Si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Esa es la mejor (y más triste) conclusión que extraigo después del ver el último trabajo del gran Clint Eastwood. Ciertamente, la película está sufriendo diatribas de todo tipo, incluso hay quien la tilda de ser la peor de toda la filmografía de su director; sin embargo, ello responde a la conclusión que ya he expuesto: si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Porque, si viviéramos en un país decente, sabríamos reconocer el homenaje que hay detrás de cada fotograma de este film, del orgullo que siente su autor por los protagonistas del mismo y del ejemplar mensaje de esperanza que nos transmite con él; pero, como no vivimos en un país decente, ni Ignacio Echeverría tiene una película como esta, ni la mayor parte del público ha sabido detectar la grandeza que ostenta sin rubor este largometraje.
A estas alturas, todo el mundo sabe que 15:17. Tren a París (Clint Eastwood, 2018) narra la hazaña de tres norteamericanos que, en agosto de 2015, consiguieron frustrar un atentado terrorista a bordo del tren que los llevaba a la capital francesa. Pero, como esta gesta solamente ocupa un tercio del metraje total, el film también se centra en la amistad que une a estos héroes, mostrándonoslos así desde que se conocen en el colegio hasta que se reúnen en Europa, donde tiene lugar su proeza. De esta manera, y gracias a ello, conocemos tanto los intereses de cada uno como, sobre todo, sus más profundas motivaciones; en este sentido, vemos cómo uno de los protagonistas, Spencer Stone (interpretado por él mismo), reza continuamente la famosa oración de san Francisco de Asís: "Señor, haz de mí un instrumento de tu paz". Una de las particularidades de la película es, de hecho, que está protagonizada por los mismos jóvenes que frustraron el atentado, una decisión del mismo Eastwood que logra reforzar la idea que nos quiere transmitir: la heroicidad anónima.
En efecto, a nadie se le oculta que, desde que rodara su magistral Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), Clint Eastwood ha sentido la necesidad de utilizar el cine como un medio para ofrecerle al espectador un retrato de las vidas ejemplares de algunos personajes ilustres: con Invictus (id., 2009), la de Nelson Mandela (que la vida de este sea ejemplar o no, es discutible, pero es indudable que Eastwood la considera así); con J. Edgar (id., 2011), la de Edgar Hoover, que afrontó la modernización del FBI, la institución americana por excelencia. Pero tampoco es un secreto que, en sus últimas cintas, ha preferido relatar las hazañas de personas que, aun siendo desconocidas, son tan dignas de admiración como aquellos: en El francotirador (id., 2014), la del soldado Chris Kyle, que defendió a su país lejos de las fronteras del mismo; en Sully (id., 2016), la del piloto comercial Chesley Sullenberger, que arriesgó su vida para salvar la de sus pasajeros. Y es que esta capacidad humana de vencer el egoísmo personal (el "sálvese quien pueda") en aras de un bien mayor (la vida del prójimo) ha cautivado al autor de Sin perdón (id., 1992), que, en 15:17. Tren a París, da un paso más.
Ciertamente, si en las citadas películas, El francotirador y Sully, Eastwood nos relataba la heroicidad de sus protagonistas, aquí nos desgrana qué lleva a estos tres norteamericanos a ser los héroes del tren de París. Con este propósito, pues, se remonta a su niñez, en la que podemos comprobar la importancia que tuvo para ellos tanto la amistad como el amor familiar, la educación religiosa como la fe cristiana, y el amor a su país como el respeto a sus defensores (a la sazón, las Fuerzas Armadas), pues todos estos factores les enseñaron que no existe un mayor gesto de amor a los demás que la entrega de la propia vida (una idea que, por otro lado, el mismo director ya había expuesto en la citada Gran Torino). De esta manera, y para Eastwood (también para el que esto suscribe), un héroe no nace de la nada, sino que se ha ido forjando a lo largo de su existencia, puesto que, si una persona no ha sido capaz de amar desde niño, de ser generoso o de respetar al prójimo, ¿cómo va a entregar su vida por este último cuando le sea requerido? Más bien al contrario, y como decíamos arriba, hará suya la expresión "sálvese quien pueda" y pondrá pies en polvorosa. Por tanto, la tan criticada idea del director de mostrarnos la infancia de estos héroes resulta más que necesaria, puesto que así comprendemos mejor esos quince minutos finales, que jamás habrían tenido lugar si no hubieran sido héroes desde niños (al hilo de esto, es un acierto que la cinta esté interpretada por los personajes reales, ya que otorga plenitud a la idea del héroe anónimo, que no tiene la cara de Tom Hanks ni la de Bradley Cooper, sino la de uno que se cruza por la calle con cualquiera de nosotros).
Por desgracia, y como anunciábamos al principio de este texto, dicho concepto, que forma parte inherente del ADN norteamericano, es deplorado por la España (y por la Europa) de nuestro tiempo, que ya no es generosa, amorosa ni alegre, y que, por tanto, abomina de la idea del héroe (podemos intuir una crítica a esta actitud en el metraje de la cinta, cuando un guía turístico alemán acusa a los americanos de ponerse más medallas de las que les corresponden). En efecto, y como si de un cumplimiento profético se tratase, todas las críticas negativas que la película está cosechando van en el sentido de considerarla "muy facha", "extremadamente religiosa", "tradicional" o "militarista", que son, precisamente, los factores que potencian esa generosidad en el ser humano: el patriotismo (el amor a mi país y a la gente que lo conforma), la religión (¿hace falta recordar que Cristo entregó su vida por nosotros y que nos dijo que nosotros hiciéramos lo mismo?), la familia (donde aprendo a respetar a mis mayores, a querer a mis iguales, a perdonar, a compartir y etcétera) y el Ejército (donde hago patente ese amor y esa entrega por mi país y por la gente que lo conforma). Sin duda, esto responde a la actitud egoísta que hemos acogido como valor primordial y en la que ya no tiene cabida el otro como un bien en sí mismo, sino como un medio para mi propio disfrute o satisfacción (este egoísmo está presente incluso bajo la capa de romanticismo con la que hoy barnizamos el amor: "me siento bien contigo", en vez de "qué bueno es que tú existas").
Por eso, si viviéramos en un país decente, tanto el espectador como los críticos especializados habrían reconocido que la película habla sobre el amor al prójimo, que está presente en el gesto heroico de los tres protagonistas de la cinta; habrían comprendido que ellos mismo están llamados a entregar su vida cotidianamente por los suyos, y que eso, de paso, se aprende desde niño (nadie criticó en este sentido Boyhood, que relata detalladamente la infancia de sus protagonistas... ¡sin que pase nada y tienda a nada!), y habrían visto a la postre que se trata de una rúbrica perfecta de la filmografía de Eastwood, cuyas últimas películas pretenden darnos a conocer la figura del héroe. Por eso decíamos arriba que, si viviéramos en un país decente, nos indignaríamos ante la posibilidad desperdiciada de ver un largometraje sobre la gesta de Ignacio Echeverría, que cumple con esos requisitos que el autor de 15:17. Tren a París (y el sentido común) propone: una persona que entrega generosamente su vida por los demás. Pero, como no vivimos en un país decente, sino en uno que ha abrazado el egoísmo como norma de vida, nunca veremos un film que detalle su proeza.
En efecto, a nadie se le oculta que, desde que rodara su magistral Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), Clint Eastwood ha sentido la necesidad de utilizar el cine como un medio para ofrecerle al espectador un retrato de las vidas ejemplares de algunos personajes ilustres: con Invictus (id., 2009), la de Nelson Mandela (que la vida de este sea ejemplar o no, es discutible, pero es indudable que Eastwood la considera así); con J. Edgar (id., 2011), la de Edgar Hoover, que afrontó la modernización del FBI, la institución americana por excelencia. Pero tampoco es un secreto que, en sus últimas cintas, ha preferido relatar las hazañas de personas que, aun siendo desconocidas, son tan dignas de admiración como aquellos: en El francotirador (id., 2014), la del soldado Chris Kyle, que defendió a su país lejos de las fronteras del mismo; en Sully (id., 2016), la del piloto comercial Chesley Sullenberger, que arriesgó su vida para salvar la de sus pasajeros. Y es que esta capacidad humana de vencer el egoísmo personal (el "sálvese quien pueda") en aras de un bien mayor (la vida del prójimo) ha cautivado al autor de Sin perdón (id., 1992), que, en 15:17. Tren a París, da un paso más.
Ciertamente, si en las citadas películas, El francotirador y Sully, Eastwood nos relataba la heroicidad de sus protagonistas, aquí nos desgrana qué lleva a estos tres norteamericanos a ser los héroes del tren de París. Con este propósito, pues, se remonta a su niñez, en la que podemos comprobar la importancia que tuvo para ellos tanto la amistad como el amor familiar, la educación religiosa como la fe cristiana, y el amor a su país como el respeto a sus defensores (a la sazón, las Fuerzas Armadas), pues todos estos factores les enseñaron que no existe un mayor gesto de amor a los demás que la entrega de la propia vida (una idea que, por otro lado, el mismo director ya había expuesto en la citada Gran Torino). De esta manera, y para Eastwood (también para el que esto suscribe), un héroe no nace de la nada, sino que se ha ido forjando a lo largo de su existencia, puesto que, si una persona no ha sido capaz de amar desde niño, de ser generoso o de respetar al prójimo, ¿cómo va a entregar su vida por este último cuando le sea requerido? Más bien al contrario, y como decíamos arriba, hará suya la expresión "sálvese quien pueda" y pondrá pies en polvorosa. Por tanto, la tan criticada idea del director de mostrarnos la infancia de estos héroes resulta más que necesaria, puesto que así comprendemos mejor esos quince minutos finales, que jamás habrían tenido lugar si no hubieran sido héroes desde niños (al hilo de esto, es un acierto que la cinta esté interpretada por los personajes reales, ya que otorga plenitud a la idea del héroe anónimo, que no tiene la cara de Tom Hanks ni la de Bradley Cooper, sino la de uno que se cruza por la calle con cualquiera de nosotros).
Por desgracia, y como anunciábamos al principio de este texto, dicho concepto, que forma parte inherente del ADN norteamericano, es deplorado por la España (y por la Europa) de nuestro tiempo, que ya no es generosa, amorosa ni alegre, y que, por tanto, abomina de la idea del héroe (podemos intuir una crítica a esta actitud en el metraje de la cinta, cuando un guía turístico alemán acusa a los americanos de ponerse más medallas de las que les corresponden). En efecto, y como si de un cumplimiento profético se tratase, todas las críticas negativas que la película está cosechando van en el sentido de considerarla "muy facha", "extremadamente religiosa", "tradicional" o "militarista", que son, precisamente, los factores que potencian esa generosidad en el ser humano: el patriotismo (el amor a mi país y a la gente que lo conforma), la religión (¿hace falta recordar que Cristo entregó su vida por nosotros y que nos dijo que nosotros hiciéramos lo mismo?), la familia (donde aprendo a respetar a mis mayores, a querer a mis iguales, a perdonar, a compartir y etcétera) y el Ejército (donde hago patente ese amor y esa entrega por mi país y por la gente que lo conforma). Sin duda, esto responde a la actitud egoísta que hemos acogido como valor primordial y en la que ya no tiene cabida el otro como un bien en sí mismo, sino como un medio para mi propio disfrute o satisfacción (este egoísmo está presente incluso bajo la capa de romanticismo con la que hoy barnizamos el amor: "me siento bien contigo", en vez de "qué bueno es que tú existas").
Por eso, si viviéramos en un país decente, tanto el espectador como los críticos especializados habrían reconocido que la película habla sobre el amor al prójimo, que está presente en el gesto heroico de los tres protagonistas de la cinta; habrían comprendido que ellos mismo están llamados a entregar su vida cotidianamente por los suyos, y que eso, de paso, se aprende desde niño (nadie criticó en este sentido Boyhood, que relata detalladamente la infancia de sus protagonistas... ¡sin que pase nada y tienda a nada!), y habrían visto a la postre que se trata de una rúbrica perfecta de la filmografía de Eastwood, cuyas últimas películas pretenden darnos a conocer la figura del héroe. Por eso decíamos arriba que, si viviéramos en un país decente, nos indignaríamos ante la posibilidad desperdiciada de ver un largometraje sobre la gesta de Ignacio Echeverría, que cumple con esos requisitos que el autor de 15:17. Tren a París (y el sentido común) propone: una persona que entrega generosamente su vida por los demás. Pero, como no vivimos en un país decente, sino en uno que ha abrazado el egoísmo como norma de vida, nunca veremos un film que detalle su proeza.