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domingo, 10 de junio de 2018

Jurassic World. El reino caído

   Esta semana vamos a dedicar el post a la película que pretende ser el blockbuster veraniego por antonomasia: Jurassic World. El reino caído (J.A. Bayona, 2018). En efecto, tres años después del éxito de su predecesora, Jurassic World (Colin Trevorrow, 2015), llega a nuestras pantallas su consabida secuela, un film que procurará superar (o al menos igualar) la recaudación y el aplauso de aquella. Para ello, se ha contado esta vez con el prometedor cineasta español Juan Antonio Bayona, el cual, aunque solo tenga en su haber cuatro películas (incluida esta), ha sabido conquistar a la platea de medio mundo con su magnífico arte, heredado directamente y sin disimulo del cine de Steven Spielberg; tanto es así que fue precisamente su penúltimo film, Un monstruo viene a verme (2016), que no deja de ser una versión personal y actualizada de E.T., el extraterrestre, el que le abrió de manera definitiva las puertas de Hollywood, pues propició que el famoso Rey Midas del séptimo arte le encargase esta quinta entrega de la saga jurásica.

   Como veremos a continuación, y como es lógico, lo que ha hecho Juan Antonio Bayona con esta oportunidad que la ha brindado la meca del cine (y con la que probablemente ha soñado más de una vez) es acomodarse servilmente a los requisitos que esta le ha presentado. En efecto, lo que Hollywood pretende en fechas estivales es ofrecer mero espectáculo, para que el público llene las salas, coma palomitas, beba Coca-Cola, profiera algún grito, se emocione y aplauda a rabiar; es decir, y en definitiva, que se lo pase bien durante dos horas delante de una pantalla gigante. No es extraño, pues, que, para esta nueva entrega de la saga, Steven Spielberg, ideólogo máximo del concepto de blockbuster mediante su film Tiburón (1975), el primero de la historia que acuñó dicho término, eligiera al que hoy se presenta como su alumno más aventajado, el mencionado cineasta español Juan Antonio Bayona; por este motivo, tampoco es extraño que este último, acariciador onírico de la meta hollywoodense, al aceptar el encargo de aquel, se sometiera estrictamente a sus órdenes, que pasaban por realizar un filme que se ajustase a la medida de los cánones veraniegos. Por suerte, Spielberg, que sabe lo que hace en el campo cinematográfico, no eligió con Bayona a un cualquiera, sino a alguien que sabe aunar arte y entretenimiento a partes iguales; de este modo, el espectador no se siente como un mero consumidor pasivo de imágenes en movimiento, sino como una persona que, al mismo tiempo que está disfrutando del espectáculo, está recibiendo calidad narrativa y cinematográfica (de hecho, con sus más y sus menos, esto es lo que caracteriza tanto al cine de Spielberg como al cine de Bayona).

   ¿Y es malo este afán por aunar arte y entretenimiento en una sola película? Evidentemente, no. Como ya hemos indicado, el primer cineasta que ideó este concepto, y que él mismo denominó blockbuster, fue Steven Spielberg, quien, a través de su relato sobre el escualo gigante, entretuvo al público a la par que le otorgaba calidad artística; de hecho, su decisión de ocultar al manido tiburón, o de insinuarlo mediante la estupenda música de John Williams, o través de la cámara en primera persona, cautivó a toda la platea y hoy es imitada por multitud de directores exitosos (el otro gran inventor del término fue George Lucas mediante La guerra de las galaxias, que nada tiene que ver con la deriva ideológica que ha tomado actualmente la saga: aquí). El cine nació hace más de cien años en Francia con esta clara vocación al entretenimiento (a la sazón, la gente se agolpaba para ver a los obreros saliendo de una fábrica, al tren llegando a su estación o a un niño gamberro divirtiéndose a costa de un incauto jardinero); pero, como sus iniciadores, los hermanos Lumière, eran fotógrafos profesionales, conocían a la perfección la alegoría de la imagen, por lo que a los espectadores de entonces no solo les ofrecían espectáculo, sino también calidad artística. Por este motivo, podemos decir que, pese a quien le pese, la saga jurásica se inserta en este concepto originario del séptimo arte, que no siempre está llamado al agrado de unos pocos, sino al aplauso de muchos.




   Todo el mundo conoce ya la trama de la película (por desgracia, a uno solo le basta con ver el tráiler de la cinta para ello). En efecto, tres años después de los acontecimientos vistos en Jurassic World, los protagonistas se enfrentan a un nuevo desafío: la extinción de los dinosaurios que ellos mismos han creado. Ciertamente, el volcán que corona la isla Nublar, esa misma donde se construyó el primigenio Parque Jurásico, que luego sería remozado y reabierto bajo el nombre de Jurassic World, está a punto de entrar en erupción, una fatalidad que condenaría a muerte a todos los dinosaurios. La situación es tan peliaguda que incluso llega a las altas instancias del Gobierno norteamericano, que no vacila en abrir el debate sobre lo que han de hacer con ellos: o bien dejarlos morir, o bien rescatarlos. Mientras tanto, una empresa de biogenética vinculada al fallecido profesor Hammond (el mítico Richard Attenborough), se decanta por esta última opción, por lo que decide enviar un equipo de investigación y de rescate a la ínsula, con el propósito de salvar el mayor número posible de criaturas. Para ello, cuenta con la ayuda de Owen (Chris Patt) y Claire (Bryce Dallas Howard), dos supervivientes de los problemas acaecidos en la anterior aventura.

   Evidentemente, la sinopsis de la cinta no es original; uno solo tiene que echar un vistazo a los primeros minutos de ella para percatarse de que sigue los mismos derroteros que, en su día, tomara El mundo perdido. Jurassic Park (Steven Spielberg, 1997), secuela inmediata de Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993). De este modo, vemos que la historia del film es propiciada por el deseo que tienen algunos de exportar a los dinosaurios de la isla; que la empresa que tiene esta intención está vinculada a John Hammond; que los primeros que son contratados por esta última son una suerte de cazadores furtivos, cuyos únicos motores parecen ser el éxito y el dinero (además, tanto el Ted Levine de esta como el Pete Postlethwaite de aquella coleccionan colmillos de sus presas); que el protagonismo recae sobre una mujer resuelta que quiere salvar a los animales a toda costa (antes, Julianne Moore; ahora, Bryce Dallas Howard), y que su decisión impulsa la del hombre que le va a la zaga (antes, Jeff Goldblum; ahora, Chris Patt); que tenemos que padecer la presencia de una niña repelente (antes, Vanessa Lee Chester; ahora, Isabella Sermon), y que, finalmente, aumenta el grado de violencia y oscuridad, para alejarse, así, de los compases marcados por sus respectivas predecesoras (por supuesto, tenemos algún giro argumental más que une ambas cintas, pero nos reservaremos aquí el deseo de expresarlas, para evitar caer en el temido spoiler). Pero esta falta de originalidad es normal, puesto que, si lo pensamos fríamente, la película pretende seguir la estela que marcó Jurassic World hace tres años, es decir, actualizar la saga que, en su momento, inició Steven Spielberg con la mentada Parque Jurásico.




   Así es, hace ya la friolera de veinticinco años, el famoso director de Ready Player One (2018) sorprendió al mundo entero con el estreno de Jurassic Park (Parque Jurásico), una película que batió todos los récords de taquilla conocidos hasta el momento. Y no es de extrañar, pues sus efectos especiales nos hicieron creer que los extintos dinosaurios habían vuelto a la vida (los espectadores que la vimos en su momento, nos encontramos reflejados en la sorprendida expresión de los carismáticos Sam Neill y Laura Dern cuando ven a la gigantesca criatura por primera vez, y hasta espetamos la famosa frase que profiere el también entrañable Jeff Goldblum -"ese hijo de... lo ha logrado"-, aunque nosotros, por supuesto, no la dijimos en relación a Hammond, sino al propio Spielberg, autor de esa maravilla); además, y como hemos dicho arriba, se trató de un magistral ejercicio de narrativa cinematográfica, pues remozó para siempre el cine de aventuras exóticas. Desafortunadamente, la inevitable saga que siguió a la película cayó en desgracia muy pronto, puesto que la segunda parte no contó con el mismo entusiasmo de su director (pese a los grandes aciertos que todavía ostenta), ni la tercera contó siquiera con su participación, más allá de las labores de producción (aunque pasó el testigo de la dirección a su buen amigo Joe Johnston, autor de la siempre reivindicable Jumanji); por eso, esta razón fue más que suficiente para cancelar las otras secuelas que estaban previstas (amén de la razón económica, puesto que cada película recaudaba menos dinero que la anterior). Sin embargo, los directivos de Hollywood vieron que este era el momento idóneo para resucitar la dinomanía que se vivió durante la década de los noventa, puesto que, asaltados como estamos por la nostalgia (nunca ha habido tantas secuelas, remakes y reboots del cine que nos gustó), no era una opción descabellada traerla nuevamente a colación; pero, esta vez, no con una cuarta parte que continuara la acción donde acabó la tercera, sino con un saga que corrigiera aquello en lo que la anterior había fallado. La película en cuestión fue Jurassic World, una obra que, ciertamente, ha sabido erguirse como una digna heredera de lo que, hace veinticinco años, consiguió Jurassic Park (Parque Jurásico); por este motivo, además, la nueva entrega de la saga camina sobre las huellas seguras que dejó en el suelo la secuela de esta última, pues pretende ser la segunda parte que en realidad nunca tuvo (misma trama, diferente desarrollo) y abre las puertas a la continuación que Joe Johnston no se atrevió a hacer (atención al plano final... ¡y a la escena postcréditos!), ya que solamente repitió la fórmula de la primera.  

   En cuanto a la dirección de Bayona sobre la película, poco más podemos añadir a lo que hemos advertido arriba, puesto que se trata de un producto made in Hollywood empacado y listo para su consumo rápido, por lo que él tiene poco que ver con el acabado final. Ciertamente, podemos detectar en la película neuras que son propias de su cine (como es la ausencia materna y los problemas que esto origina en los niños), pero no dejan de ser pequeñas concesiones que autoriza el productor (a la sazón, Steven Spielberg) para congraciarse con el cineasta que esté bajo su mandato (por otro lado, esas disfunciones familiares también están muy presentes en el cine de Spielberg, así que a este no le habrá costado mucho ceder a las aspiraciones de Bayona). Es verdad que parece transparentarse el nihilismo que el director ya dejó de manifiesto tanto en Lo imposible (2012) como en Un monstruo viene a verme, sobre todo en la figura del recuperado Jeff Goldblum, que niega la intervención de Dios en las fatalidades que están azotando al antiguo Parque Jurásico (o incluso en la repelente niña interpretada por Isabella Sermon, que tiene una relación antinatural y casi transhumanista con los dinosaurios); sin embargo, no sabemos hasta qué punto forma parte de su malicia (si es que la tiene) o de un discurso más que asumido (aunque a todas luces erróneo). Lo que sí tenemos claro es que el filme no sirve de trampolín adoctrinador a la ideología moderna e infecta que hoy nos invade (como sí lo es la nueva saga de Star Wars), sino que se trata de un estupendo relato de aventuras destinado solo al mero entretenimiento del espectador.




   Para terminar, pues, podemos decir que esta semana nos ha llegado un buen estreno a nuestras pantallas. En efecto, sobre gustos no hay nada escrito, por lo que es probable que haya espectadores que no sientan interés alguno por esta película; sin embargo, a ellos les recomendamos desde aquí que vayan a verla sin prejuicios, puesto que no tiene mayor empeño que el de entretener al respetable. Recordemos que muchos de nosotros comenzamos a amar el cine gracias a títulos como estos, puesto que, aunque ahora apostemos por obras de Dreyer o Ingmar Bergman, lo cierto es que el séptimo arte nos engatusó gracias a directores como Steven Spielberg, George Lucas o Robert Zemeckis. Y es que estos, ciertamente, entendieron que el cine es un arte, pero también un espectáculo, por lo que supieron aunar ambos factores en grandes películas que hoy perduran el magín de muchísimos cinéfilos. El blockbuster de este año, pues, ya está servido, y no da opción a un segundo plato, por lo que solo podemos ceder a la tentación de comprarnos un bol de palomitas y un vaso de nuestro refresco favorito, y disfrutar durante dos horas del regreso de los dinosaurios.





miércoles, 2 de mayo de 2018

El aceite de la vida

   ¿Recordáis esta película del año 1992? En ella, los actores Nick Nolte y Susan Sarandon interpretaban a un matrimonio que debía luchar contra la enfermedad degenerativa de su hijo. Como hasta el momento nadie le había hecho frente por considerarla intratable, ellos prácticamente lidian contra toda la comunidad médica, para que esta sienta interés por su curación. La película consiguió tal éxito de crítica y de público que la Academia de Hollywood (la de entonces) la nominó al premio a la mejor cinta del año y al mejor guion, aunque al final se los concedieron respectivamente a Sin perdón (Clint Eastwood, 1992) y a Neil Jordan por Juego de lágrimas (id., 1992).   

   Curiosamente, esta cinta fue dirigida por el australiano George Miller, autor de la imprescindible saga de Mad Max (a la sazón, una trilogía), donde nos había ofrecido su dura visión del mundo que nos aguarda en un más que posible futuro violento y distópico (en lo que al comportamiento humano se refiere, por supuesto). Y es que, después de haber flirteado con la comedia negra (Las brujas de Eastwick), y tal vez desazonado por su propia concepción del mañana (que había suavizado no obstante en la tercera entrega de su saga futurista), quiso presentarle al mundo un motivo de esperanza. Para ello, eligió la historia real de Augusto y Michaela Odone, un matrimonio italoamericano que, como hemos indicado en el párrafo precedente, despertó a la comunidad médica mediante su lucha contra la enfermedad de su hijo: la adrenoleucodistrofia, o ALD. Ciertamente, el tesón de estos esposos por el bienestar de su retoño fue tan grande que ambos consiguieron elaborar una medicina que hoy previene la citada enfermedad: el aceite de Lorenzo (por ser este el nombre de su hijo), o el aceite de la vida, como señala el título español del film.

   Como hemos dicho, la historia de estos padres-coraje engatusó tanto al Hollywood de la época y al público que acudió en masa a ver la cinta que la Academia decidió que esta contase al menos con un par de nominaciones a los Óscar. De este modo, y aunque finalmente no le concediese el premio a ninguna de ellas, la meca del cine demostró que todavía estaba interesada en películas que abordaban los valores tradicionales y eternos, como son, en este caso, la defensa de la vida o la importancia de la familia (por otro lado, temas que siempre habían gustado al Hollywood de antes). Probablemente, hoy sería impensable que una cinta así llegase tan alto, puesto que nos encontramos ante una Academia que no solo se ha rendido al discurso de lo políticamente correcto, sino que también lo ha promovido abiertamente a través de sus últimas obras, que por supuesto ha premiado sin rubor alguno en un vergonzoso y escandaloso delito de prevaricación flagrante, es decir, y como diría el clásico, "Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como" (¿de verdad que alguien cree que la horrorosa y plúmbea La forma del agua, una metáfora sobre el amor interracial -tan de moda por eso del supuesto racismo de Trump-, merecía ser la ganadora del Óscar a la mejor película del año?, ¿o que Déjame salir, una cinta de terror correcta -pero solo correcta-, merecía estar entre las candidatas a obtener dicho premio, más allá de que era una obra realizada e interpretada por afroamericanos y dirigida a ellos, por su discurso acerca de la presunta supremacía blanca que los oprime?). ¡Y eso que todavía presenciamos gestas paternas (y paternales) tan grandes como la de los Odone de El aceite de la vida, que nos pueden servir de ejemplo a todos nosotros! La última de ellas ha sido la protagonizada por los Evans, un matrimonio inglés que ha preferido enfrentarse al Estado británico antes que acomodarse a una sentencia injusta de este, que había dictaminado impunemente la muerte de su hijo Alfie.




   Por si alguno anda despistado, ya que los media se han encargado de silenciar esta batalla (salvo en su tramo final, cuando el clamor popular era ya irrefrenable), recordemos que Alfie Evans era el niño que murió el pasado 28 de abril después de que un juez de la Corte Suprema de Inglaterra decretara su muerte. En efecto, pese a que todo apuntaba a que este niño, aquejado de una rara enfermedad neuronal degenerativa, podía seguir vivo con la ayuda de un respirador artificial, el citado magistrado determinó que ese dato era irrelevante para su decisión, por lo que debía ser desconectado de inmediato y aguardar así su prematuro fallecimiento (el caso incluso podría ser tildado de blasfemo y hasta de satánico, si tenemos en cuenta que el decreto entraba en vigor el día 23 de abril, festividad de san Jorge, patrono de Inglaterra). A partir de ese momento, sus padres comenzaron una dura lucha contra este dictamen y en favor de la supervivencia de su retoño, llegando incluso a entrevistarse con el papa, a escribir a la reina de Inglaterra y hasta consiguiendo la nacionalidad italiana para el pequeño, de modo que este pudiera ser atendido en el hospital "Bambino Gesù", que depende directamente del Vaticano. Pero la obstinación anticurativa del juez y de los médicos ingleses (en palabras del catedrático de Genética de la Universidad del Sagrado Corazón de Milán -aquí-) fue tan grande que estos no solo desoyeron y despreciaron cualquier injerencia o ayuda externa, sino que también recrudecieron las medidas contra la vida de Alfie, prohibiendo para ello que incluso sus padres le otorgaran el alimento, el oxígeno y la hidratación que el niño necesitaba.

   Por suerte, las reacciones a esta lucha no se hicieron esperar mucho, pues a las puertas del hospital se reunieron decenas de personas con el fin de protestar contra la abusiva decisión del juez y de los médicos y en favor de los Evans y de su hijo Alfie; Francisco, en respuesta a aquella entrevista que mantuvo en el Vaticano con Thomas Evans, padre de Alfie, no solo pidió que se hiciera todo lo posible para salvar la vida del pequeño, sino que incluso rezó públicamente por él en la audiencia general de los miércoles y en la oración dominical del Regina Coeli, así como en su cuenta de Twitter, consiguiendo de este modo internacionalizar el problema; cada día, en las redes sociales aparecían nuevos comunicados sobre la evolución del niño, personas que se sumaban a las oraciones del pontífice y hasta vídeos que nos mostraban en directo la situación en la entrada del centro de salud (irónicamente dicho, por supuesto, ya que se encargó de privar de ella a uno de sus pacientes). Una vez que se internacionalizó el problema, reacciones tan importantes como la del primer ministro italiano, que pidió que Alfie fuera trasladado a su país, ya que él mismo le había concedido su nacionalidad, urgieron todavía más la situación: la directora del "Bambino Gesù" viajó en avión hasta Liverpool (sede del malhadado hospital inglés) para trasladar allí al pequeño; médicos alemanes visitaron de incógnito al niño para constatar que podía seguir viviendo; los respectivos presidentes del Parlamento Europeo y Polonia rogaron por su vida, y algunos (muy pocos) políticos españoles se sumaron a estos últimos. Pero nada de esto impidió que tanto la decisión del juez como de los médicos, empeñados en matar a Alfie, siguiera adelante (en un heroico gesto de caridad, un manifestante le lanzó a Thomas por encima del cordón policial una mascarilla de oxígeno, para que pudiera seguir respirando en contra del criterio de aquellos). No obstante, el niño sobrevivió casi una semana, a pesar de que a los padres les habían augurado que moriría pocos minutos después de que fuera desconectado de la máquina que lo mantenía con vida. Pero la enfermedad pudo con él y, como hemos indicado arriba, la madrugada del pasado día 28 murió, dejando al mundo consternado y denunciando los excesos de un Estado que ya ha dejado de proteger al más débil.




   En efecto, si hay un problema que ha evidenciado todo este asunto es la creciente omnipotencia del Estado actual. Y es que, como ya han señalado varios artículos periodísticos (aquí), el caso de Alfie Evans trasciende la lucha religiosa en favor de la vida (recordemos que los padres del pequeño son cristianos -él, católico, y ella, protestante-, un factor que los ha impulsado a la pugna por la supervivencia de su hijo), ya que no solo se trata de poner en liza un convencimiento moral, sino de  frenar la autoridad que últimamente se están arrogando las instituciones públicas sobre la existencia de los individuos. Ciertamente, como si hubieran vuelto a nuestros tiempos los años oscuros de la Unión Soviética o del nacionalsocialismo alemán, hoy quien determina la supervivencia de un hombre no es el hombre mismo (cosa que ya es de por sí aberrante), sino el Estado, que, como ocurría en aquellos execrables regímenes del pasado, pretende ser el nuevo dios del mundo actual. Pero, por supuesto, esto no es más que el colofón de un camino que se emprendió hace ya mucho tiempo (concretamente, cuando Dios fue abolido de la vida pública); así, y en estos últimos pasos que el Estado está dando para convertirse en la nueva ley moral de la humanidad (y nunca mejor dicho, puesto que, al menos en Occidente, nos encontramos en un mundo completamente globalizado), podemos identificar su evidente sesgo adoctrinador: por ejemplo, en Escocia está a punto de aprobarse el infame Proyecto de Persona Designada (aquí), según el cual a cada niño se le debe asignar un empleado del Gobierno, para que vigile su progreso social y para que asesore su vida familiar (es decir, es el Estado el que debe regular la vida privada del individuo); el Tribunal Supremo del Reino Unido ha dictaminado que, en cualquier disputa sobre el interés del niño, por muy insignificante que esta sea, es precisamente el niño quien debe tener una voz soberana sobre sí mismo (evidentemente, por "voz soberana" se entiende el criterio del Estado, como han demostrado tanto el caso de Alfie Evans como, en su momento, el de Charlie Gard). Pero no es necesario viajar a las islas británicas para comprobar los trancos que está dando la supremacía estatal en materia ética, puesto que, si nos quedamos en España, podemos comprobar que en los colegios se imparte ideología de género sin la previa autorización de los padres, o que las niñas pueden abortar sin el permiso de estos últimos y hasta ser tratadas obligatoriamente por ellos como varones, si así lo sienten en su intimidad sexual. Y es que, como decimos, han vuelto los tiempos en que los rusos eran adoctrinados moralmente por la Unión Soviética o en que los pobres alemanes eran súbditos anímicos del Reich (a la sazón, según la ideología política de cada régimen; hoy, según los dogmas feministas, homosexualistas y posthumanistas que corroen nuestra sociedad).

   Sin embargo, igual que entonces, hay determinadas actitudes personales que nos demuestran que, en un mundo totalitario, inmisericorde y violento (como el Mad Max de George Miller que citábamos arriba), todavía existe la esperanza (¡la esperanza es lo último que se pierde!); de este modo, y así como en la extinta Unión Soviética se alzaron voces discordantes, que vencieron la amenaza del gulag, campo de concentración ruso que ha presenciado la mayor matanza de seres humanos de la historia, para clamar por la libertad (al respecto, ver la película Cosecha amarga), o como en la Alemania nacionalsocialista surgieron grupos que denunciaron las ambiciones adoctrinadoras del Reich (como describe el film Sophie Scholl. Los últimos días), hoy surgen anónimos David que se encaran contra el gigantesco Goliat estatal, pertrechados solamente con la honda de su palabra, que les es proporcionada por su profundo convencimiento, por su persistente rebeldía y por su imbatible tesón. En este sentido, el matrimonio Evans se ha comportado como el valeroso israelita bíblico, puesto que se ha aproximado con bizarría al ciclópeo enemigo con el fin de mojarle la oreja, pese a que todos los factores apuntaban contra ellos; pero, como los acuciaba la injusta sentencia de un juez sin entrañas, siervo y paladín de los nuevos dogmas estatales (aquí), y especialmente el amor a su hijo, se atrevieron a arrojarle la piedra esperanzados de que cayese fulminado al suelo. Por desgracia, y pese a su empeño, esta vez ha vencido Goliat (aunque no del todo, puesto que consiguieron que Alfie fuera hidratado y alimentado de nuevo), pero de manera pírrica, ya que, mediante el esfuerzo de los cónyuges, que han sabido internacionalizar el problema, han salido a la luz los excesos inexorables de un Estado cada vez más omnipotente. Por este motivo, tanto ellos como Alfie son un verdadero símbolo de esperanza y rebeldía, puesto que no pertenecen a la masa adocenada que se deja manipular por el maligno leviatán, ávido de almas secas e incautas, que, sin embargo, se creen pletóricas y cultas (una sociedad que se manifiesta contra el sacrificio de un perro -¡de un perro!-, pero que condesciende ante el asesinato impune de un niño -¡de un niño!-, por su supuesto bienestar, es una sociedad enferma, execrable y vomitiva: "Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero, porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca"). No pretendo ser profeta, ni siquiera buen exegeta, pero los Evans han demostrado pertenecer a esa decena de justos por los que Dios le prometió a Abrahán refrenar su ira contra la ciudad de Sodoma (Gn. 18, 32); son, por tanto, y pese a la desgracia que han vivido en su seno, ese hálito de esperanza que este mundo marchito necesitaba.




   Volviendo a la cinta que ha originado este post, recuerdo que esta ofrece un par de escenas y una actitud que parecen haber sido imitadas por los Evans estos últimos días (aunque realmente se trate del amor que subyace tras la resolución valiente de unos padres por sus hijos). En cuanto a las primeras, están protagonizadas por Susan Sarandon, que en la película interpreta a Michaela Odone, la madre de Lorenzo: en una de ellas, tras asistir a una reunión de padres cuyos hijos padecen la adrenoleucodistrofia, aquella descubre que los participantes no albergan la intención de luchar por sus hijos, sino de aceptar el mal que les ha sobrevenido (como aquellos que se conforman sin luchar por lo que es justo); en la otra, expulsa de su casa a la cuidadora que le insinúa que mate a Lorenzo por misericordia (una metáfora tristemente real de aquellas personas "cultas" y "solidarias" que disfrazan su impiedad bajo la máscara de la compasión). En cuanto a la actitud que denota el film, me refiero a la de Nick Nolte, que es capaz de irrumpir en un congreso médico con el fin de que los doctores despierten de su letargo y, así, procuren sanar a su hijo (como consiguió Thomas Evans cuando visitó al papa en el Vaticano, ya que despertó a muchas conciencias cristianas adormiladas). Aquellas escenas y esta actitud, pues, encierran el amor a la vida que debe urgir a todo hombre, pero que se convierte para el cristiano en una ley exigente ("Vosotros sois la sal de la tierra. Pero, si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?").

   Si hoy viviéramos en un mundo decente, el mundo del arte se habría conmovido ante la bizarría de unos padres cristianos, que se han enfrentado a un poderoso enemigo con tal de salvar a su hijo (en el Hollywood de antes, pero en el de hace pocos años, ya le habrían dedicado un film). Pero, como vivimos en un mundo vacío, pendiente de modas pasajeras, de fútiles ganancias crematísticas y de inanes postureos políticos, que es incapaz de ver lo que hay de bello en una gesta memorable en defensa de la vida, nunca veremos su reconocimiento cinematográfico (¡ni falta que nos hace!). Por desgracia, esta sociedad, que prefiere dar la vida por un perro o por una clase de piojo en peligro de extinción antes que por un crío inocente, olvidará muy pronto a los Evans, como ya ha olvidado a los Gard y a tantos otros; pero no ha de ser así entre los bautizados, que hemos despertado frente a la opresión de un Estado con manifiestos tintes anticristianos. Que la hazaña de estos hermanos nuestros, que nos han comunicado parte de su esperanza, fundamentada sin lugar a dudas en las promesas del Hijo de Dios, nos sirva de ejemplo en la defensa de ese valor fundamental que es la vida. Por mi parte, ofrecí la santa misa por Alfie y por sus padres hasta que aquel murió; ahora que intuimos que el niño está en el cielo, pues fue bautizado y confirmado antes de fallecer (aquí), me queda rezar por la conversión y el perdón de ese Estado (y de ese juez) que lo han llevado a la tumba (el juicio sobre sus razones solo compete a Dios y no a nosotros). Pero recordemos que, mientras haya gestas de amor tan grandes como esta, aún hay esperanza en este mundo podrido: nuestra sociedad no será ese desierto árido y descorazonador que George Miller nos presentaba en Mad Max, sino un lugar donde se podrá sembrar el amor de una familia por su hijo; por este motivo, rodó El aceite de la vida.



lunes, 23 de abril de 2018

Campeones


   Esta semana, reproducimos en el blog el artículo de Dª. María Pérez Chaves (@mpchvs), experta en audición y lenguaje, que nos narra su experiencia con discapacitados intelectuales a través de una excelente película española de la que aún podemos disfrutar en nuestras pantallas: Campeones (Javier Fesser, 2018).




   Marcos es un entrenador de baloncesto. En uno de los partidos, termina peleándose con otro entrenador y es echado del equipo. Esa misma noche, antes de ir a casa de la madre (no está bien con su mujer), se pasa por un bar y bebe más de la cuenta; coge el coche borracho, le ponen una multa y además debe trabajar para la comunidad: será entrenador de un equipo de baloncesto de niños distintos (hacen lo que no se espera que hagan, o no hacen lo que se espera que hagan), pero, en este caso, ya son adultos.

   Estos adultos han tenido que esforzarse mucho para llegar adonde están: unos son queridos en su familia, pero otros no; algunos se buscaron la vida como cualquier otra persona y tienen un trabajo, pero otros no han sido capaces o ni siquiera tienen familia que los cuide. Para que los niños distintos lleguen a SER, tienen que tener un modelo lo más armónico posible.

   Los personajes de la película quieren ser jugadores de baloncesto, pero no hay una persona que ame a los chicos y los guíe para conseguir su sueño: nadie quiere compartir su vida con los muchachos, nadie quiere responsabilidades, porque nos guste, queramos o no, ser modelo de un niño distinto es una responsabilidad, porque él será como tú seas.




   Marcos, obligado, acude a la demanda, pero no quiere dejar un trocito de su vida en la vida de estos muchachos: cuántas persona hay que no quieren responsabilidades; entonces, ¿cómo van a educar a sus hijos? Va sin ganas y prefiere cualquier otra cosa antes de ser entrenador de "subnormales", como él dice en la cinta.

   No hay que ver a estos adultos distintos con pena, ni pensar que no pueden hacer ciertas cosas: si tienen la capacidad, quieren y hay voluntad, pueden, que es lo que ocurre en Campeones: todos ellos tienen la capacidad de jugar al baloncesto (unos más que otros). A Marcos le cuesta empezar, pero, gracias a la obligación de asistir dos días a la semana durante tres meses, va aceptándolos y él también se ve realizado, porque realmente es segundo entrenador y me parece que no le hace mucha gracia, y con los chicos puede ejercer como primer entrenador.  

   Es muy importante creer en lo que estás haciendo y creer en los demás. Marcos, al principio, no creía en ellos, y eso afectaba al grupo, pero, cuando comenzó a entregarse de verdad y a entrenar a auténticos jugadores, todo cambió. Para él, antes era enseñar a unos subnormales; ahora enseña a unos hombres distintos, cada uno con su capacidad, pero todos con voluntad para jugar, y ya los trata como los jugadores  que son.




   El encargado del polideportivo no le pide a Marcos que los chicos jueguen bien al baloncesto, sino que jueguen, porque, para estos muchachos, es un modo de escape de la rutina. El papel del encargado es muy importante, porque es el que anima a Marcos a seguir adelante, como el angelito bueno que, colocado en nuestro hombro, nos dice las cosas buenas que tenemos que hacer: la conciencia. “Es difícil, pero no imposible” le llega a decir ese Pepito Grillo, y no le falta razón.

   ¡Cómo se vienen arriba cuando se les jalea y qué importante es el que se anime a estas personas con discapacidad! Porque con qué poco se conforman a veces y qué poco nos cuesta animarles a que sigan adelante.

   Los muchachos agradecen a Marcos el trato hacia ellos, ya que este no les habló como si fueran unos pobrecitos, sino que, al contrario, les hizo entrenar duro, les reñía… pero también se preocupaba por ellos. Autoridad con amor. Marcos creó esa identidad que le faltaba al grupo: antes de su llegada, cada uno iba por su cuenta, pero, con el entrenador, todo cambió, ya que él vio que había posibilidad, que podían llegar a ser un grupo, y eso llevó a los muchachos a creer en ellos de manera individual y grupal: “Estoy contento, porque estamos juntos y, si estamos juntos, vamos a ganar”.





domingo, 17 de diciembre de 2017

Los últimos Jedi

   Todavía no sé cómo afrontar esta película: es decir, aún no sé si me ha gustado o si me ha disgustado. Esta es una sensación que me ha asaltado pocas veces a lo largo de mi vida, pero que yo identifico con el desconcierto; de este modo, cuando tengo ciertas expectativas sobre un film y estas no se cubren, no sé qué opinar (me refiero a unas expectativas que trascienden el mero ejercicio cinematográfico, como luego señalaré). Por desgracia, cuando esto me ocurre, caigo en la indiferencia, de manera que me importa un bledo todo lo que concierne al largometraje que yo tanto he aguardado. Ciertamente, si se trata de un film que pertenece a una saga que ya de por sí me resulta indiferente, no me importa; pero, si es una película que forma parte de una saga que me gusta, se convierte en una indiferencia dolorosa, como un decepcionado despecho. Y esto es lo que me ha ocurrido con la película que hoy presentamos: Los últimos Jedi (Rian Johnson, 2017).




   De la misma manera que le ocurrirá a muchos de mis lectores, la relación que mantengo con la saga galáctica viene de lejos, pues hunde su raíz en mi propia infancia. Como ya intenté explicar en un artículo anterior (aquí), creo que Star Wars es una epopeya cinematográfica muy personal, ya que consiguió que muchos niños nos enamorásemos del séptimo arte y que hallásemos en este un excelente campo de cultivo para nuestra imaginación. Por otro lado, creo que actualizó correctamente para sus contemporáneos los cánones del género de aventuras que han atestado el magín de la humanidad desde la existencia de los primeros bardos o del mismísimo Homero: así, convirtió a la eterna princesa encerrada en el castillo, en la Leia aprisionada en la Estrella de la Muerte; al malvado tirano que quiere someter a los hombres del reino, en el Darth Vader que amenaza la paz de la galaxia, y al caballero andante que se enfrenta a este y que libera a aquella de su encierro, en un futuro aprendiz de Jedi (George Lucas nunca ha escondido la vinculación de su obra a la de Tolkien -El hobbit, El señor de los anillos-, y este jamás ha ocultado la que une la suya a los relatos medievales, que a su vez se enraízan en los mitos antiguos). Pero incluso a un nivel meramente artístico, se trata de una saga espléndida: La guerra de las galaxias -aka, Una nueva esperanza (George Lucas, 1977)- es un excelente relato de aventuras; El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) se cuenta entre las mejores películas de la historia del cine, y El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983) presenta un dilema moral que muy pocas veces hemos visto en otros largometrajes juveniles.

   Pero no solo estamos hablando de unos filmes que reinventaron el género de aventuras y que acercaron a muchos jóvenes al mundo del cine, sino de unas películas que también fueron capaces de crear una nueva mitología para esta generación, abocada al ocio, al consumo y al entretenimiento. En efecto, en un momento de la historia en el que el hombre ha abandonado el conocimiento clásico y la religión como sedes del arte y de la cultura, ha encontrado en La guerra de las galaxias un mito que ha sustituido perfectamente esas ansias espirituales que aquellas saciaban: de este modo, y como ya hemos dicho, ha encontrado en Luke Skywalker el parangón de la caballerosidad; en la princesa Leia, el adalid del feminismo actual, y en la pseudorreligión Jedi, una norma de vida (aquí). Por tanto, es normal que, unidos a esa hodierna tendencia al consumo que ya hemos citado (y a la necesidad de nuevos mitos), surgieran en torno a la saga galáctica multitud de novelas, juegos, cómics, películas (La aventura de los ewoks, La batalla de Endor) y series de televisión (Ewoks, Droids) que ahondaran en ese universo tan atractivo, ampliándolo tanto como las narraciones de la Antigüedad hacían con las historias de dioses y héroes clásicos.  

   Por tanto, y en este mismo sentido, la trilogía que la antecedió a nivel cronológico, es decir, la conformada por La amenaza fantasma (George Lucas, 1999), El ataque de los clones (id., 2002) y La venganza de los Sith (id., 2005), satisfizo las expectativas de los fans más enfervorecidos, pese a sus evidentes errores (ese cursi romance entre Anakin Skywalker y Padmé Amidala...). Ciertamente, y aunque ninguna de ellas alcanzaba el nivel de trepidación y excelencia cinematográfica de los episodios IV, V y VI, plasmaban aquello que nosotros solamente habíamos conseguido visualizar en nuestra imaginación, logrando así la ansiada ampliación del mito: panorama de la Antigua República, nacimiento y ascenso del Imperio, gestación de Darth Vader, Guerras Clon, Yoda luchando y caída de la Orden Jedi. De este modo, al espectador le pueden gustar o no (particularmente, creo que han crecido con el paso del tiempo), pero no puede cuestionar que ha consolidado la saga Star Wars como un atractivo mito moderno. 




   Sabiendo todo esto, ¿qué papel juega aquí la nueva trilogía galáctica, comenzada hace dos años por El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015) y continuada hoy por Los últimos Jedi? Por lo que a mí respecta, una función meramente destructiva, factor que puede ser interpretado como algo bueno o como algo malo: es bueno, porque reescribe la historia de Star Wars para las nuevas generaciones, que han encontrado en Rey, en Finn, en Kylo Ren y hasta en BB-8 sus nuevos héroes; es malo, porque obvia a los seguidores de toda la vida, que ya no encontramos en las nuevas películas esa mitología que con tanto mimo hemos cuidado hasta el momento. En cuanto a que la nueva trilogía reelabora la historia que conocíamos, creo que no hay nada que discutir: El despertar de la Fuerza no solamente soslayaba décadas de universo expandido (los citados cómics, novelas, videojuegos, películas y series de televisión), sino que también se convertía en un reboot encubierto de la saga original; de este modo, asumía los personajes y las situaciones de esta, pero las conducía hacia unos derroteros que nada tenían que ver con las bases que ya habían sido asentadas por ella (¿cómo se reorganiza la Antigua República?, ¿cómo nace la Nueva Orden Jedi?, ¿qué le depara a la familia Skywalker?); en referencia a su labor destructiva, solo hay que ver Los últimos Jedi, donde varias frases reveladoras afirman que nada va a ser como antes (incluso es uno de sus leitmotivs promocionales). 

   De esta manera, la verdadera pregunta es si hacía falta esta renovación tan abrupta, en la que el fan queda reducido a un mero espectador nostálgico (más que evidente en El despertar de la Fuerza y algo soterrado en Los últimos Jedi). Por supuesto, creo que no, ya que se podrían haber afrontado estas tres últimas películas respetando la mitología que aquel había cuidado con tanto esmero. Aunque esta parezca una labor difícil de asumir, tenemos en la misma saga un ejemplo de que es posible: me refiero a los episodios I, II y III, que crearon nuevas y diferentes historias que, al mismo tiempo, ampliaron nuestros conocimientos galácticos; o personajes que rellenaron con soltura la ausencia de los clásicos, como el imprescindible Darth Maul (también, algunos que generaron más de una discordia, como el insufrible Jar Jar Binks). En este sentido. ¿qué aportan los nuevos episodios a la saga? Absolutamente nada, pues se dedican a urdir las mismas tramas que ya hemos visto, con el fin de reescribirlas y de relanzarlas para las nuevas generaciones (en serio: ¿soy el único que ha visto en este episodio VIII la misma historia que vimos en El Imperio contraataca y en El retorno del Jedi?).

   Por todo ello, afirmo que la película me ha dejado indiferente: no sé si me ha gustado o si me ha disgustado, porque no es Star Wars. Es una película que se inspira en Star Wars, como tantas otras que la imitaron en su momento, pero que no forma parte de ella: puede ser una imitación japonesa, como Los invasores del espacio (Kinji Fukasaku, 1978); una parodia, como La loca historia de las galaxias (Mel Brooks, 1987); un exploitation del género, como Los siete magníficos del espacio (Jimmy T. Murakami, 1980), o un episodio especial de Padre de familia (aquí). Pero no se trata de Star Wars. Indudablemente, y pese a mi frialdad al aseverarlo, esto me genera el dolor antes citado, el despecho decepcionado que anunciaba arriba, puesto que he vivido con tanta profundidad la saga que ahora me molesta verla en brazos de otro (o de otros): creo que se ha vendido cruelmente a las nuevas generaciones después del cariño que ha recibido de sus fans de siempre, por lo que solo me queda decirle que le dé a ellas tanto placer como me dio a mí, porque ya no es la saga de la que me enamoré; a mi juicio, ha perdido la frescura y la buena manufactura de sus predecesoras, dirigidas a un público con más gusto (¿recordáis la comparativa que hacía entre las dos versiones de Asesinato en el "Orient Express" -aquí-, donde decía que el espectador ya busca otro tipo de cine? Pues así). Pero eso es algo que le tendrán que reprochar sus nuevos amantes, porque este que esta aquí (¡y que ha estado siempre aquí!) ha dejado de serlo. Que la Fuerza le acompañe.




   

lunes, 27 de noviembre de 2017

Asesinato en el "Orient Express"

   La nueva versión de Asesinato en el "Orient Express" (Kenneth Branagh, 2017) refleja claramente el declive en el que ha caído el cine comercial de nuestro tiempo y, por ende, la muerte intelectual de nuestra sociedad. No me malinterpretéis, pues la película me ha gustado lo suficiente como para dedicarle una digestión cinéfila sosegada, descubriendo así que se trata de un film bien rodado, bien narrado y muy entretenido, factores de los que adolece buena parte de los productos que atestan las pantallas de nuestras salas. Pero, como digo, manifiesta la falta de imaginación y de talento que tienen los cineastas de hoy, subyugados por unos cánones artísticos poco exigentes, pero muy lucrativos. Para comprobar la veracidad de mi queja en cuanto al aspecto imaginativo del Hollywood de hogaño, solo hay que revisar de vez en cuando la cartelera semanal, en la que suele destacar algún remake, algún reboot, algún spin-off, alguna secuela, alguna precuela, alguna mediacuela (la saga Star Wars es experta en esto último) o cualquier cosa de índole similar; para comprobar la veracidad de lo segundo, solo hay que seguir leyendo este artículo.




   Como todo el mundo sabe, la película se basa en un relato homónimo de la célebre escritora Agatha Christie, que ya dio pie a un famoso film de idéntico título rodado por Sidney Lumet en 1974, así como a dos versiones para la televisión de mediocres resultados: Asesinato en el "Orient Express" (Carl Schenkel, 2001) y Asesinato en el "Orient Express" (Philip Martin, 2012). Tanto la novela como todos los largometrajes citados desarrollan el mismo argumento: la investigación por parte del detective Hércules Poirot del asesinato cometido a bordo del famoso tren que une Oriente y Occidente. De este modo, y nada más empezar, nos tropezamos con esa falta de innovación a la que aludíamos antes, pues el texto original no solo ha inspirado la cinta que nos ocupa, sino que también ha hecho lo propio con hasta tres películas más (tal vez por este motivo, su director, Kenneth Branagh, ha especificado una y otra vez que no se trata de un remake de ninguna de aquellas, sino de una nueva versión del libro de Christie).

   Sin embargo, y a pesar de la buena fe del cineasta, es harto complicado acometer una nueva adaptación cinematográfica de una novela obviando las que ya existen; más aún cuando una de ellas es una de las grandes obras maestras del séptimo arte: Asesinato en el "Orient Express" (Sidney Lumet, 1974). En efecto, como desconozco el original literario de Agatha Christie, me resulta muy difícil establecer un paralelismo entre él y sus dos versiones audiovisuales más conocidas (la de Lumet y la de Branagh); pero como sí he podido ver estas últimas, para mí es más sencillo encontrar los factores que las unen. De entre todos ellos, me gustaría destacar el primer tercio del metraje de ambas cintas, donde se presenta a los personajes que interactuarán a lo largo de la misma, es decir, a la víctima, al detective y a los doce sospechosos: como el desarrollo de esta presentación es tan parecida en las dos películas, no podemos pensar en absoluto que se trata de una mera coincidencia, sino que debe ser necesariamente, o bien una copia de la segunda respecto de la primera, o bien un homenaje (sea como fuere, indica la preeminencia de esta sobre aquella: ya que se trata de una obra maestra del celuloide, enseña a las demás películas cómo hacer buen cine).




   Pero la versión de Sidney Lumet no solo es reconocida en este sentido por ser el referente necesario de la de Kenneth Branagh, sino que también lo es por méritos propios. Así es, quien haya visto la película recordará que esta mostraba prácticamente un único escenario: el vagón comedor del "Orient Express" (ciertamente, este escenario era interrumpido de vez en cuando por las maravillosas imágenes exteriores del tren o por algún esporádico cambio de ubicación, pero siempre dentro del mismo medio de locomoción); de esta manera, el guion tenía que fundamentar su interés solamente en el poder de la palabra, soslayando para ello cualquier injerencia que convirtiese el film en un thriller de acción al uso. Por este motivo, y como si todo el metraje consistiera en una gran obra teatral, los sospechosos iban apareciendo en escena con el propósito de dar su testimonio y de influir, en la medida de lo posible, en el veredicto final de Poirot (tan cuidados estaban, y tan bien ejecutados, que el espectador no solo era capaz de unirse a los barruntos del citado detective, sino que también podía saltar como el encargado del tren y gritar quién era el auténtico criminal). Sin duda, al ver la cinta, muchos recordarían la temática y el desarrollo de la magistral Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), del mismo autor. Y es que, cuando un artista domina su arte, no necesita ningún aditamento para demostrárnoslo.

   En cuanto a la versión de Branagh, debo decir que ejemplifica esa falta de cánones exigentes de los que me quejaba arriba. En efecto, partiendo de un material tan bueno, como a todas luces es la novela de Christie, pero, sobre todo, el film de Lumet, sorprende que el director no haya sabido aprovecharlo mejor (más aún cuando sabemos que es un apasionado de los escenarios, como demostró mediante las recomendables Enrique V y Mucho ruido y pocas nueces): de esta manera, donde aquel sostenía todo el entramado del largometraje en los potentes diálogos de sus protagonistas, este lo basa en la acción y en el golpe de efecto, factores de los que su predecesor abominaba ostensiblemente; así que aquí contamos con chistes sin gracia (¿en serio era necesario incluir el gag del bastón en el prólogo del film?), actuaciones ridículas e hilarantes (la del mismo Kenneth Branagh, que parece afrontar una parodia del famoso detective), persecuciones, tiroteos, confesiones de última hora (por si al espectador no le queda claro quién es el verdadero asesino del tren) y discursos finales altisonantes con su pequeña dosis de moralina. Todo ello, para agradar al espectador poco exigente, que se aburriría con una proyección de dos horas en la que solo aparecerían personas hablando y que carecería de cualquier tipo de acción.




   Pese a este aparente exabrupto, debo indicar que la película es un producto recomendable. Ciertamente, y a tenor de lo que nos está llegando a la cartelera estas últimas semanas, se trata de uno de los mejores films que podemos ver ahora en ella. Sin embargo, los que pretendan reencontrarse con el Hércules Poirot de antaño, olvídense de ello, puesto que verán algo más parecido al Sherlock Holmes que patentó Guy Ritchie que al detective que nos ofreció Sidney Lumet: un personaje dizque ingenioso que sabe correr detrás de los malos, contar algún que otro chiste y realizar alguna acrobacia marcial (afortunadamente, Branagh ha prescindido aquí de los conocimientos de kárate  que el citado Sherlock Holmes presentaba en su cinta homónima -por cierto, ya sé que en las novelas de Conan Doyle también practica las artes marciales). 

   Así que, ante este cambio de actitud tan evidente, en el que hemos pasado de ver un detective adulto y profundo a ver otro infantil y liviano, cabe la siguiente pregunta, que ya se hacían, mutatis mutandis, los protagonistas de Scream. Vigila quién llama (Wes Craven, 1996): ¿el cine ha logrado que los espectadores sean poco exigentes, o son estos los que han condicionado la fórmula actual del séptimo arte? A mi parecer, y sin mojarme demasiado, se trata de la influencia que los unos han ejercido sobre el otro, y viceversa: es decir, el hombre de hoy busca la inmediatez y el entretenimiento, y no productos que le conlleven más preocupaciones de las que tiene, cosa que el cine comercial le ofrece con gusto, pues vive de su dinero; pero este entretenimiento vacuo arrastra al hombre a la molicie intelectual, de manera que cada vez quiere cosas menos exigentes (¿recordáis a los indolentes humanos de la magistral WALL-E? Pues algo así...).  

   Por este motivo, conviene decir que esta última versión de Asesinato en el "Orient Express", pese a que sea recomendable, refleja con claridad la decadencia intelectual de nuestro tiempo, puesto que no busca ejercitar la mente del espectador, sino solo inocularle su dosis de entretenimiento. Por supuesto que no todo van a ser películas de arte y ensayo, pero antes no hacía falta refugiarse en una sala de este tipo para disfrutar del buen cine, puesto que las salas comerciales ofrecían genialidades como cualquiera de los títulos de Sidney Lumet citados arriba. Es verdad que todavía quedan grandes autores con capacidad narrativa, como el mismo Branagh demostró en sus primeras cintas, pero, como este panorama no mejore pronto, creo que asistiremos al sepelio del gusto cultural de nuestra sociedad.






lunes, 13 de noviembre de 2017

Oro

   Esta semana ha llegado a nuestras pantallas la nueva colaboración del cineasta Agustín Díaz Yanes con el escritor Arturo Pérez-Reverte: Oro (id., 2017). En efecto, pese a la fallida Alatriste (id., 2006), ambos han decidido unirse otra vez con el propósito de adaptar un relato breve del segundo; en esta ocasión, una historia ambientada en los tiempos del descubrimiento y de la conquista de América. Por desgracia, como esta etapa de nuestras crónicas ha sido tan vilmente mancillada por la oscura leyenda negra que pesa sobre España (y que ha sido alimentada además por el esnobismo intelectual patrio), el espectador que desee acercarse al film tal vez crea que verá un insulto a la memoria de nuestros antepasados, como acontecía, por ejemplo, en la reciente 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016) [aquí]; sin embargo, y contradiciendo en este sentido el conato de boicot que ha nacido en las redes sociales con el fin de evitar la asistencia del público, debemos indicar que la película no es una mofa (intencionada) de nuestros héroes, sino que se trata de un aceptable largometraje de aventuras dirigido con solvencia por su autor, aunque, ciertamente, la sombra de la mentira legendaria (o de la legendaria mentira) se extienda sobre él.




   La película narra las desventuras de un heterogéneo grupo de españoles en pos de El Dorado, la mítica ciudad india con la que todos soñaban, pues creían que estaba construida de oro. Aunque cada uno de ellos está unido por dicho anhelo, muy pronto se ven enfrentados entre sí por las posibles riquezas que hallarán dentro de sus muros. Gracias a esta ambición, no dudarán en recurrir a las confabulaciones y al asesinato, con el objetivo de adueñarse de todas las riquezas que la legendaria urbe les promete, aunque, al mismo tiempo, deberán sobrevivir a los distintos desafíos que la selva amazónica les propone.

   Tanto el relato de Pérez-Reverte como la película de Díaz Yanes parten de un claro referente histórico: la expedición del río Marañón, en Perú, que lideró Pedro de Ursúa con el propósito de hallar la citada El Dorado. Aunque sin duda podría haberse tratado de una gesta memorable, lo cierto es que se vio ensombrecida por las traiciones y las muertes perpetradas por Lope de Aguirre, uno de sus subalternos. Este, en efecto, deseó tan vehementemente las riquezas que le aseguraba la ciudad de oro que conspiró contra él y contra todo el que se opusiera a sus intenciones, actitud que incluso lo condujo al asesinato de su propia hija, de la que se había hecho acompañar de manera más bien imprudente; asimismo, esta ambición lo llevó a proclamar la independencia de los territorios que había conquistado respecto de la Corona de España y a declararse rey de todos ellos. Su vesania es tan célebre que hasta el séptimo arte le ha dedicado dos obras maestras, Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) y El Dorado (Carlos Saura, 1988), que también sirven de fundamento tanto al relato del escritor como al largometraje del cineasta (en este último sentido, Díaz Yanes no solo copia para su cinta varios personajes y situaciones de aquellas dos, sino que incluso calca escenas completas).




   Como señalábamos arriba, pese a las malas críticas que ha cosechado entre los incipientes boicoteadores de la película, que tal vez ni siquiera la hayan visto, se trata de una obra impecable a nivel técnico; de este modo, y sin temor a equivocarnos, es probable que reciba algún galardón en la (temible) ceremonia de los próximos Goya. Y es que, ciertamente, nos hallamos ante un largometraje que podríamos calificar de inmersivo, puesto que su recreación de la selva amazónica (con sus potentes y vivos colores, y con sus persistentes y cautivadores sonidos) es tan fidedigna que el espectador creerá estar caminando por ella, algo que solo hemos podido disfrutar en otros dos títulos españoles recientes: Cantábrico (Joaquín Gutiérrez Acha, 2017) y Handia (Jon Garaño y Aitor Arregi, 2017); su narración, que ha sido tildada por aquellos de plúmbea e incoherente, no tiene altibajos destacables, por lo que tampoco podemos atribuirle ese aburrimiento del que la acusan (aunque aquí no nos atrevemos a meternos en los farragosos senderos del gusto individual), y las interpretaciones de sus actores protagonistas son más que aceptables, aunque solo hayan tenido que poner caras de malo y gritar (y blasfemar) mucho. Precisamente, el único defecto que tiene estriba en el desarrollo de los personajes, que carecen de arco evolutivo y de hondura psicológica, pese a que lo disimule muy bien mediante frases altisonantes (en este sentido, también adolece de un desarrollo correcto del macguffin, el oro del título, pues este aparece como crisol de intenciones en contadas ocasiones, aunque pretenda ser el verdadero impulsor de toda la obra).

   Pero la verdadera dificultad que todos identificamos en la película (y que a todos nos indigna) es la manía de presentar a los españoles como los mayores asesinos de la humanidad, como a una pandilla de violentos pendencieros que hallaron en América una tierra propicia para la ejecución de sus fechorías (esclavitud de indios, violaciones de indias, saqueos de tesoros y el largo etcétera que se encarga de recordarnos la mentada leyenda negra, que aún persiste). Aunque es cierto que la cinta solo se centra en el grupo de exploradores que la protagoniza, da la impresión de que pretende representar con ellos un paradigma de la España del momento; impresión que, por otro lado, se convierte en certeza nada más comenzar el metraje, ya que, en unas pocas líneas de texto introductorias, se describe al español de entonces como se detalla a los miembros de la citada expedición. Asimismo, el guion muestra conversaciones y blasfemias que son impropias de la época, pero que reflejan esa mentalidad tendenciosa de su autor hacia los españoles del momento. En este sentido, la palma se la lleva el capellán que los acompaña, un fraile fanático muy del gusto de Pérez-Reverte, el mayor divulgador que actualmente tiene la leyenda negra en nuestro país, pero que es tremendamente ajeno a los religiosos que conformaron el Siglo de Oro español. Pese a esta mala imagen, nosotros creemos aquí que no se trata de una pretendida (y perversa) desmitificación de la conquista de América, como lo fue, mutatis mutandis, la citada 1898. Los últimos de Filipinas respecto del sitio de Baler, sino la presentación de un discurso asumido, aunque erróneo: que los españoles somos la peor calaña de la especie humana (y que la Iglesia es la institución más oscurantista que ha visto la historia del hombre).




   Volviendo al principio, nosotros creemos que, a pesar de lo que se postula en las redes sociales, Oro es una gran película, una buena muestra del cine español que nada tiene que envidiar a las superproducciones norteamericanas, de las que todo el mundo se queja, pero que todo el mundo ve. Sin duda, no es plato de buen gusto para quienes conocemos nuestra historia y la leyenda negra que la falsea, pero pensamos que no es un resultado del todo intencionado, sino el producto de una mentira que se ha convertido en verdad. Evidentemente, Pérez-Reverte lidera la divulgación de estos errores en sus novelas, donde proliferan inquisidores maliciosos y curas licenciosos, pues sabe que venden mucho tanto en suelo patrio como extranjero; sin embargo, no podemos decir si se trata de algo a lo que ha llegado por convencimiento o por simple interés comercial. Sea cual fuere la razón, echamos de menos en esta cinta, de la que es coautor del libreto, siquiera un destello de la obra evangelizadora y civilizadora de España en el Nuevo Mundo; es verdad que no todo sería una aventura épica, como demuestra la que llevó a cabo Lope de Aguirre en el río Marañón, pero que se centre en estas máculas indica lo mucho que ha calado en él esa leyenda negra de la que es promotor.


         

domingo, 1 de octubre de 2017

Asalto a la comisaría del distrito 13

   Mientras escribimos estas líneas, en Cataluña se suceden los altercados que todos augurábamos: enfrentamientos callejeros, persecuciones policiales, insultos, pasquines y un largo etcétera, que cualquiera puede comprobar si enciende su televisor, se conecta a la red o sintoniza la emisora de radio que prefiera. Evidentemente, el motivo es el pretendido referéndum secesionista que las autoridades catalanas convocaron para hoy, pese a su inconstitucionalidad y a la consecuente oposición del Gobierno español. Por supuesto, desconocemos el resultado de toda esta problemática, es decir, si será una farsa parecida a la del 9 de noviembre de 2014 con el único propósito de obtener mayor autonomía y financiación, o si será proclamada realmente y de forma unilateral la independencia, como advierten algunos políticos de nuestro país (aquí). Sea como fuere, estos días se suceden imágenes que llaman poderosamente nuestra atención, como el uso y adoctrinamiento de los niños conforme a la ideología nacionalista (aquí), y la discriminación a la que es sometida la persona que se oponga a ello (aquí). Como este blog pretende reflexionar a través del séptimo arte, la película que posiblemente más se aproxime a esta situación sea Europa, Europa (Agnieszka Holland, 1990), por lo que algún día le será dedicada un post

   En esta ocasión, queremos centrar nuestro interés sobre unas imágenes que producen estupor: las del acoso sufrido por la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía en Cataluña. En efecto, no es que estos agentes de la autoridad hayan acosado a los partidarios de la secesión, sino que estos han sido los que han acechado a aquellos. De manera que hemos podido ver cómo nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad eran menospreciados, vejados y hasta atacados por diversos grupos de manifestantes, que no han tenido ningún reparo a la hora de destrozar sus vehículos (aquí) o de asediarlos incluso en sus cuarteles (aquí). Pero el agravio alcanza cotas insultantes cuando nos llegan fotografías que muestran a un concejal disfrazado de payaso para reírse de ellos (aquí), o cuando los vemos recibiendo flores en una burda imitación de la Revolución de los Claveles de Portugal (aquí). De este modo, si tuviéramos que comparar esta situación con alguna película para hacer honor a la intención del blog, elegiríamos la cult movie Asalto a la comisaría del distrito 13 (John Carpenter, 1976).




   Ethan Bishop (Austin Stoker) es un teniente de la Policía de Los Ángeles que recibe la misión de vigilar el traslado de una comisaría, ya que la ciudad se está enfrentando a una ola de crímenes protagonizada por las pandillas callejeras. Al mismo tiempo, un autobús parte desde un punto diferente de la urbe para transportar a unos presos peligrosos, entre los que se encuentra el célebre Napoleón Wilson (Darwin Joston). Por otro lado, Lawson (Martin West) es un padre de familia que decide vengar el asesinato de su hija, perpetrado por unos maleantes, que a su vez quieren vengarse de los policías que han matado a sus compañeros. Así, todos ellos confluirán en la comisaría del distrito 13, donde se vivirá una auténtico asedio.

   Sin duda, el cinéfilo avezado habrá descubierto en este argumento un parecido más que razonable con el del wéstern clásico Río Bravo (Howard Hawks, 1959). El motivo es que John Carpenter, su autor, siempre ha sido un gran admirador de su director, por lo que quiso honrar su memoria mediante este thriller de bajo presupuesto, en el que incluyó referencias a un largometraje que lo había cautivado diez años atrás: La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968). Su éxito fue tan rotundo que puso de moda el subgénero callejero, donde se pueden hallar títulos tan emblemáticos como Los amos de la noche (The Warriors) (Walter Hill, 1979), pero que sobre todo sentó las bases de la futura carrera del cineasta, interesado en explorar la naturaleza de los hombres cuando estos son asediados por una amenaza exterior; en este sentido, le ha regalado al aficionado películas tan conocidas como La niebla (id., 1980) y La cosa (El enigma de otro mundo) (id., 1982), que es un nuevo tributo a Howard Hawks, y cintas tan reivindicables como Vampiros de John Carpenter (id., 1998) y Fantasmas de Marte (id., 2001). Por otro lado, cuenta con un remake casi homónimo, Asalto al distrito 13 (Jean-François Richet, 2005), que pasó sin pena ni gloria por la  gran pantalla, puesto que prescinde de ese interés de Carpenter por retratar la angustia del hombre.




   Ciertamente, "angustia" es el término que define mejor la situación que han vivido nuestros agentes de la ley estos días en Cataluña. Como arriba hemos indicado con brevedad, se han visto asediados en sus cuarteles, han tenido que vivir el escarnio de los independentistas, han visto cómo sus hijos eran insultados en clase y hasta han sufrido los terribles escraches en las puertas de sus casas; en definitiva, han visto cómo un sector notable del pueblo catalán se ha enfrentado impunemente a ellos. Porque la impunidad ha sido el arma que han blandido los manifestantes contra ellos, ya que sabían que, pese a sus encaramientos a policías y guardias civiles, nada les iba a ocurrir. Para ilustrarlo, aquí nos hacemos dos preguntas: en primer lugar, si el citado concejal de la nariz de payaso hubiera temido una reacción airada del agente, ¿se habría atrevido a reírse de él? Es probable que no; en segundo lugar, si los independentistas hubieran sido convocados a un verdadero conflicto contra los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, en el que estos hubieran podido actuar con libertad, ¿habrían respondido? Seguramente, tampoco. En la película, los pandilleros citan a los policías a un cholo, es decir, a una batalla campal en donde no les importa morir por una causa, algo que no hemos visto ni de lejos en ninguno de los enfrentamientos de estos días.

   Por esta razón, los auténticos héroes de estas jornadas son la Policía y la Guardia Civil, que han soportado estoicamente los inmerecidos e injustos ataques de una parte de la sociedad contagiada por el fanatismo independentista. De este modo, los manifestantes, que creen ser valientes y aguerridos contra unos hombres que sí lo son realmente, quedan ante ellos como unos cobardes sin entereza ni bizarría; como unos pobres adictos que son lanzados contra las personas que han prometido defenderlos hasta el final y con todas las consecuencias. Además, la hombría de los agentes de la ley ha quedado más consolidada con la ayuda que les han prestado a los ancianos y a los niños que habían sido llevado por los alborotadores a las calles, demostrando así que ellos sí se preocupan por el bienestar de los ciudadanos (aquí). Desgraciadamente, circulan por la red fotografías tergiversadas que pretenden demostrar lo contrario, intentando inocular la idea de un estado policial similar al del reciente film Detroit (Kathryn Bigelow, 2017); sin embargo, las mismas personas que divulgan estas imágenes difunden también su creación, por lo que pierden cualquier crédito y se lo conceden a aquellos, que logran así ser nuevamente los héroes de estas jornadas. 

   Al final de la película, cuando el asedio a la comisaría concluye, los protagonistas se reúnen para felicitarse por el buen trabajo que han realizado, hasta el punto que deciden salir juntos al exterior, para que los ciudadanos vean que el mérito es de todos ellos. Del mismo modo, cuando la tranquilidad y el sentido común retornen a Cataluña, los policías y los guardias civiles que han padecido esta tortura se estrecharán las manos y se felicitarán por el buen trabajo, pues habrán cumplido con integridad su propósito de salvaguardar la paz; además, regresarán a sus hogares, de donde salieron con vítores (aquí), y serán recibidos como valientes, aunque probablemente especificarán que el mérito es de todos y no de unos pocos. En el fondo, se sentirán orgullosos de haber servido a España en esta situación tan dramática, puesto que son unos auténticos héroes.




domingo, 19 de marzo de 2017

Kong. La isla calavera

   Esta semana, han llegado pocas cintas de interés a nuestras carteleras. Por este motivo, quisiéramos recomendar aquí un título que se estrenó la anterior y que no debería pasar desapercibido. Nos referimos a Kong. La isla calavera (Jordan Vogt-Roberts, 2017). En efecto, pese a recuperar un personaje icónico de la historia del cine y adaptarlo a nuestro tiempo, se trata de una película imprescindible para comprender la esencia misma del séptimo arte: el entretenimiento.

   Como todo el mundo sabe, sin embargo, no se trata de una precuela ni de un remake del clásico de 1933, sino de un reboot. Esto quiere decir que nos hayamos ante un film que pretende reinventar el personaje y establecerlo como protagonista de una nueva saga. Y aunque esta decisión conlleve el rechazo de muchos puristas, debemos señalar que también forma parte de la historia más elemental del celuloide.




   Esta vez, el argumento nos traslada a los años setenta, a una fecha inmediatamente posterior a la guerra del Vietnam. Un grupo de veteranos de este conflicto es reclutado para una última misión: acompañar a una expedición científica en su incursión por una isla perdida del Pacífico. Esta isla se llama Calavera y siempre ha permanecido escondida al ojo humano gracias al banco de niebla que la protege. Pero el secreto que mejor guarda es la presencia de King Kong, un simio gigante que es venerado como un dios por las tribus nativas.

   Por tanto, las únicas relaciones que esta nueva cinta mantiene con la original son el protagonismo de Kong y su ubicación en la isla Calavera. El resto entronca más con las monsters movies norteamericanas de los años cincuenta y con el kaiju eiga japonés. Por este motivo, no encontraremos en ella un desarrollo profundo de los personajes ni un guion muy literario, sino un apabullante show de destrucción y lucha ciclópea. Esto nos conduce a la primera cuestión, es decir, a recordar que el cine nació como espectáculo.




   En efecto, a veces me pregunto si King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) fue concebida por sus creadores como una verdadera metáfora del amor bizarro. Ciertamente, comienza y termina con el proverbio que asevera que la bestia murió por culpa de la mirada de la bella, pero ¿no es todo su metraje intermedio una simple acrobacia destinada al asombro del público? Tengamos en cuenta que el único monstruo visto a la sazón en una pantalla de cine había sido el diplodocus de El mundo perdido (Harry O. Hoyt, 1925). Como este formaba parte del universo silente, es posible que ella solo quisiera repetir su éxito en el sonoro (de hecho, contó para ello con su mismo y genial creador de los efectos especiales: Willis O´Brien). Además, fueron sus posteriores remakes y la cultura popular los que incrementaron esa poesía que ella insinuaba (o la lujuria, en el caso de la versión de 1976).     

   Respecto de la segunda cuestión, es decir, la creación de una nueva saga, debemos señalar que la mismísima King Kong contó con una rápida secuela: El hijo de Kong (Ernest B. Shoedsack, 1933). Esta, en efecto, pese a su baja calidad, nació con el indisimulado propósito de repetir las ganancias de aquella. Por otro lado, su primer remake también fue seguido por una desastrosa continuación, King Kong 2 (John Guillermin, 1986), que se alejaba notablemente de sus postulados, presentando ahora a la media naranja del simio: Lady Kong (¡!). Y hasta el cine japonés lo enfrentó a su monstruo más conocido en King Kong contra Godzilla (Ishiro Honda, 1962), y a una réplica mecánica en King Kong se escapa (Ishiro Honda, 1967). Por consiguiente, si esto nos pareció bien en su momento y lo disfrutamos ahora, ¿por qué no vamos a aceptar hoy un reboot del simio cinematográfico más famoso del planeta?

   Por todo ello, nos encontramos ante una película que nos recuerda que el cine es ante todo entretenimiento. Sin duda, no está a la altura del King Kong original, pero porque desea crear algo nuevo (por favor, ¡esperad a la escena post-créditos!). Tal vez no identifiquemos ahora grandes aciertos en ella, pero ¿quién sabe si dentro de cien años pasará a la historia ese gorila silueteado por el sol, mientras es atacado por los helicópteros americanos? En fin, puro espectáculo.