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domingo, 2 de abril de 2017

Yojimbo (El mercenario)

   Reconozco que siento debilidad por las películas que abordan el tema de la redención. En efecto, me apasionan las historias que presentan a hombres apesadumbrados por su pasado y que, por ello, buscan una manera de redimirse. A mi juicio, es un claro testimonio de la existencia del alma humana, que alberga una conciencia y que requiere del perdón cuando esta ha sido mordida por la culpa.

   Por supuesto, el género por excelencia en este sentido es el western. Ciertamente, tenemos en él grandes ejemplos de largometrajes que describen con detalle la lucha de un alma por obtener la reconciliación. Entre los más destacables, es posible señalar Centauros del desierto (John Ford, 1956), Los siete magníficos (John Sturges, 1960), El jinete pálido (Clint Eastwood, 1985) o Sin perdón (íd., 1992). Pero existe un subgénero algo menospreciado que nos ha ofrecido joyas de esta misma índole; me refiero al chambara, es decir, al cine japonés de samuráis. Y la cinta que mejor lo representa es, sin duda, Yojimbo (El mercenario) (Akira Kurosawa, 1961).




   Yojimbo es el seudónimo de un samurái errante (ronin) que llega a una aldea japonesa. Allí descubre que dos facciones enemigas están enfrentadas entre sí por el control del pueblo. Como él está necesitado de dinero, decide colaborar con una u otra facción, según el sueldo que ambas le prometan. Sin embargo, cierto día descubre que uno de estos bandos ha secuestrado a una madre de familia. A partir de ese momento, el antiguo samurái recordará el oficio tan noble al que había consagrado su vida y resuelve situarse del lado de la justicia.

   Como vemos, nos situamos una vez más en esa trágica esfera de la redención. Efectivamente, la película está protagonizada por un viejo samurái que, o bien ha perdido su honor, o bien ha perdido a su señor. Sea cual fuere la razón de su vagabundeo, es evidente que se trata de un hombre desencantado, puesto que es capaz de venderse al mejor postor para conseguir algo de dinero (sin duda, esta sería una actitud impropia de un samurái convencido). Además, constatamos que está perseguido por su conciencia, puesto que aconseja a sus nuevos vecinos con la sorna propia del que ha experimentado la traición o el desengaño. Sin embargo, como hemos dicho, descubre la forma de liberarse de este peso mediante un buen gesto: reunir a una pobre mujer con su familia.




   Como el samurái del film, todos hemos experimentado alguna vez el peso de nuestra conciencia. Aunque muchas veces este sentimiento ha querido ser disimulado bajo un exceso de culpabilidad, lo cierto es que la traición de ese grito interno es mucho más profunda e hiriente que esta última. Por este motivo, cuando sentimos su dolor, necesitamos de inmediato remediarlo mediante una buena acción o a través del perdón de la persona a la que hemos ofendido. Esto nos conduce a descubrir que no somos meros animales, que actúan por un instinto irracional, sino personas con un alma que debemos cuidar y que nos otorga, por tanto, nuestra dignidad.

   El autor de esta joya es Akira Kurosawa, un cineasta que nos regaló películas tan memorables como Los siete samuráis (1954), La fortaleza escondida (1958) o Sanjuro (1962). Como en Yojimbo (El mercenario), descubrimos en ellas esa necesidad universal del perdón. Pero en esta última cinta quedó expresado de manera tan magistral que fue afrontado de nuevo mediante dos remakes que todo el mundo recordará: Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964) y El último hombre (Walter Hill, 1996). Así pues, nadie debería dejar de verla, ya que no solo influyó notablemente en la historia del cine, sino que también nos dejó un claro testimonio de la existencia y del funcionamiento del alma humana.



domingo, 5 de febrero de 2017

Manchester frente al mar

   Hace unas semanas, afirmábamos que nos encontramos en un período propicio para el buen cine de actualidad (aquí). El motivo es la inminente ceremonia de los Óscar, donde se premia a la mejor película del año. Para formar parte de esta gala, pues, las grandes productoras se reservan estos meses para estrenar sus largometrajes más acariciados. Asimismo, y con esta intención, suelen rodearlos de los factores que habitualmente gustan a los miembros de la Academia, sus anfitriones: corte clásico, actores consagrados, revisionismo histórico y valores norteamericanos.

   Curiosamente, la película que hoy nos ocupa no cumple ninguno de los citados requisitos. Sin embargo, ha entrado en la lista de candidatas al mayor premio otorgado en Hollywood (además de haber obtenido otras cinco nominaciones). El motivo tal vez estribe en su correcta manufactura o en la tragedia que palpita en el fondo de su metraje, más intensa que la del propio guion. Si se trata de esto último, no deja de ser una llamada de atención acerca del inmenso vacío que experimenta el hombre actual. 




   Lee Chandler (Casey Affleck) es un conserje de Boston. Cierto día, recibe una llamada telefónica de su ciudad natal, Manchester, en la que le informan del fallecimiento de su hermano. Rápidamente, se pone en camino hacia allí, puesto que debe organizar el funeral y todo lo relativo a la herencia. Aunque al principio se muestre preparado para asumir cualquier circunstancia, rechaza toda responsabilidad sobre su sobrino. El motivo es que arrastra una tragedia pasada que le impide hacerse cargo de él.

   Como hemos indicado, la película manifiesta claramente su amargo dramatismo, algo que la separa de los gustos de Hollywood a la hora de entregar el Óscar. Para ello, presenta unas actuaciones frías, una fotografía pausada y una música apenas audible (a excepción del momento culminante del metraje, que es acompañado por el famoso adagio de Albinoni). Asimismo, y para reflejar el estado anímico del protagonista, no duda en ofrecer un Manchester grisáceo y nevado, diáfanas alegorías de la pesadumbre y la tristeza. Pero, como anunciábamos, la verdadera tragedia se oculta detrás de estos fotogramas.




   En efecto, la película versa realmente sobre una persona que es incapaz de perdonarse. Este es el motivo por el que, a lo largo del metraje, vemos que no acepta la triste situación que le sobreviene. La muerte de su hermano, por tanto, se le presenta como un drama irresoluto, como un enigma que añade mayor dramatismo a su desdichada existencia. La soledad y el amargor, por consiguiente, se levantan frente al protagonista como un insalvable muro que nadie puede derribar. Incluso cuando tiene la oportunidad de redimirse, la desprecia, puesto que su pena es más profunda que el deseo de liberarse de ella.  

   Precisamente, esta tragedia remite a la necesidad humana de redención. Ya que el hombre es un ser imperfecto y que no actúa conforme al bien que anhela, ora por error, ora por mala intención, clama por la compañía de alguien que lo perdone y que lo guíe. Por desgracia, muchas veces no encontramos quien supla estas carencias, ya que todos se encuentran en la misma situación que nosotros; o bien, como el protagonista de la cinta, nos aferramos a un dolor del que no queremos desprendernos. 

   El cristiano, sin embargo, sabe que esa necesidad es cubierta por Dios. Este, en efecto, enviando a su Hijo, consiguió perdonarnos incluso aquello que nosotros no somos capaces de olvidar. Asimismo, nos concedió el guía imprescindible de nuestra propia existencia. Por tanto, ya no estamos solos en este mundo ni la desesperación tiene cabida, pues incluso la muerte ha sido dotada de un sentido escatológico.




   Al final, es cierto, la película entreabre una puerta a la esperanza, puesto que resalta el valor de la familia. Sin embargo, este es incompleto si no está cohesionado mediante la fe. Ciertamente, pese al amor que experimentamos en el seno familiar, este puede ser quebrado a través del egoísmo o de cualquier otro tipo de mal, como también insinúa el film. En definitiva, pues, quien suple la soledad del hombre, cura sus tristezas e incluso mantiene unida a la familia es el Dios ausente de esta cinta.

   Pese a todo, el largometraje es correcto, aunque imperfecto. Se trata de un buen film, aunque no es magistral. Por eso resulta extraño que la Academia de Hollywood se haya fijado en él. Tal vez, el motivo sea que hace un preciso detalle de la soledad humana y que esta, en el fondo, sea más una urgente llamada de atención a buscar el consuelo que andamos buscando. Este consuelo es ese Dios que guarda silencio durante la proyección y, quizás por eso, los miembros de aquella quieran hacernos ver cuánta necesidad tenemos de Él.


    

jueves, 26 de noviembre de 2015

Minority Report (la serie)

   Anoche tuve la oportunidad de ver el primer episodio de una interesantísima serie de televisión: Minority Report. Como todo el mundo sabe, este nuevo programa está basado en la película homónima de Steven Spielberg estrenada en el año 2002, con Tom Cruise como protagonista, y que, a su vez, el cineasta se inspiró en el relato de Philip K. Dick, El informe de la minoría, publicado en 1956, para llevarla a cabo. En cada una de las obras, el tema fundamental es el problema de la libertad, que está abordado en forma de historia policial y desarrollado en un ambiente futurista muy bien cuidado. Como no he vuelto a ver el film desde el día en que llegó a nuestras pantallas, voy a centrarme en la susodicha serie, que, como he indicado, comparte su temática.
 
 
 
 
   El argumento sitúa la acción en el año 2065, es decir, once después de lo visto en el largometraje de Spielberg. Durante un breve flashback, se nos detalla la biografía de los tres mutantes capaces de prever el futuro, y se nos recuerda la creación de la Unidad del Pre-Crimen y su malogrado destino; asimismo, en un conseguido intento por enlazar la trama con el film, se nos señala que el trío de hermanos citados fue desterrado a un lugar alejado de la sociedad, con el propósito de olvidar todo lo acontecido durante su servicio a la Policía de Washington D.C. No obstante, uno de ellos, Dash, decide continuar ayudando a esta última mediante su capacidad de precognición, por lo que contacta con una agente y le revela los datos de los futuros crímenes que acontecerán en la ciudad.
 
   Uno de los valores indiscutibles de la serie de televisión es el patrocinio de Spielberg, que, como sabemos, ya solo presta su sello cinematográfico de Amblin Entertainment a producciones que él asume como personales (la última vez que lo usó en el cine fue en la entretenidísima Jurassic World, de Colin Trevorrow; y en televisión, en la desafortunada La cúpula, basada en el relato literario de Stephen King); otro es su puesta en escena, que respeta cuidadosamente la mostrada por aquel en su obra, y otra es su argumento, que parece centrarse más en las investigaciones policíacas y en la relación entre la agente y el precog que en los sorprendentes efectos visuales. A mi juicio, sin embargo, plantea demasiado pronto los derroteros que, presumiblemente, van a tomar los siguientes episodios, pues (ojo, spoilers) se nos anuncia cierta confabulación entre dos de los hermanos mutantes y contra el díscolo tercero; además, este último y la agente protagonista se alían con excesiva rapidez, algo que impide un desenvolvimiento más profundo de la idiosincrasia de cada uno de ellos. Pero comprendo que, por rigores televisivos, esto debe ser así, ya que un espectáculo para este medio ha de recabar seguidores en un plazo muy breve de tiempo, y, por lo tanto, no puede disertar todo cuanto quisiera.
 
 
 
 
   Lo realmente interesante de la serie, empero, y como ya hemos señalado arriba, es su acercamiento al problema de la libertad, pues fantasea con la posibilidad de reconocer un hecho futuro, y, de este modo, frustrarlo (en este primer episodio, por ejemplo, el protagonista intenta impedir un asesinato y, posteriormente, un magnicidio). De esta manera, se nos lanza la pregunta de si es ético frenar una posible acción, o, por el contrario, permitirla; más aún, si es moral coartar la libertad del individuo o potenciarla (aunque, como he dicho, no recuerdo muy bien la película, sí conservo en la memoria el prólogo de esta, donde participamos del aborto de un crimen pasional por parte de los agentes policiales). Ciertamente, en la serie no hemos podido ver todavía esta problemática, ya que los criminales son arrestados en el momento de ejecutar su acción, mientras que en el film de Spielberg lo eran antes de acometerlas, algo que, con toda seguridad, será resuelto en futuros casos.
 
   Brevemente, podemos definir la libertad como la capacidad de elección que tiene el ser humano. Es decir, mientras que los animales están definidos para responder con un acto concreto a un estímulo determinado, el hombre encuentra en sí mismo la posibilidad de ofrecer multitud de respuestas a un único problema. Veamos, por ejemplo, el caso de un perro, que es la mascota predilecta de la mayor parte de miembros del género humano: su tendencia a la comida solo puede ser ahogada por su amoroso dueño, que comprueba cómo va engordando por culpa de su malacrianza; o su costumbre de revolcarse en hediondos desechos solamente puede verse corregida por ese mismo amo, que más tarde deberá bañarlo, con el fin de erradicar el incómodo olor. De este modo, pues, es evidente que el susodicho animal nunca podrá elegir alimentarse menos por mor de su preocupante volumen, o tener hábitos más higiénicos, para ahorrarle a su servicial dueño ulteriores esfuerzos; es decir, siempre actuará del mismo modo. No así el hombre.
 
 
 
 
   En su libro Ética para Amador, el filósofo Fernando Savater propone una cosa similar a la expuesta arriba; para ello, presenta el ejemplo de las termitas africanas, que salen a combatir contra las hormigas gigantes cuando estas, tras constatar el derrumbamiento de la fortaleza de aquellas, procuran apoderarse de ella. Según relata en su obra, las primeras defienden con tanto ardor su hogar, que no dudan en colgarse del cuello de las segundas, para frenar su marcha, a pesar de que estas últimas hagan uso de sus potentes mandíbulas, para devorar a aquellas. Afirma, además, que las otras termitas, destinadas a reparar el termitero caído, son tan diligentes que, no bien concluyen su empeño, dejan fuera a sus defensoras, de manera que queden al albur de los insectos enemigos. Para concluir, el autor se cuestiona si las valientes termitas merecerían un reconocimiento por su acción, ya que se han sacrificado por el bien común; sin embargo, y antes de aguardar a una posible contestación por parte del lector, él mismo se responde: "A diferencia de otros seres vivos, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y, como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles". 
 
   De este modo, nos encontramos que el hombre posee una capacidad superior a la de cualquier otro ser, pues no está predeterminado para una acción concreta, sino que puede responder a esta con su inventiva (continuando con el ejemplo propuesto por Savater, es por ello que una acto humano puede, y debe, ser recompensado, ya que es fruto de una deliberación y de un vencimiento sobre la opción contraria). Es posible que esto se deba, como afirmaba otro autor, Ortega y Gasset, a la ausencia de instintos en él, o, parafraseándolo con mayor autoridad, a los muñones de instintos que posee. Ciertamente, podemos hablar de algún instinto en la especie humana, como el de succión en los bebés o, tal vez, ese manido "instinto de supervivencia" (este último, cogido por los pelos), pero no es lícito aludir a una verdadera programación en cada uno de nosotros, pues cada individuo está capacitado para actuar conforme a su propia decisión.
 
 
 
 
   Ello nos lleva a retomar el asunto ofrecido por la serie (o por el largometraje). En este último, como decíamos, podíamos ver a un hombre que descubre a su esposa engañándolo con otra persona; airado por la situación, cogía un cuchillo de la cocina con el fin de clavárselo a ambos y, así, vengar su honor. No obstante, cuando se disponía a hacerlo, aparecían los policías de la Unidad del Pre-Crimen, y era arrestado... ¡por un delito que aún no había cometido! Según lo que hemos visto, esta forma de actuar es ilógica, ya que obvia la naturaleza libre del ser humano, que no tiene por qué responder del mismo modo a un estímulo concreto; es decir, puede asesinar a su adúltera compañera, pero también tascar el freno de la pasión criminal, aunque esta lo corroa (volviendo al caso de la serie, no estamos hablando de crímenes abortados en el momento mismo de la ejecución, sino de posibles delitos que ni siquiera han sido pergeñados). 
 
   Podemos afirmar, por último, que la sede de dicha libertad se encuentra en alma espiritual, dimensión exclusiva del ser humano, que, como ya hemos insinuado a lo largo de todo el texto, descubre en ella algo más que un mero principio de vida. Por este motivo, esa misma libertad anímica es capaz de llenar de virtud o de pervertir al hombre que la posee, pues la acción que él elija tendrá unas consecuencias negativas o positivas para su propia biografía (en este sentido, es recomendable acercarse al clásico El retrato de Dorian Gray, dirigido por Albert Lewin en 1945). Finalmente, si nos atenemos a los postulados de este último film, podemos entender que no solo la persona que realiza actos buenos o malos se ve influenciado por ellos, sino que también la mismísima sede de la libertad, que es el alma, se ve afectada, perfeccionándose con los primeros y envileciéndose con los segundos; de manera que podemos asegurar que, mientras tienda en mayor medida a las buenas acciones, mayor libertad alcanzará y mayor virtud obtendrá, padeciendo exactamente lo contrario, si elige las acciones opuestas .
 
   ¡Ojalá esta nueva serie profundice en estos asuntos de vital importancia para el hombre de hoy, que desconoce sus propias capacidades o que las supedita a un simple libertinaje, haciendo un uso incorrecto de ese don de la libertad!     
 
 
 

viernes, 26 de junio de 2015

El problema del hombre


   Con el fin de preparar el inminente estreno de Terminator: Génesis, y para hacer honor al curioso título con que esta se nos presenta, he recorrido los orígenes de la saga, viendo de nuevo las cuatro películas que hasta el momento la componen, cosa que no hacía desde que vi en el cine la última de todas ellas. Esta es una buena costumbre, pues no solo refresca la memoria del espectador de cara a la siguiente entrega, sino que también le ayuda a acercarse a aquellas con la madurez y la experiencia que le otorga el inexorable paso del tiempo; así, en películas que podría presuponer trilladas, es capaz de descubrir aportes que pasaron inadvertidos en un primer visionado, pero que ahora se le abren ante los ojos como inéditas versiones de la misma historia.

   Como es sabido por todos, Terminator postula que, en un futuro no muy lejano, los hombres se deberán enfrentar a las máquinas, que, tras una guerra nuclear instigada por ellas mismas, tendrán como único objetivo la dominación total del planeta. Por fortuna, el bando humano cuenta con el liderato de John Connor, cuyas artimañas ponen constantemente en jaque a sus enemigos. Pero estos han descubierto la capacidad de viajar en el tiempo, por lo que envían al pasado un exterminador, es decir, un mercenario metálico programado para asesinar a la madre de aquel, Sarah Connor, de manera que este nunca venga al mundo, y, por consiguiente, las máquinas puedan ejercer su absoluto control sobre él. A su vez, los soldados de la Resistencia, que también conocen la posibilidad de trasladarse en el tiempo, envían a un miembro de sus filas, para que custodie a aquella y, por tanto, sigan contando con la presencia de su caudillo en el porvenir. Pero como el cibernético asesino no logra su objetivo, la trama se complica y se prolonga a lo largo de otras tres películas, aunque alcanzará su colofón, según parece, en esta de cuyo estreno hemos hablado arriba.

   En el aspecto netamente cinematográfico, debemos reconocer la valía de los dos primeros títulos, pues, a pesar de los años que ya pesan sobre ellos, continúan ofreciendo un espectáculo de acción y entretenimiento muy bien dirigido. Este buen hacer se manifiesta sobre todo en Terminator 2: el juicio final, película que no se limita a repetir los cánones que condujeron al éxito a su predecesora, sino que se atreve a profundizar en las casuísticas temporales y afectivas de un guión sencillo; además, deja asomar tímidamente la eterna problemática del hombre, muy presente en los relatos de la ciencia-ficción contemporánea. Por desgracia, este honroso testigo no fue recogido por Jonathan Mostow y su tercera entrega, que expone con nula originalidad una mezcla de ideas de las otras dos; y aunque Terminator Salvation elevó un poco el decaído nivel, la saga dio con ella muestras de estar acabada.

   Sin embargo, y a la espera de ver si el prometedor reboot agarra por las orejas el conejo que miraba desde la chistera de T2, esta última película ya le dio su pábulo, preguntándose cuál es la esencia del ser humano. Si recordamos, Terminator Salvation está protagonizada por un cíborg que desconoce su naturaleza robótica, por lo que se comporta de manera espontánea como un hombre corriente. Como sus ignaros creadores lo programaron para reunirse con ellos en un determinado punto estratégico, es perseguido por la incómoda sensación de caminar hacia él sin identificar el porqué. En su andadura, conoce los sentimientos de la lealtad, del valor y de la amistad, rozando incluso el del amor y el de la tristeza. Finalmente, cuando es arrestado por la Resistencia, descubre su auténtico origen, hallazgo que lo lleva a cuestionarse sobre su propio ser.

   La película, por tanto, plantea que existe una diferencia muy pequeña entre el hombre y la máquina, y que esta se irá reduciendo a medida que los autómatas evolucionen y experimenten emociones similares a las humanas. Ciertamente, esta aseveración puede parecer arriesgada, ya que nos resulta impensable e imposible que un robot cualquiera sienta las mismas pasiones que un ser humano, más aún las del odio o el amor (acerca de esta materia, recomiendo el visionado de un humilde e interesante film titulado Sueños eléctricos); pero la verdad es que la técnica avanza a una velocidad tan asombrosa que aquel límite puede llegar a ser puesto en entredicho. Imaginemos que un sofisticado androide es pertrechado de un simple termómetro y que, a la vez, es programado para que, cuando este baje a una determinada temperatura, se vea sacudido por esporádicas vibraciones y busque un lugar cálido donde el mercurio vuelva a subir: ¿acaso un hombre no está predeterminado de alguna manera para que, al sentir frío, tiemble y busque cobertura? Si es así, ¿en qué se diferencia uno de otro? Posiblemente, el lector conozca la respuesta, aunque no sepa argumentarla; sin embargo, es conveniente sentar las bases de una postura adecuada, pues de esta depende el concepto mismo del hombre.
 
 

   Todo el mundo recuerda la definición que acuñó el filósofo Platón para el concepto que nos ocupa: “Ser bípedo implume”; a la vez, es posible que todo el mundo evoque el modo en que el anárquico Diógenes refutó dicha tesis: tras despojar a una gallina de su plumaje, la arrojó en medio de la gente, para que corretease entre ella con sus dos patas. Y es que, verdaderamente, el ser humano trasciende lo físico, por lo que no puede ser identificado en exclusiva con su apariencia, que, como hemos visto, puede ser imitada (recordemos también los replicantes de Blade Runner o el entrañable protagonista de Inteligencia artificial). En su interior, por el contrario, el hombre percibe signos que apuntan a una realidad espiritual irrenunciable, que lo acompaña desde su nacimiento hasta el final de sus días: la apertura a la verdad, la complacencia en la belleza, el sentido del bien moral, la libertad, la voz de su conciencia y la aspiración al infinito y a la dicha. A esa realidad que sirve como base para las citadas aperturas, el hombre la denomina “alma”.

    La Iglesia define el término “alma” como “la semilla de eternidad que el hombre lleva en sí” (Gaudium et spes, 18. 1), y esta está tan unida a su cuerpo que debe ser considerada como su propia forma; es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente. Bien es cierto que ello nos puede llevar a colegir que todo ser dotado de vida goza asimismo de un principio inmaterial que le da forma, como ocurre con el hombre, por lo que aquella no sería patrimonio exclusivo de este, y, por tanto, resultaría inútil para nuestro propósito de identificar la nota distintiva del ser humano. A este aparente inconveniente, sin embargo, respondió ya el filósofo Aristóteles, otorgando un tipo de alma a cada ser vivo: la vegetativa, que permite las funciones vitales básicas, como la reproducción, el crecimiento y la nutrición, a las plantas; la sensitiva, que capacita para la percepción, el apetito o el deseo y el movimiento, a los animales, y la intelectiva, caracterizada por la voluntad y el entendimiento, al hombre.

   A diferencia de esos principios de vida específicos de cada ser animado, el alma humana no muere con el cuerpo, sino que, como hemos visto, lo trasciende, pues encierra en sí unos deseos de eternidad y felicidad impropios de aquellos otros. Ello no quiere decir en absoluto que el alma inmortal, por un lado, y el cuerpo mortal, por el otro, sean naturalezas diversas que se encuentren contingentemente unidas en el hombre, sino que, al revés, dicha unión constituye una única naturaleza, y, por tanto, su misma esencia. Por este motivo, el citado filósofo define al hombre como un compuesto de alma y cuerpo, acepción que más tarde sería ampliada por Boecio y santo Tomás de Aquino mediante el siguiente axioma: “Sustancia individual de naturaleza racional”.

   Nos encontramos, pues, frente a una dimensión sobrenatural del hombre que este no ha podido otorgarse a sí mismo, pues del orden físico no se puede inferir otro de carácter propiamente espiritual; es decir, mientras que la apariencia de un ser humano depende en gran medida de la herencia legada por sus progenitores, el alma no parece que sea fruto de la misma, pues algo material no puede engendrar algo espiritual. Por otro lado, y como ya hemos visto, el alma humana goza de la inmortalidad, característica que el cuerpo al que da forma no le ha podido conceder, pues él mismo carece de ella. El hombre, entonces, deduce la necesaria existencia de un ente que comparte la naturaleza espiritual del alma, pero que, a la vez, la trasciende, pues ha de ser mayor que ella para poder crearla. Dicho ente es Dios.

   Esta deducción es fundamental en el camino del hombre para reconocer su propia esencia: al determinar que su alma ha sido creada por Dios, comprende que también lo ha hecho partícipe de su vida divina e inmortal. Este descubrimiento señala, a su vez, una verdad más alta, pues si Dios, que es omnipotente y eterno, se abaja hasta el punto de comunicar su naturaleza a una criatura limitada y finita, significa que ama expresamente a esa criatura y que, por consiguiente, anhela compartir con ella su eternidad. De este modo, el hombre advierte que, para formar parte de esa realidad, debe corresponder con amor al que por amor lo ha creado.

   El alma espiritual es, por tanto, ese punto específico que hace del hombre un ser distinto de los demás. Volviendo, así, al ejemplo del cíborg programado para experimentar el frío y reaccionar a él conforme lo haría una persona, esta siempre estará por encima de aquel, pues encierra en su interior esa semilla de eternidad que es, a la vez, prueba del amor y de la predilección de Dios. Esto último es también el fundamento de la dignidad de cualquier miembro de la especie humana; es decir, al ser fruto del amor divino y al albergar en sí esa aspiración a lo infinito, el hombre no debe ser tratado del mismo modo que una máquina, la cual puede ser objeto de desecho cuando ha cumplido la función para la que ha sido programada o cuando ya no es capaz de llevarla a cabo por antigüedad o disfunción. Por desgracia, la sociedad de hoy parece haber olvidado esto, ya que contempla al hombre como si de una máquina se tratase, pues elimina a los que considera inservibles y potencia a los que mayor rendimiento obtienen.

   Al final, en los últimos minutos de su metraje, Terminator Salvation postula que la diferencia del hombre con respecto a la máquina estriba en su corazón, que es capaz de amar y de entregarse. El mundo actual, extremadamente secularizado, ha sustituido el término “alma” por este otro de “corazón”, atribuyendo a este órgano las aptitudes de aquella; pero el corazón, aun siendo rodeado por esa aura espiritual que la gente hoy le concede, nunca alcanzará la importancia que, según hemos visto, posee el alma. Más que nada, esto indica que el hombre, que en la actualidad ha relegado a Dios de su vida, lo sigue sin embargo necesitando, por lo que se ve obligado a inventar sucedáneos que suplan esta ausencia. Pero esto será considerado en otra ocasión.