que el carpe diem tiene un sentido más profundo y humano, que es el que debe ser cultivado.
Este sentido del que hablo está precisamente representado en la película Vivir (Ikiru). Así es, como ya hemos señalado, el señor Watanabe intuye en ella que esa diversión plena en la que se vuelca para ocultar su tristeza solo está sembrando más pena en su interior, por lo que ve que no debe derrochar su existencia en sí mismo, sino en los demás: de este modo, lo hace con unas señoras que no paran de quejarse de las aguas fecales que anegan su barrio; lo hace también con la exempleada que le pide un despido voluntario para buscar un empleo que la satisfaga más, y hasta lo invierte con la persona que se cruza con él por la calle. Pero, sobre todo, quiere derrochar su vida (gastarla y desgastarla, ¿recordáis?) con su hijo, a quien ha olvidado en los largos años de trabajo (¡incluso durante las vacaciones que debería haberse cogido!); así, no solo se redime de ese mal que lo atormenta, sino que también, y de manera principal, encuentra el verdadero sentido de la vida (¿os acordáis de aquella famosa sentencia de la Biblia, "hay más alegría en dar que en recibir"?).
El año que viene, cumpliré (si Dios así lo quiere) diez años de ministerio (¡diez años sirviendo al Señor en el sacerdocio!). Como comprenderéis, durante este tiempo he presidido multitud de funerales (alguno de ellos, incluso de personas muy cercanas a mí), y no ha habido ninguno (o casi ninguno) en que los familiares del difunto no me hayan confesado (no de manera sacramental) que sienten la pena de no haber pasado con él más tiempo. En efecto, cuando ese padre con el que apenas había relación, o ese hermano con el que me había peleado, fallece (ya no va a estar de verdad nunca junto a mí), me doy cuenta de que podría haberme reconciliado con él, arreglar nuestras dificultades y ser otra vez una familia unida y feliz. Por supuesto que ahora puedo rezar por él e incluso pedirle interiormente perdón por mis ausencias, pero ¿qué pasa con esas que he tenido mientras él vivía (he conocido gente que todavía no se las perdona)? Por este motivo, y como esos deslices ya son irrecuperables, lo mejor es aprovechar el momento ahora (carpe diem): estar con la familia todo el tiempo que sea posible, queriéndola y haciendo siempre el bien por ella. Claro que hay que divertirse con los amigos en las barbacoas de verano (¡hasta es necesario!), pero no las veneres tanto que olvides hacer una (¡al menos una!) con tus padres y hermanos.
En este sentido, debo decir que tengo un vecino al que veo pasear al perro todas las mañanas, siempre y a la misma hora. Sin embargo, hace poco me enteré de que el citado can no es suyo, sino de una vecina que no lo puede sacar a la calle; por otro lado, también supe que se quedó sin madre hace un tiempo, que su hermano se fue a vivir con la novia (¡vaya una novedad!) y que, por todo ello, ahora está cuidando de su padre, que está enfermo, y al que le hace la comida, lo lava, lo viste, etcétera. Pues bien, es posible que este vecino mío no vaya de barbacoas con sus amigos siempre que puede, ni haga una escapada rural cuando se agobia, ni un viaje con los amigos en agosto, ni se reúna mensualmente con sus excompañeros de colegio, puesto que debe atender a un padre que ya no sale de casa; pese a ello, creo que está aprovechando la vida al máximo, puesto que está derrochando caridad con quien se la dio (¡qué olvidado tenemos el cuarto mandamiento de la ley de Dios!). Cuando hablo con él, se queja (¿y quién no? Es innegable que lleva una existencia muy dura), pero siempre me habla con la sonrisa de satisfacción de alguien que le ha encontrado sentido pleno al carpe diem.
Por todo ello, y ahora que volvemos a nuestra rutina ordinaria, os exhorto a que no releguéis a vuestros familiares, que son quienes más os quieren; que el trabajo del que habéis descansado este verano no os absorba tanto que ni siquiera tengáis un momento para hablar con ellos. Aprovechad este momento, que es el único instante que tenemos para reconciliarnos (si es que estamos llamados a ello), demostrarles nuestro amor y gozar del suyo. Este es el instante que tenemos para decir (y vivir realmente) nuestro particular carpe diem.
¿Recordáis esta película del año 1992? En ella, los actores Nick Nolte y Susan Sarandon interpretaban a un matrimonio que debía luchar contra la enfermedad degenerativa de su hijo. Como hasta el momento nadie le había hecho frente por considerarla intratable, ellos prácticamente lidian contra toda la comunidad médica, para que esta sienta interés por su curación. La película consiguió tal éxito de crítica y de público que la Academia de Hollywood (la de entonces) la nominó al premio a la mejor cinta del año y al mejor guion, aunque al final se los concedieron respectivamente a Sin perdón (Clint Eastwood, 1992) y a Neil Jordan por Juego de lágrimas (id., 1992).
Curiosamente, esta cinta fue dirigida por el australiano George Miller, autor de la imprescindible saga de Mad Max (a la sazón, una trilogía), donde nos había ofrecido su dura visión del mundo que nos aguarda en un más que posible futuro violento y distópico (en lo que al comportamiento humano se refiere, por supuesto). Y es que, después de haber flirteado con la comedia negra (Las brujas de Eastwick), y tal vez desazonado por su propia concepción del mañana (que había suavizado no obstante en la tercera entrega de su saga futurista), quiso presentarle al mundo un motivo de esperanza. Para ello, eligió la historia real de Augusto y Michaela Odone, un matrimonio italoamericano que, como hemos indicado en el párrafo precedente, despertó a la comunidad médica mediante su lucha contra la enfermedad de su hijo: la adrenoleucodistrofia, o ALD. Ciertamente, el tesón de estos esposos por el bienestar de su retoño fue tan grande que ambos consiguieron elaborar una medicina que hoy previene la citada enfermedad: el aceite de Lorenzo (por ser este el nombre de su hijo), o el aceite de la vida, como señala el título español del film.
Como hemos dicho, la historia de estos padres-coraje engatusó tanto al Hollywood de la época y al público que acudió en masa a ver la cinta que la Academia decidió que esta contase al menos con un par de nominaciones a los Óscar. De este modo, y aunque finalmente no le concediese el premio a ninguna de ellas, la meca del cine demostró que todavía estaba interesada en películas que abordaban los valores tradicionales y eternos, como son, en este caso, la defensa de la vida o la importancia de la familia (por otro lado, temas que siempre habían gustado al Hollywood de antes). Probablemente, hoy sería impensable que una cinta así llegase tan alto, puesto que nos encontramos ante una Academia que no solo se ha rendido al discurso de lo políticamente correcto, sino que también lo ha promovido abiertamente a través de sus últimas obras, que por supuesto ha premiado sin rubor alguno en un vergonzoso y escandaloso delito de prevaricación flagrante, es decir, y como diría el clásico, "Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como" (¿de verdad que alguien cree que la horrorosa y plúmbea La forma del agua, una metáfora sobre el amor interracial -tan de moda por eso del supuesto racismo de Trump-, merecía ser la ganadora del Óscar a la mejor película del año?, ¿o que Déjame salir, una cinta de terror correcta -pero solo correcta-, merecía estar entre las candidatas a obtener dicho premio, más allá de que era una obra realizada e interpretada por afroamericanos y dirigida a ellos, por su discurso acerca de la presunta supremacía blanca que los oprime?). ¡Y eso que todavía presenciamos gestas paternas (y paternales) tan grandes como la de los Odone de El aceite de la vida, que nos pueden servir de ejemplo a todos nosotros! La última de ellas ha sido la protagonizada por los Evans, un matrimonio inglés que ha preferido enfrentarse al Estado británico antes que acomodarse a una sentencia injusta de este, que había dictaminado impunemente la muerte de su hijo Alfie.
Por si alguno anda despistado, ya que los media se han encargado de silenciar esta batalla (salvo en su tramo final, cuando el clamor popular era ya irrefrenable), recordemos que Alfie Evans era el niño que murió el pasado 28 de abril después de que un juez de la Corte Suprema de Inglaterra decretara su muerte. En efecto, pese a que todo apuntaba a que este niño, aquejado de una rara enfermedad neuronal degenerativa, podía seguir vivo con la ayuda de un respirador artificial, el citado magistrado determinó que ese dato era irrelevante para su decisión, por lo que debía ser desconectado de inmediato y aguardar así su prematuro fallecimiento (el caso incluso podría ser tildado de blasfemo y hasta de satánico, si tenemos en cuenta que el decreto entraba en vigor el día 23 de abril, festividad de san Jorge, patrono de Inglaterra). A partir de ese momento, sus padres comenzaron una dura lucha contra este dictamen y en favor de la supervivencia de su retoño, llegando incluso a entrevistarse con el papa, a escribir a la reina de Inglaterra y hasta consiguiendo la nacionalidad italiana para el pequeño, de modo que este pudiera ser atendido en el hospital "Bambino Gesù", que depende directamente del Vaticano. Pero la obstinación anticurativa del juez y de los médicos ingleses (en palabras del catedrático de Genética de la Universidad del Sagrado Corazón de Milán -aquí-) fue tan grande que estos no solo desoyeron y despreciaron cualquier injerencia o ayuda externa, sino que también recrudecieron las medidas contra la vida de Alfie, prohibiendo para ello que incluso sus padres le otorgaran el alimento, el oxígeno y la hidratación que el niño necesitaba.
Por suerte, las reacciones a esta lucha no se hicieron esperar mucho, pues a las puertas del hospital se reunieron decenas de personas con el fin de protestar contra la abusiva decisión del juez y de los médicos y en favor de los Evans y de su hijo Alfie; Francisco, en respuesta a aquella entrevista que mantuvo en el Vaticano con Thomas Evans, padre de Alfie, no solo pidió que se hiciera todo lo posible para salvar la vida del pequeño, sino que incluso rezó públicamente por él en la audiencia general de los miércoles y en la oración dominical del Regina Coeli, así como en su cuenta de Twitter, consiguiendo de este modo internacionalizar el problema; cada día, en las redes sociales aparecían nuevos comunicados sobre la evolución del niño, personas que se sumaban a las oraciones del pontífice y hasta vídeos que nos mostraban en directo la situación en la entrada del centro de salud (irónicamente dicho, por supuesto, ya que se encargó de privar de ella a uno de sus pacientes). Una vez que se internacionalizó el problema, reacciones tan importantes como la del primer ministro italiano, que pidió que Alfie fuera trasladado a su país, ya que él mismo le había concedido su nacionalidad, urgieron todavía más la situación: la directora del "Bambino Gesù" viajó en avión hasta Liverpool (sede del malhadado hospital inglés) para trasladar allí al pequeño; médicos alemanes visitaron de incógnito al niño para constatar que podía seguir viviendo; los respectivos presidentes del Parlamento Europeo y Polonia rogaron por su vida, y algunos (muy pocos) políticos españoles se sumaron a estos últimos. Pero nada de esto impidió que tanto la decisión del juez como de los médicos, empeñados en matar a Alfie, siguiera adelante (en un heroico gesto de caridad, un manifestante le lanzó a Thomas por encima del cordón policial una mascarilla de oxígeno, para que pudiera seguir respirando en contra del criterio de aquellos). No obstante, el niño sobrevivió casi una semana, a pesar de que a los padres les habían augurado que moriría pocos minutos después de que fuera desconectado de la máquina que lo mantenía con vida. Pero la enfermedad pudo con él y, como hemos indicado arriba, la madrugada del pasado día 28 murió, dejando al mundo consternado y denunciando los excesos de un Estado que ya ha dejado de proteger al más débil.
En efecto, si hay un problema que ha evidenciado todo este asunto es la creciente omnipotencia del Estado actual. Y es que, como ya han señalado varios artículos periodísticos (aquí), el caso de Alfie Evans trasciende la lucha religiosa en favor de la vida (recordemos que los padres del pequeño son cristianos -él, católico, y ella, protestante-, un factor que los ha impulsado a la pugna por la supervivencia de su hijo), ya que no solo se trata de poner en liza un convencimiento moral, sino de frenar la autoridad que últimamente se están arrogando las instituciones públicas sobre la existencia de los individuos. Ciertamente, como si hubieran vuelto a nuestros tiempos los años oscuros de la Unión Soviética o del nacionalsocialismo alemán, hoy quien determina la supervivencia de un hombre no es el hombre mismo (cosa que ya es de por sí aberrante), sino el Estado, que, como ocurría en aquellos execrables regímenes del pasado, pretende ser el nuevo dios del mundo actual. Pero, por supuesto, esto no es más que el colofón de un camino que se emprendió hace ya mucho tiempo (concretamente, cuando Dios fue abolido de la vida pública); así, y en estos últimos pasos que el Estado está dando para convertirse en la nueva ley moral de la humanidad (y nunca mejor dicho, puesto que, al menos en Occidente, nos encontramos en un mundo completamente globalizado), podemos identificar su evidente sesgo adoctrinador: por ejemplo, en Escocia está a punto de aprobarse el infame Proyecto de Persona Designada (aquí), según el cual a cada niño se le debe asignar un empleado del Gobierno, para que vigile su progreso social y para que asesore su vida familiar (es decir, es el Estado el que debe regular la vida privada del individuo); el Tribunal Supremo del Reino Unido ha dictaminado que, en cualquier disputa sobre el interés del niño, por muy insignificante que esta sea, es precisamente el niño quien debe tener una voz soberana sobre sí mismo (evidentemente, por "voz soberana" se entiende el criterio del Estado, como han demostrado tanto el caso de Alfie Evans como, en su momento, el de Charlie Gard). Pero no es necesario viajar a las islas británicas para comprobar los trancos que está dando la supremacía estatal en materia ética, puesto que, si nos quedamos en España, podemos comprobar que en los colegios se imparte ideología de género sin la previa autorización de los padres, o que las niñas pueden abortar sin el permiso de estos últimos y hasta ser tratadas obligatoriamente por ellos como varones, si así lo sienten en su intimidad sexual. Y es que, como decimos, han vuelto los tiempos en que los rusos eran adoctrinados moralmente por la Unión Soviética o en que los pobres alemanes eran súbditos anímicos del Reich (a la sazón, según la ideología política de cada régimen; hoy, según los dogmas feministas, homosexualistas y posthumanistas que corroen nuestra sociedad).
Sin embargo, igual que entonces, hay determinadas actitudes personales que nos demuestran que, en un mundo totalitario, inmisericorde y violento (como el Mad Max de George Miller que citábamos arriba), todavía existe la esperanza (¡la esperanza es lo último que se pierde!); de este modo, y así como en la extinta Unión Soviética se alzaron voces discordantes, que vencieron la amenaza del gulag, campo de concentración ruso que ha presenciado la mayor matanza de seres humanos de la historia, para clamar por la libertad (al respecto, ver la película Cosecha amarga), o como en la Alemania nacionalsocialista surgieron grupos que denunciaron las ambiciones adoctrinadoras del Reich (como describe el film Sophie Scholl. Los últimos días), hoy surgen anónimos David que se encaran contra el gigantesco Goliat estatal, pertrechados solamente con la honda de su palabra, que les es proporcionada por su profundo convencimiento, por su persistente rebeldía y por su imbatible tesón. En este sentido, el matrimonio Evans se ha comportado como el valeroso israelita bíblico, puesto que se ha aproximado con bizarría al ciclópeo enemigo con el fin de mojarle la oreja, pese a que todos los factores apuntaban contra ellos; pero, como los acuciaba la injusta sentencia de un juez sin entrañas, siervo y paladín de los nuevos dogmas estatales (aquí), y especialmente el amor a su hijo, se atrevieron a arrojarle la piedra esperanzados de que cayese fulminado al suelo. Por desgracia, y pese a su empeño, esta vez ha vencido Goliat (aunque no del todo, puesto que consiguieron que Alfie fuera hidratado y alimentado de nuevo), pero de manera pírrica, ya que, mediante el esfuerzo de los cónyuges, que han sabido internacionalizar el problema, han salido a la luz los excesos inexorables de un Estado cada vez más omnipotente. Por este motivo, tanto ellos como Alfie son un verdadero símbolo de esperanza y rebeldía, puesto que no pertenecen a la masa adocenada que se deja manipular por el maligno leviatán, ávido de almas secas e incautas, que, sin embargo, se creen pletóricas y cultas (una sociedad que se manifiesta contra el sacrificio de un perro -¡de un perro!-, pero que condesciende ante el asesinato impune de un niño -¡de un niño!-, por su supuesto bienestar, es una sociedad enferma, execrable y vomitiva: "Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero, porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca"). No pretendo ser profeta, ni siquiera buen exegeta, pero los Evans han demostrado pertenecer a esa decena de justos por los que Dios le prometió a Abrahán refrenar su ira contra la ciudad de Sodoma (Gn. 18, 32); son, por tanto, y pese a la desgracia que han vivido en su seno, ese hálito de esperanza que este mundo marchito necesitaba.
Volviendo a la cinta que ha originado este post, recuerdo que esta ofrece un par de escenas y una actitud que parecen haber sido imitadas por los Evans estos últimos días (aunque realmente se trate del amor que subyace tras la resolución valiente de unos padres por sus hijos). En cuanto a las primeras, están protagonizadas por Susan Sarandon, que en la película interpreta a Michaela Odone, la madre de Lorenzo: en una de ellas, tras asistir a una reunión de padres cuyos hijos padecen la adrenoleucodistrofia, aquella descubre que los participantes no albergan la intención de luchar por sus hijos, sino de aceptar el mal que les ha sobrevenido (como aquellos que se conforman sin luchar por lo que es justo); en la otra, expulsa de su casa a la cuidadora que le insinúa que mate a Lorenzo por misericordia (una metáfora tristemente real de aquellas personas "cultas" y "solidarias" que disfrazan su impiedad bajo la máscara de la compasión). En cuanto a la actitud que denota el film, me refiero a la de Nick Nolte, que es capaz de irrumpir en un congreso médico con el fin de que los doctores despierten de su letargo y, así, procuren sanar a su hijo (como consiguió Thomas Evans cuando visitó al papa en el Vaticano, ya que despertó a muchas conciencias cristianas adormiladas). Aquellas escenas y esta actitud, pues, encierran el amor a la vida que debe urgir a todo hombre, pero que se convierte para el cristiano en una ley exigente ("Vosotros sois la sal de la tierra. Pero, si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?").
Si hoy viviéramos en un mundo decente, el mundo del arte se habría conmovido ante la bizarría de unos padres cristianos, que se han enfrentado a un poderoso enemigo con tal de salvar a su hijo (en el Hollywood de antes, pero en el de hace pocos años, ya le habrían dedicado un film). Pero, como vivimos en un mundo vacío, pendiente de modas pasajeras, de fútiles ganancias crematísticas y de inanes postureos políticos, que es incapaz de ver lo que hay de bello en una gesta memorable en defensa de la vida, nunca veremos su reconocimiento cinematográfico (¡ni falta que nos hace!). Por desgracia, esta sociedad, que prefiere dar la vida por un perro o por una clase de piojo en peligro de extinción antes que por un crío inocente, olvidará muy pronto a los Evans, como ya ha olvidado a los Gard y a tantos otros; pero no ha de ser así entre los bautizados, que hemos despertado frente a la opresión de un Estado con manifiestos tintes anticristianos. Que la hazaña de estos hermanos nuestros, que nos han comunicado parte de su esperanza, fundamentada sin lugar a dudas en las promesas del Hijo de Dios, nos sirva de ejemplo en la defensa de ese valor fundamental que es la vida. Por mi parte, ofrecí la santa misa por Alfie y por sus padres hasta que aquel murió; ahora que intuimos que el niño está en el cielo, pues fue bautizado y confirmado antes de fallecer (aquí), me queda rezar por la conversión y el perdón de ese Estado (y de ese juez) que lo han llevado a la tumba (el juicio sobre sus razones solo compete a Dios y no a nosotros). Pero recordemos que, mientras haya gestas de amor tan grandes como esta, aún hay esperanza en este mundo podrido: nuestra sociedad no será ese desierto árido y descorazonador que George Miller nos presentaba en Mad Max, sino un lugar donde se podrá sembrar el amor de una familia por su hijo; por este motivo, rodó El aceite de la vida.
Comenzamos un nuevo año. Esta vez, 2018. Y algo muy característico de estas fechas consiste en elaborar buenos propósitos de cara a los doce meses que se nos avecinan. Es normal que así sea, puesto que, durante la Navidad, fiesta en la que priman las reuniones familiares y en la que destacan las ausencias, cada uno es consciente de sus propias debilidades en relación con los demás; consecuentemente, cree que ha llegado la hora de afrontarlas para mejorar dicha convivencia: de este modo, por ejemplo, la persona que está mas pendiente del trabajo que de su familia, piensa que debe volcarse en esta última y relegar aquel; la que tiene problemas con su cónyuge, intenta resolver la situación; la que está enfrentada con sus hermanos, procura reconciliarse con ellos, y etcétera.
En ocasiones, los propósitos del nuevo año cabalgan entre la adquisición de hábitos saludables (v. gr., más lectura) y la pérdida de los dañinos, como la sempiterna intención de abandonar el tabaco. Por supuesto, estos también son loables, ya que, de una forma u otra, el que los profiere está revelando su deseo de mejorar, sentimiento que se ubica en la base de aquellos que describíamos arriba. Pero ¿qué pasa con aquellos que nacen del deseo de cambiar de vida debido a una insatisfacción cualquiera? Es decir, ¿qué ocurre con aquellos anhelos que surgen en el corazón de una persona como fruto de una vida incompleta? Tanto para este tipo de deseos como para todos aquellos que hemos citado, se realizó esta película, ¡Viva lo imposible! (Rafael Gil, 1958), donde hallamos a una familia en la que se asienta esta inquietud y en la que, consecuentemente, se decide ponerle remedio.
En efecto, nos encontramos con una familia de oficinistas y funcionarios madrileños que está seriamente aburrida de su cotidianidad, ya que todos los días transcurren como si fuera el anterior: el mismo trabajo cada mañana, los mismos problemas a cada momento, las mismas caras, las mismas exigencias, el mismo salario, etcétera. Por este motivo, el padre de la casa (un estupendo y muy creíble Manolo Morán) resuelve que ha llegado la hora de cambiar de rutina, por lo que saca todos sus ahorros del banco y se dirige con sus hijos a Galicia. Allí conocerá la vida del circo, de la que se enamorará perdidamente y de la que creerá que se trata de su vocación añorada, puesto que le ofrece una existencia en las antípodas de aquella que llevaba en la capital de España. Sin embargo, poco a poco irá descubriendo que los artistas circenses tampoco están contentos con su cotidianidad y que, si por ellos fuera, vivirían aquella rutina aburrida que a él le ofrecían las oficinas de Madrid.
Como vemos, se trata de un argumento ciertamente fabulístico, pero, asimismo, muy real, porque ¿quién no se ha aburrido alguna vez de su propia rutina?, ¿quién no ha soñado alguna vez con llevar una existencia trepidante, como la que vemos en las películas de aventuras? O, sencillamente, ¿quién no ha pensado alguna vez en dejarlo todo y comenzar de nuevo? Por supuesto, nadie dejaría su vida tan repentinamente como vemos en el largometraje, pero debemos recordar que la figura del circo es aquí una hábil metáfora de esa vida azarosa con la que sueñan sus protagonistas, es decir, aquella que se aleja todo lo posible de la que llevan en Madrid (de ahí el título, que alaba lo que parece irrealizable, esto es, lo imposible). Sin embargo, y como en toda buena fábula que se precie, la exageración de las formas oculta una descripción acertada de la realidad: en este caso, como decimos, el deseo de cambiar drásticamente de existencia.
Por desgracia, no son pocas las ocasiones en las que este deseo nace de un hondo sentimiento de frustración, puesto que, la persona que lo acaricia, se siente insatisfecha con su propia vida; así, por ejemplo, piensa que su cónyuge no le ofrece la dicha que merece, o que sus hijos son un estorbo para su propia realización. Sin lugar a dudas, se trata de una inquietud común, pero muy peligrosa, puesto que, al darle pábulo, se abre la puerta al millar de excusas que justificarían la huida como una manera de zanjar todos las dificultades y, por ende, de crecer interiormente. De hecho, tanto esta resolución como esta meta están presentes en multitud de rupturas matrimoniales, puesto que los causantes han visto en su esposo o en su esposa un óbice a su propio medro; hay veces, incluso, en que uno, después del divorcio, alberga la sensación de haber perdido el tiempo con su pareja, por lo que suele decidir recuperarlo, recurriendo para ello a todas esas cosas que supuestamente le estaban vedadas: salir con los amigos, emborracharse y ligotear, es decir, a luchar por el derecho a ser feliz. Pero, lejos de alcanzar dicho estado de júbilo, este se aparta de quien lo busca de ese modo, puesto que la alegría se encuentra en la resolución real de los problemas y no en su apartamiento, que es lo que hace quien huye de ellos (como ejemplo de que los problemas siempre vuelven tenemos en la película a Manolo Morán, que vuelve a ser oficinista... ¡en el circo que él había imaginado como un parangón de la aventura!).
Por este motivo, los verdaderos sentimientos que debemos cultivar (y por cuya consecución debemos luchar) son aquellos que proponíamos al principio de este texto, es decir, la superación de nuestras propias debilidades en relación con nosotros mismos y con los demás: la amabilidad, la reconciliación, la generosidad y etcétera. No conviene imaginar vidas ajenas o soñar con gente extraña que la haría perfecta, sino enfrentar la propia con las personas que nos acompañan: de este modo, nuestra vida sí que será perfecta. Ello no significa que esté exenta de dificultades, puesto que la convivencia está llena de ellas, pero sí encontraremos un motivo para superarlas: el amor que nos debemos los unos a los otros. ¿Que tu marido se ha vuelto arisco?, ¿que lo ha hecho tu mujer?, ¿que los niños no han cumplido las expectativas que vertí sobre ellos? ¿Acaso no hay mayor aventura que el acompañamiento del cónyuge en todos los momentos de su vida, incluso cuando son difíciles de afrontar?, ¿no existe reto más importante que el cuidado y el encauzamiento de la prole? En la resolución de todo ello se encuentra esa felicidad que todo el mundo ansía (además, ¿quién dice que, cambiando de vida, no se topará más tarde de nuevo con ellos?).
Desafortunadamente, la película es integrada hoy dentro de ese subgénero cinematográfico que han pergeñado tanto los críticos actuales como la farándula hodierna: el cine franquista. En efecto, para ellos, cualquier cinta que se rodase a la sazón pertenece a una ideología concreta, sin reconocer siquiera la calidad que subyace tras ella; de este modo, desprecian títulos tan excelentes como El beso de Judas (Rafael Gil, 1954), Embajadores en el infierno (José María Forqué, 1956) o Un ángel pasó por Brooklyn (Ladislao Vajda, 1957), puesto que piensan que forman parte del aparato de propaganda del régimen de Franco (por supuesto, alaban obras -loables, dicho sea de paso- como La huelga, El acorazado "Potemkin" u Octubre, que, ellas sí, promovían los ideales de la recién nacida Unión Soviética). Pero no es que fueran un medio de divulgar doctrina franquista, sino una manera de transmitir historias con moral y enjundia, algo de lo que adolece el cine patrio de nuestros días. Por esta razón, alejaos de los prejuicios y acercaos a esta obra, que, sin ser maestra, nos enseña a amar nuestra rutina y a crecer en ella interiormente y con los demás.
P.D.: no he encontrado el tráiler original, por eso incluyo este anuncio de una cadena de televisión española que circula por la red. Por otro lado, la cinta original es en blanco y negro, pero tampoco he sido capaz de hallar ningún fotograma así, por lo que debemos conformarnos con los que están coloreados.
Lola viaja con su hijo autista Tristán hasta la Patagonia,
Argentina. El motivo es que Tristán responde a estímulos ante la visión de las
orcas por televisión. Allí está Berto, un guardafauna que tiene una
relación muy especial con las orcas salvajes.
Si miramos el paisaje de un pueblo primitivo visto desde un
avión, lo que vemos serán miles de senderos, y seguramente muy pocas carreteras.
Aquellos senderos primitivos evolucionarán según las veces que sean utilizados: los que se utilizan mucho se convertirán en carreteras; luego, se asfaltarán; probablemente, serán autovías; finalmente, una autopista que unirá dos centros
grandes de interés. El autismo consiste en la incapacidad para seleccionar los
senderos, eliminar los que no resultan interesantes para profundizar, y ampliar
los que son importantes. Esto es lo que le pasa a Tristán.
Lola es como tantas madres con hijos autistas: no sabe por qué ni qué hacer, y actúa con su niño de la mejor manera posible. ¡Cuántas
madres dan su vida por su hijo distinto! Porque, cuando tienes a un niño como
Tristán, tu vida ya no es tuya, sino de él. De este modo, ella cruzó medio mundo, porque, si Tristán responde a
estímulos al ver las orcas por la televisión, ¿cuál sería su reacción al verlas
in situ? ¡Maravillosa!
Berto no sabía cómo entrar en el mundo de Tristán, hasta que
entraron en el agua en busca de la orca: sin que ellos lo supieran, comenzó un
vínculo de amistad gracias al animal acuático. Los autistas, al no tener empatía, no saben si lloras de alegría o de tristeza; no entienden el porqué, y es muy
difícil llegar a ellos. Pero, cuando conectas, empieza a tejerse un lazo de
amistad como el caso de Berto y Tristán.
Hay momentos en que su madre le deja estar en su mundo, porque, según ella, el exterior le asusta. A lo mejor Tristán sí podía estar
asustado, pero esa no sería la solución: el autista no mantiene un tipo de
comunicación afectiva con el entorno, pero cuando se logra que acepte tenerla, mejora de manera evidente e inmediata en el uso del lenguaje, aunque solo sea
gestual. Es por eso que Lola no tiene que aislarlo de los demás: ella quiere
que se comunique, y es por ello que lo lleva a la Patagonia, pero ¿en la
soledad?, ¿que se comunique en un paraje donde está solo con su madre, el guardafauna
y una orca? Está muy bien, pero su madre no debería olvidar que su hijo
necesitaría estar con más niños, que los vea, que le inviten a jugar aunque él
“no esté”… (esta película está basada en hechos reales, y puede que haya algún
dato que desconozca, pero lo que escribo es lo que he visto en la película).
Creo que la película se centra poco en la interacción de Tristán con el animal: he visto más
escenas de una madre preocupada por su hijo buscando compasión. Hay un libro muy bonito que se titula El niño de los
caballos, y cuenta la historia de un
padre que, llevado por una intuición y un inmenso amor, parte a caballo con su
mujer y su hijo autista por las montañas de Mongolia, tratando de ayudar al
niño. Los padres de Rowan, el hijo, emprenderán una aventura apasionante entre
sobrecogedores paisajes, noches al raso, renos, caballos... e inolvidables
personajes, que lo acompañarán en el viaje más importante: el interior de sí
mismo.
No hace falta irnos a Mongolia o a Argentina para vivir una
aventura: la aventura comienza en el salón de tu casa, mientras jugáis a indios
y vaqueros, y cruzar un puente colgante (una simple comba puesta en el
pasillo)… Ahora que estamos en otoño, se
puede salir a la calle y jugar con las hojas secas que caen de los árboles, hacer
un bizcocho y mancharse de harina hasta las orejas…
La vida es en sí misma una aventura.
María Pérez Chaves
Maestra de Audición y Lenguaje. Monitora de método CEMEDETE
La semana pasada, recomendábamos aquí la película Fences (Denzel Washington, 2016), ya que presentaba un modelo íntegro de mujer en su rol de esposa y de madre a través del personaje de Viola Davis (aquí). Paradójicamente, hoy traemos a colación un film que parece evidenciar la figura materna, pero que en el fondo se trata de una reivindicación de la misma: Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979). Es probable que en la actualidad engrosaría el amplio listado de largometrajes de sobremesa, pero en su momento presentó un tema tan candente que consiguió llevarse el máximo galardón en la entrega de los Óscar del año de su estreno.
Ted Kramer (Dustin Hoffman) es un exitoso ejecutivo de publicidad, por lo que piensa que goza de una vida feliz. Sin embargo, el día en que le proponen un ascenso, es abandonado por su mujer (Meryl Streep), que no está satisfecha con su matrimonio. A partir de ese momento, aquel debe hacerse cargo de su hijo (Justin Henry), al que no conocía tanto como creía; por ello, se esforzará en darle una buena educación y en ser el padre que nunca fue, ya que pasaba los días embebido en su trabajo.
Como indicábamos al principio del artículo, este argumento podría ser fácilmente la historia de un drama propio de la televisión del mediodía; por supuesto, el motivo es que afronta los temas que caracterizan a esta especie de subgénero: marido absorto por su trabajo, mujer insatisfecha en el matrimonio, la sombra del divorcio que amenaza a ambos, y un largo etcétera. Sin embargo, lo cierto es que, aunque ahora estemos acostumbrados a estos asuntos, a finales de los años setenta no era común que el cine los abordase de manera tan explícita, y mucho menos bajo la perspectiva de una tragedia, que es lo que realmente detalla el film. En la actualidad, numerosos críticos acusan a la Academia de Hollywood de haber sido injusta, puesto que relegó la magistral Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) en favor de esta; pero, mientras que a la sazón la meca del cine ya había visto suficientes conflictos bélicos en la pantalla, nunca había presenciado uno tan desconocido: el que vive un matrimonio durante su divorcio.
Precisamente, como es la idea de conflicto la que aletea sobre todo el metraje de la película, esta nos presenta en sus primeras imágenes las dos figuras beligerantes: por un lado, la esposa, que desea derribar el supuesto muro matrimonial que impide su propio desarrollo; por el otro, el marido, que ha ido levantando dicho impedimento a través de su obsesión por el trabajo. Asimismo, presenta el campo de batalla sobre el que ambos mantendrán esta dura contienda: su hijo. En efecto, este padecerá los atropellos mutuos y continuos de aquellos dos, que no lo tendrán en cuenta durante su particular guerra conyugal. Sin embargo, llegado el momento, servirá de acicate para infundir el amor que ambos han perdido; en concreto, será Dustin Hoffman quien sucumba antes a él, ya que descubrirá que su felicidad no estribaba en el éxito laboral, sino en la entrega cotidiana por su retoño.
Por el contrario, y como señalábamos arriba, en este conflicto parece que sale perdiendo la esposa, ya que es presentada como el enemigo que no acepta su derrota. Sin embargo, en el fondo ha vivido la misma conversión que su marido, puesto que ha descubierto que su auténtica realización como mujer se encuentra en la maternidad. Evidentemente, no podemos negar que el director se ceba en ella, pues hace que aparezca en el metraje cuando el amor entre el padre y el hijo se ha consolidado lo suficiente, generando así un nuevo conflicto con el primero y estableciendo otra vez al segundo como eterno campo de batalla; pero creemos que esto no debe ser entendido como una recriminación, sino como un giro dramático (real) que pone sobre el tapete la necesidad de la unión familiar y, en consecuencia, la importancia de la figura materna.
Vemos, pues, que, a pesar de su antigüedad, la película sigue siendo muy actual, puesto que el número de divorcios aumenta cada año de manera preocupante. Al mismo tiempo, comprobamos que requiere un visionado atento, ya que presenta este dilema bajo una perspectiva real, que muchas veces es omitida por esos telefilmes que anteriormente citamos. En efecto, estos suelen exhibir parejas reestructuradas que viven felices en sus nuevos entornos, pero que no aluden nunca a esa guerra que los ha llevado a separarse de sus anteriores matrimonios, ni a las víctimas inocentes que han caído durante el combate: sus hijos. Por último, creemos que se trata de una rara avis en la sociedad de nuestro tiempo, porque se atreve a insinuar cierta malicia por parte de la mujer, algo que hoy sería prácticamente imposible de hacer.
Si la semana pasada abordábamos la relación paternofilial que proponía la cinta Últimos días en el desierto (Rodrigo García, 2015) [aquí], hoy debemos acometer la maternofilial. Para ello, sugerimos la película Fences (Denzel Washington, 2016), tercera incursión del célebre actor de El vuelo (Flight) (Robert Zemeckis, 2012) como realizador tras Antwone Fisher (id., 2002) y The Great Debaters (id., 2007). Se trata de un largometraje denso, pero muy provechoso, por lo que optó al premio a la mejor obra del año en la última edición de los Óscar. Desgraciadamente, se vio ensombrecido por la inferior Moonlight (Barry Jenkins, 2016), aunque recibió su justo galardón a la mejor actriz secundaria, Viola Davis, que interpreta a la madre y esposa que aquí queremos analizar hoy.
Troy Maxson (Denzel Washington) es un padre de familia negro con un pasado glorioso en el mundo del béisbol, pero que actualmente trabaja como basurero en su ciudad. Él acusa a los blancos de su suerte, por lo que ha cultivado durante mucho tiempo un odio muy grande hacia ellos, rencor que ha procurado inculcar en los suyos. Lo acompañan su esposa Rose (Viola Davis) y sus hijos Lion (Russell Hornsby) y Cory (Jovan Adepo), con quienes mantiene una relación distante; además, cuida esporádicamente de su hermano Gabriel (Mykelti Williamson), que volvió de la Segunda Guerra Mundial con serios problemas mentales.
Como hemos dicho arriba, la película fue presentada en la última edición de los Óscar, pero no obtuvo el reconocimiento merecido, pese a que se ubicaba en un contexto idóneo para ello. En efecto, a nadie le pasa por alto que la Academia de Hollywood ha querido congraciarse este año con la sociedad negra americana, que pasó desapercibida en las galas anteriores, definidas por aquella como "demasiado blancas" (aquí). De este modo, competían por el título cintas del calibre reivindicativo como esta que nos ocupa, la magnífica Figuras ocultas (Theodore Melfi, 2016) [aquí] y la mencionada Moonlight (suponemos que este año le tocará el turno a la reciente Detroit). Ciertamente, es posible que esta última incidiera más en los problemas raciales de los Estados Unidos que Fences, pero pensamos que el film de Washington, además de su cruda descripción de la vida cotidiana de una familia negra en dicho país, presenta un situación más asequible para el público de todo el mundo: la mujer como madre y esposa.
En efecto, en una escena particularmente dura del metraje, Denzel Washington le confiesa a su esposa la frustración que siente a diario, pues piensa que ha echado a perder su propia vida; pero ella lo recrimina, advirtiéndole que nunca se ha separado de su lado, pese a las oportunidades que ha tenido para ello, por lo que su queja no tiene ningún sentido. De este modo, se erige como una mujer fuerte y consecuente, que ha sido leal a su esposo y a su familia a pesar de las múltiples adversidades que han experimentado juntos. Para él, ella es el ejemplo del cónyuge que no se amilana frente a la tribulación (¿recordáis el consentimiento mutuo del rito matrimonial: "Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad"?) , que no tira la toalla cuando las cosas van mal, que no desprecia a su marido cuando este pasa por malos momentos; es un ejemplo de perdón, de misericordia, de paciencia y de constancia; de la persona que alienta y tiene esperanza, que es optimista y que busca la alegría incluso en los peores instantes del matrimonio. Pero también es la buena madre que quiere a su prole, que comprende la tensión que media entre un hijo y un padre (en la cinta, es muy similar a la que aparece en Últimos días en el desierto), por lo que procura ser el eje amoroso de unión y comprensión entre el uno y el otro.
Sin duda, la película toca otros temas de interés, como la barrera del título (recordemos que Fences significa precisamente "barrera"), una metáfora sobre los impedimentos que pone una persona en su relación con los demás. Pero el que aquí presentamos no debe pasar desapercibido, puesto que se trata de una lección magistral de lo que debe ser una esposa y una madre. Por desgracia, es un concepto de mujer de muy poco calado en la actualidad, ya que hoy se pretende buscar una realización femenina lejos de tales roles. Sin embargo, este es el motivo por el que aquí la recomendamos esta semana y por el que animamos a todos los lectores a que la mediten conforme a estos criterios.
El cine no está muerto. Esta es la conclusión a la que cualquier espectador puede llegar después de ver esta película. En efecto, pese a que hoy parece que todas las ideas han sido abordadas por el séptimo arte, títulos como este nos demuestran que todavía existe mucho talento por descubrir. En este caso, estamos ante un largometraje de animación, género que suele ser destinado al público infantil, pero que aquí se arriesga con un film mudo para adultos. Por suerte, el experimento aprueba holgadamente, ya que ofrece unas imágenes bellísimas a lo largo de su metraje y transmite una profunda historia sobre el amor, la vida y la familia.
Un náufrago llega a una isla desierta. Después de un tiempo intentando sobrevivir en ella, decide abandonarla mediante una balsa improvisada. Sin embargo, no se interna mucho en la mar, ya que, tras navegar unos metros, la embarcación es hundida por una fuerza misteriosa. Pese a ello, lo intenta varias veces, aunque siempre obtiene el mismo resultado. Al final, descubre que su enemigo es una inmensa tortuga roja, que, no obstante, oculta un asombroso secreto.
En realidad, poco más se puede decir acerca del argumento de esta cinta, si queremos evitar el manido spoiler. Ciertamente, a partir de ese momento, la película se convierte en un relato metafórico, de tintes fantásticos, que no dejará impasible a nadie. Pero, como se trata de una producción del famoso estudio Ghibli, solo advertimos que encontraremos en ella ciertas reminiscencias a sus títulos más emblemáticos: Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), La princesa Mononoke (íd., 1997) y El viaje de Chihiro (íd., 2001).
En efecto, la misteriosa tortuga roja del título parece una encarnación de la biografía humana, que avanza inexorablemente sin que ningún hombre pueda frenarla. Por este motivo, no solo la vemos convertida en mujer, sino también en esposa y madre, simbolizando así las etapas que recorre una persona durante su vida. Es por ello que, asimismo, la película nos ofrece una bella parábola sobre las distintas adversidades que el hombre arrostra en su existencia y que están indefectiblemente unidas al amor, como la educación y el cuidado de un hijo o su emancipación. Todo esto, descrito bajo el silencio al que antes aludíamos, un solemne marco que nos ayuda a distinguir el omnipresente ruido que nos acecha y que nos impide respetar con sobrecogimiento el milagro que nos circunda.
Para disfrutar mejor de la película, es conveniente ver dos de las obras que hicieron famoso a su autor, el holandés Michaël Dudok de Wit: The Monk and the Fish (aquí) y, sobre todo, Padre e hija (aquí), ganador del Óscar al mejor cortometraje de animación en el año 2000. En ambas, descubrimos una pasión por el amor, la amistad, la familia y la vida que continúa estando muy presente en La tortuga roja. Por este motivo, se trata de un film imprescindible, de una belleza sin igual, que nos recuerda que el cine no está muerto y que a nadie dejará indiferente.