Es curioso ver cómo el cine sobre la persecución religiosa en España
brilla por su ausencia. Ciertamente, hoy tenemos cintas que han procurado
subsanar este error –Bajo un manto de
estrellas, Poveda, Un Dios prohibido…–, pero ni por asomo
conforman una minoría significativa. De este modo, y por ejemplo, mientras que el
cinéfilo aficionado puede elegir entre las innumerables películas que versan
sobre el Holocausto –y eso es encomiable–, tiene muy pocas opciones a la hora
de ver una sobre la mentada persecución (y eso que se trata quizás del mayor
genocidio cristiano de la historia de la humanidad).
En época de Franco no fue mejor, puesto que solo dos largometrajes se
hicieron eco de ella: Raza y Cerca del cielo. La primera, en solo una
escena, donde se muestra cómo son asesinados varios monjes; la segunda,
financiada exclusivamente por la Acción Católica Española, que se avergonzaba
de que este genocidio hubiera sido silenciado[1].
Quizás debamos encontrar el motivo de esto en la ola de reconciliación que inundó el
país (sí, de reconciliación, no de venganza), a la que se sumó de inmediato el
séptimo arte. Y así, como no se debía hurgar en la herida que había dejado la
guerra, sino restañarla, todas las películas de entonces se produjeron en ese
sentido (véase Frente de Madrid, que
aquí ya hemos analizado).
Pero la persecución religiosa en tiempos de la Segunda República y la
Guerra Civil había sido una realidad, por lo que no se podía pasar por alto,
pese a la directriz indicada. Es por ello que uno de los mejores cineastas de
nuestra nación, José Luis Sáenz de Heredia[2],
quiso plasmarla en un cortometraje: Vía
crucis del Señor en las tierras de España (1940). Hoy se trata de una obra prácticamente
–o totalmente– olvidada, pero que, como casi todo lo que él tocó, demuestra el
genio artístico que siempre mantuvo y la fortaleza ideológica de la que
constantemente hizo gala.
De incuestionable importancia para conocer la historia española de
principios del siglo XX (esa misma que hoy se pretende olvidar –o peor aún,
modificar–), este cortometraje-documental se posiciona sin tapujos a favor del
concepto teológico que alentó a los miembros del bando nacional: la cruzada. En
efecto, conmovido por los estragos causados por el Ejército Republicano entre
los católicos de España, el cardenal Isidro Gomá no vaciló ni por un instante
en denominar así a la misión de liberación que tenían aquellos. Es por ello
que, nada más empezar el metraje, se especifica lo siguiente: «Para constancia
del dolor que hicieron las furias del comunismo al Señor en su santa Iglesia
española».
Y es que, ciertamente, como la Iglesia es el cuerpo de Cristo, este
volvió a padecer en España el mismo viacrucis que en Jerusalén lo había
conducido al Calvario y a la muerte (aquella vez, instigado por judíos y
romanos; esta, por comunistas y republicanos; en ambas ocasiones, con idénticos
odio y saña). Por este motivo, Sáenz de Heredia recurrió a esta célebre
devoción para demostrarlo, equiparando cada una de las catorce estaciones[3]
a las diferentes vejaciones sufridas por los cristianos en tiempos de la República
y la Guerra Civil. Y para mayor impacto visual del espectador, aprovecha
imágenes de archivo y fotografías de la época para acompañar a cada una de las
citadas estaciones: de este modo, podemos constatar en primera persona la quema
de conventos, la matanza de sacerdotes y monjas, la profanación de tumbas o el famoso
–aunque triste– fusilamiento del monumento al Sagrado Corazón del cerro de los
Ángeles.
Todo ello manifiesta que en España padecimos quizás el mayor genocidio
cristiano de la historia de la Iglesia (superior incluso al vivido en tiempos
del Imperio romano y al padecido en México durante los años 20). Sin embargo,
hoy –como ayer– se quiere silenciar (antaño, por razones conciliadoras; hogaño,
por motivos ideológicos), o peor aún, modificar y aun justificar. Y es que no
son pocos los historiadores y políticos que, de aceptar la existencia de la
persecución religiosa española, minimizan su alcance hasta extremos irrisorios
o defienden que la Iglesia tenía un poder que el pueblo le debía arrebatar.
Pero ¿qué poder podían tener unas monjas que rezaban en la clausura de su monasterio,
como indica la primera imagen del film?, ¿o de qué peso político iba a gozar el
sacerdote que atendía el culto de su parroquia o las personan que asistían a él?,
¿o qué autoridad –y esta, moral– podría tener un obispo más allá de los límites
de su diócesis?
Por tanto, Viacrucis del Señor en
las tierras de España es el testimonio perfecto de una parte muy negra de la
historia de nuestra patria. Sus imágenes nos recuerden el dolor padecido por la
Iglesia a manos de sus enemigos (esos mismos que hoy quieren que nos olvidemos
de ello), pero al mismo tiempo nos indican aquellas palabras del Evangelio en
las que debemos enraizar nuestra esperanza: «Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la
derrotará» (Mt 16, 18).
[1] Además,
procuró potenciar con esta cinta la beatificación de Anselmo Polanco, obispo de
Teruel, que había sido ejecutado en Barcelona por los milicianos.
[2] Otro de
los autores denostados en la actualidad: pese a haber dirigido grandes películas
de nuestro celuloide –Historias de la
radio, Raza, El indulto, ¡Se armó el
belén!–, es más recordado por su vinculación familiar con el fundador de la
Falange y por su compromiso político con el general Franco.
[3]
Recordemos que, antes de la reforma del papa san Juan Pablo II en 1991, este
era el número de estaciones que componían el viacrucis (la decimoquinta de
ahora sería la resurrección del Señor).
Si recordáis, en mi último artículo me quejaba de que la corrección
política censura hoy sin reparos las películas que los cinéfilos podemos ver
legalmente en la red. Este veto es mayor si determinadas cintas han sido rodadas
en épocas de las que actualmente, no sin razón, abominamos. Para ello os ponía
el ejemplo de El flecha Quex, que
pese a ser un gran film, se nos obliga a prescindir de él por el simple hecho
de haber sido grabado durante el nazismo (asimismo, y como consecuencia, se nos
impele a prescindir de sus valores artísticos e históricos, que también los
tiene).
De la misma manera, os indicaba que esta prohibición es flagrante en nuestro
país, donde, para menospreciar el celuloide de antes, se ha acuñado el término
“franquista”. De este modo, pues, el espectador ya da por hecho de que se trata
de un tipo de cine cutre y propagandístico, destinado a adoctrinar al pueblo
español de entonces (que, por supuesto, es tildado de ignorante). Pero esta es
una idea tremendamente injusta, ya que, a diferencia de lo que se pueda pensar,
en aquella época se realizaron filmes de muy buena manufactura, que en no pocas
ocasiones incluso supera con creces a la de las cintas españolas actuales. Y
para ejemplificarlo, hoy me gustaría presentaros Frente de Madrid (Edgar Neville, 1939).
En efecto, la película narra una historia ambientada en las postrimerías
de la Guerra Civil, concretamente, y como su título indica, en el frente de
Madrid. Allí, un falangista del bando nacional quiere ver a su novia, a la que
no visita desde el estallido del conflicto. Para ello, se ofrece como
voluntario en una misión secreta, que consiste en internarse como miliciano en
las filas del Ejército Rojo. Gracias a ello, pues, no solo podrá reunirse de
nuevo con su prometida, sino que también comprobará de primera mano los
estragos causados por el enfrentamiento fratricida en la capital de España.
Para empezar, debemos decir que, lejos de lo que hoy se nos hace creer,
el mal llamado cine franquista no abundó en cintas sobre la Guerra Civil (más
aún, incluso la industria de entonces recibió serias quejas de muchas
instituciones por no hacerlo[1]);
al contrario, intentó pasar página muy pronto, ofreciendo sobre todo dramas
costumbristas que, eso sí, podían tener el conflicto como telón de fondo (a fin
de cuentas, era una realidad que todos habían vivido). Ello no obsta, por
supuesto, para que también se realizaran películas de carácter bélico, como es
normal después de un enfrentamiento armado: Sin
novedad en el Alcázar (que no es española, sino italiana), El crucero Baleares, Rojo y negro, El santuario no se rinde… Pero, a pesar de que sean archiconocidas,
no conformaron ni una triste minoría.
Lo más característico de la época es que no se trataba de un celuloide
sectario, como el que hoy prolifera en nuestras pantallas. Así es, en la
actualidad se ruedan en España mayor número de películas sobre la Guerra Civil
que entonces, y suelen ser tan tendenciosas que se apartan por completo de la
realidad. De este modo, los bandos enfrentados se han convertido en una mera
ficción –por no decir una parodia– de sí mismos: el nacional es tan malo que
más parece un villano de cómic que un ejército en liza, mientras que el
republicano es tan bueno que uno se pregunta por qué estalló el enfrentamiento.
En el cine de entonces, empero, que evidentemente también era tendencioso,
buscaba acercarse a la verdad de manera más honesta, mostrando el modus operandi de ambas facciones,
incidiendo en que fue una tragedia entre hermanos y buscando la reconciliación entre
ellos (v. gr., el final de esta película)[2].
En cuanto al valor artístico de esta cinta, podemos citar el
neorrealismo. Entendemos como neorrealista el cine que nació en Italia tras el
fin de la Segunda Guerra Mundial, que tenía como objetivo denunciar el estado en
que había quedado el país después de la misma. Para ello, mostraba historias
creíbles y reales acontecidas durante el conflicto, y era rodado en los
escenarios naturales de las urbes, derruidas por los bombardeos. La primera
película en hacerlo fue Roma,
ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945), por lo que se considera la pionera del género. Sin embargo, una década antes se
había estrenado Frente de Madrid, que
también mostraba el estado en que había quedado la capital de España tras la
Guerra Civil, y narraba una historia real y creíble acontecida durante el
conflicto. Entonces, ¿por qué no se considera la primera película neorrealista
de la historia? La respuesta es fácil: el franquismo.
En efecto, como hemos señalado, al cine de antes se le cuelga el
sambenito de “franquista” para que el espectador no entre a valorar sus cualidades
artísticas, sino que, por el contrario, crea que es un tipo de celuloide
perverso y adoctrinador, del que no pudo salir nada bueno. De este modo, y pese
a que la película que estamos analizando cumple los requisitos necesarios para
ser la la inauguradora del neorrealismo, se deplora en favor de la italiana. El
motivo es solo político: ¿cómo Frente de
Madrid, que es profascista –aunque no lo sea realmente–, va a superar a Roma, ciudad abierta, que es
antifascista? Además, el neorrealismo, “inaugurado” por el film de Rossellini,
derivó muy pronto hacia el comunismo, por lo que es más políticamente correcto
decir que se trata de la verdadera iniciadora del citado género[3].
Así pues, por culpa de esta manida corrección política –más política que
correcta–, hoy nos estamos perdiendo grandes películas, que tildamos enseguida
con un adjetivo inventado para que no nos cuelguen también a nosotros el temido
sambenito. En un mundo sensato, en el que realmente se considerase el valor
artístico e histórico de un producto, independientemente de su origen, Frente de Madrid sería una cinta
imprescindible, que nos ayudaría además a comprender una época concreta de
nuestros anales. Pero estamos en un mundo al que no le interesa la realidad ni
el arte, sino solo que veamos ambas cosas a través del prisma que él nos quiere
imponer[4].
[1] Una de
ellas fue la Acción Católica Española, que, viendo cómo la persecución
religiosa no contaba con ningún film –solo aparecía una escena en Raza (José Luis Sáenz de Heredia,
1941)–, financió Cerca del cielo
(Mariano Pombo y Domingo Viladomat, 1951), que se hace eco del hostigamiento y
martirio del beato Anselmo Polanco.
[2] A mi
juicio, la última película no sectaria del cine español contemporáneo es La vaquilla (Luis García Berlanga, 1985),
donde los miembros de ambos bandos son presentados como personas reales,
independientemente de sus afinidades políticas.
[3] Es por
ello que los historiadores del séptimo arte arguyen que el neorrealismo entró
en España a través de la película Surcos
(José Antonio Nieves Conde, 1951), de tinte medianamente antifranquista. Por
otro lado, debemos decir que Rossellini tenía más papeletas para ser considerado el iniciador del neorrealismo que Neville: el motivo es que, mientras que este último se pasó del bando republicano al franquista, él se pasó del fascista al comunista (de este modo, hasta se le perdonó su amistad personal con Vittorio Mussolini, hijo del Duce, que incluso le había abierto las puertas de la pantalla grande italiana).
[4] Para
conocer más filmes de este tipo, del buen cine que se realizó en la España
“franquista”, no dejéis de comprar mi libro: 100 películas cristianas, que está a punto de salir (ed. Homo
Legens).
El lunes pasado tuve la suerte de asistir al
preestreno de Las letras de Jordi. Se
trata de un hermoso documental que describe la vida cotidiana de un hombre con
parálisis cerebral. Su directora es Maider Fernández, una joven cineasta que,
sin ser religiosa, elabora una bella disertación sobre la fortaleza de la fe.
Jordi es un hombre de 51 años que padece
parálisis cerebral. Desde pequeño ha sido cuidado por sus padres, pero ahora
que estos son mayores, él mismo ha decidido ser trasladado a una residencia. Allí
conoce a la directora del film, Maider, con quien se comunica a través de un
curioso método: una tabla con letras y números que él va señalando para formar
palabras. En esta tesitura, Jordi le confiesa a Maider que de niño escuchó una
voz que lo impulsó a ir a Lourdes, y que desde entonces, procura viajar allí
cada año…
Como hemos señalado, Maider no se considera
una mujer creyente, pero sí se ha sentido fascinada desde siempre por el mundo
de la religión. Es por ello que, habiendo decidido rodar un documental sobre Lourdes,
tropezó con Jordi. Interesada, pues, por las razones que movían a este a
visitar cada año el santuario francés, descubrió a un hombre que, a pesar de
sus limitaciones, le transmitió una contagiosa alegría por vivir. Y así, cuando
le preguntó sobre el origen de esa dicha, él le respondió que provenía de Dios.
Pero no seamos ingenuos: la cinta no oculta
las dificultades que debe afrontar Jordi cada día. Por el contrario, está
rodada con un ritmo muy lento para hacernos partícipes de ellas. De este modo,
tomamos conciencia del pausado proceso que debe llevar a cabo para formar una
sola palabra…, y no digamos ya toda una frase (algo que nosotros hacemos habitualmente
con suma rapidez y sin pensar). La propia directora ha querido dejar constancia
de ello mostrando sus errores al interpretar el pensamiento de Jordi… y las frustraciones
de este cuando no se siente comprendido.
Sin embargo, gracias a este ritmo pausado, nos
vamos adentrando en la vida íntima de Jordi, caracterizada por un diálogo
constante con Dios. Y es que mientras que nosotros vivimos abrumados por la inmediatez
y el caos, y ello nos conduce a apartarnos del trato con el Señor, él vive
sujeto a una silla, sin prisas y envuelto por el silencio…, que es donde Dios
se deja escuchar mejor. De esta manera, aunque veamos en él a un hombre enfermo,
él ve que los enfermos somos nosotros, porque carecemos de su trato con Dios; y
aunque lo compadezcamos, él nos compadece a nosotros, porque no hemos descubierto
que la verdadera felicidad radica en el Señor.
Por
otro lado, la cinta es, aunque sin pretenderlo, un argumento muy oportuno contra
el vacuo debate de nuestro tiempo: la eutanasia. Así es, pues mientras que nuestros
políticos discuten acerca de la legalización de este asesinato encubierto, su
retrato de Jordi nos demuestra que este está más vivo que ellos, muertos por
una ideología abyecta. Y para convencerse de ello, tal vez deberían ser los
primeros en ver su cara de felicidad cuando se entrevista con Maider o cuando
se prepara para su ansiado viaje a Lourdes.
Evidentemente, es la gran película de este
fin de semana. Lejos de ser un vulgar largometraje de ficción como los que
atestan nuestras carteleras, es un bello documental que nos describe una vida
muy real. Y por ello, más allá de ser un film sin enjundia, es una profunda
disertación sobre la fe y la alegría de vivir.
Esta semana, reproducimos en el blog el artículo de Dª. María Pérez Chaves (@mpchvs), experta en audición y lenguaje, que nos narra su experiencia con discapacitados intelectuales a través de una excelente película española de la que aún podemos disfrutar en nuestras pantallas: Campeones (Javier Fesser, 2018).
Marcos
es un entrenador de baloncesto. En uno de los partidos, termina peleándose con
otro entrenador y es echado del equipo. Esa misma noche, antes de ir a casa de
la madre (no está bien con su mujer), se pasa por un bar y bebe más de la
cuenta; coge el coche borracho, le ponen una multa y además debe trabajar para
la comunidad: será entrenador de un equipo de baloncesto de niños distintos
(hacen lo que no se espera que hagan, o no hacen lo que se espera que hagan), pero, en este caso, ya son adultos.
Estos adultos han tenido que esforzarse mucho para llegar adonde están: unos
son queridos en su familia, pero otros no; algunos se buscaron la vida como cualquier
otra persona y tienen un trabajo, pero otros no han sido capaces o ni siquiera tienen familia que los cuide. Para que los niños
distintos lleguen a SER, tienen que tener un modelo lo más armónico posible.
Los personajes de la película quieren ser jugadores de baloncesto, pero
no hay una persona que ame a los chicos ylos guíe para conseguir su sueño: nadie quiere compartir su vida con los
muchachos, nadie quiere responsabilidades, porque nos guste, queramos o no, ser
modelo de un niño distinto es una responsabilidad, porque él será como tú seas.
Marcos, obligado, acude a la
demanda, pero no quiere dejar un trocito de su vida en la vida de estos
muchachos: cuántas persona hay que no quieren responsabilidades; entonces, ¿cómo
van a educar a sus hijos? Va sin ganas y prefiere cualquier otra cosa antes de
ser entrenador de "subnormales", como él dice en la cinta.
No hay que ver a estos adultos
distintos con pena, ni pensar que no pueden hacer ciertas cosas: si tienen la
capacidad, quieren y hay voluntad, pueden, que es lo que ocurre en Campeones: todos ellos tienen la capacidad de jugar al baloncesto (unos más que otros). A Marcos le cuesta empezar, pero, gracias a la obligación de asistir dos días a la semana durante tres meses, va
aceptándolos y él también se ve realizado, porque realmente es segundo
entrenador y me parece que no le hace mucha gracia, y con los chicos puede
ejercer como primer entrenador.
Es muy
importante creer en lo que estás haciendo y creer en los demás. Marcos, al
principio, no creía en ellos, y eso afectaba al grupo, pero, cuando comenzó a
entregarse de verdad y a entrenar a auténticos jugadores, todo cambió. Para él, antes era enseñar a unos subnormales; ahora enseña a unos hombres
distintos, cada uno con su capacidad, pero todos con voluntad para jugar, y ya los
trata como los jugadores que son.
El encargado del polideportivo no
le pide a Marcos que los chicos jueguen bien al baloncesto, sino que jueguen, porque, para estos muchachos, es un modo de escape de la rutina. El papel del encargado
es muy importante, porque es el que anima a Marcos a seguir adelante, como el
angelito bueno que, colocado en nuestro hombro, nos dice las cosas buenas que
tenemos que hacer: la conciencia. “Es difícil, pero no imposible” le llega a decir
ese Pepito Grillo, y no le falta razón.
¡Cómo se vienen arriba cuando se
les jalea y qué importante es el que se anime a estas personas con
discapacidad! Porque con qué poco se conforman a veces y qué poco nos cuesta
animarles a que sigan adelante.
Los muchachos agradecen a Marcos el trato hacia ellos, ya que este no les habló como si fueran unos pobrecitos, sino que, al contrario, les hizo entrenar duro, les reñía… pero también se preocupaba por
ellos. Autoridad con amor. Marcos creó esa identidad que le faltaba al grupo: antes de su llegada, cada uno iba por su cuenta, pero, con el entrenador, todo
cambió, ya que él vio que había posibilidad, que podían llegar a ser un grupo, y eso llevó a los muchachos a creer en ellos de manera individual y grupal: “Estoy contento, porque estamos juntos y, si
estamos juntos, vamos a ganar”.
Como sabéis, mi último post fue dedicado a La herencia Valdemar (José Luis Alemán, 2009), una gran película de presupuesto español que se jacta de ser una adaptación cinematográfica de los relatos de H.P. Lovecraft, pero que, sin embargo, se trata más bien de una adaptación del universo literario de Edgar Allan Poe, mentor de aquel (aquí). Sea como fuere, y a raíz de dicho post, he pensado que hoy podríamos dedicar este artículo a la relación de Lovecraft con el cine, que es menor y de menos calidad que la que merece, pese a la influencia que ha tenido en literatos, cineastas y productores de televisión a lo largo de la historia. En efecto, en el mundo de las letras de hoy, por ejemplo, nos acercamos insaciablemente a la obra de Stephen King, sin saber que este es un heredero directo del autor de Providence (EE.UU.), o bien aplaudimos a directores que configuraron el género de terror, sin saber que sus películas descansan también sobre los relatos lovecraftianos (por ejemplo, John Carpenter parece honrarlo en todo momento mediante La cosa, El príncipe de las tinieblas y, si me apuráis, En la boca del miedo; o el primer David Cronenberg parece haberse leído todas sus historias antes de rodar Cromosoma 3, Vinieron de dentro de..., Scanners y hasta su excelente versión de La mosca), o bien vemos series como Expediente X (Chris Carter, 1993) que beben también del universo literario de dicho autor. Sin embargo, en muy pocas ocasiones se ha reconocido esta influencia.
Tal vez, el motivo de este falta de reconocimiento quepa ser hallada en la dificultad que entraña la adaptación literal de cualquiera de sus obras, puesto que estas están repletas de descripciones y largos monólogos que, sin duda, hacen de ellas un material de complicada recreación cinematográfica (Lovecraft era un apasionado del mundo de los sueños, e incluso muchas de sus obras parecen la descripción de un mundo onírico, por lo que no es extraño que quisiera dotar de esa dificultad interpretativa a muchas de sus obras). De esta manera, es más sencillo escoger y adaptar los relatos más fáciles de rodar e interpretarlos según los cánones estéticos del momento; o bien, adaptarlos conforme a los gustos del director o del escritor que desea acercarse a él, prescindiendo, por supuesto, de aquellos que hacen de su lectura un ejercicio harto complicado. Así y con todo, Lovecraft ha encontrado su hueco tanto en el fanworld, que, como veremos más adelante, le ha dedicado un par de obras que dejan en pañales a las multimillonarias producciones hollywoodenses, y en el cine español, que le ha consagrado las dos mejores obras de la filmografía inspirada en sus escritos: Dagon. La secta del mar (Stuart Gordon, 2001) y La herencia Valdemar II. La sombra prohibida (José Luis Alemán, 2010). Por cierto, no me estoy contradiciendo respecto de lo que afirmaba en el post dedicado a la predecesora de esta última, en donde aseguraba que se trataba de un film mediocre, puesto que el tramo final de esta película es un testimonio de incalculable amor lovecraftiano que nunca ha sido visto en pantalla grande (esa aparición final de Cthulhu todavía me sobrecoge y parece extraída directamente de cualquiera de las páginas del autor norteamericano).
Para empezar, debo reconocer que no soy ningún experto en H.P. Lovecraft, por lo que afrontaré este texto desde el prisma puramente profano; debo confesar también que no se encuentra entre mis escritores favoritos (prefiero la literatura de su mentor, Allan Poe), pero la lectura íntegra que hice de su obra supuso una experiencia literaria que me ha marcado de por vida y que, por eso, me gustaría compartir con vosotros. Ciertamente, hace muchos años llegaron a mis manos dos gruesos volúmenes que, bajo el título de Narrativa completa, pretendían ser la compilación definitiva de todos los relatos de Lovecraft, y que habían sido publicados, como no podía ser de otra manera, por la famosa Editorial Valdemar (aquí). Por supuesto, yo ya conocía algunos de ellos y hasta me sonaban los nombres del dios Cthulhu y del funesto libro Necronomicón, pero nunca había tenido la oportunidad de profundizar en ellos, por lo que decidí aprovechar de inmediato la oportunidad que me brindaban dichos volúmenes. Rápidamente, encontré en ellos un universo sobrecogedor y terrorífico, donde el horror, el caos y el desasosiego se daban la mano para ofrecerme historias sobre monstruos espaciales y pesadillas humanas que parecían inocularse en cada una de las fibras de mi cerebro, habiendo permanecido en ellas desde entonces para aterrorizarme de vez en cuando con alguno de sus recuerdos. De este modo, mientras que en Allan Poe había hallado un verdadero poeta del estilo narrativo propio del romanticismo decimonónico (su única novela, Narración de Arthur Gordon Pym, me sigue pareciendo una joya de la literatura del XIX), en Lovecraft encontré al único autor que ha sabido de verdad describir el miedo (y hasta el pánico), con un estilo indudablemente menos lírico, pero quizás más eficaz.
Como he dicho al principio, no soy ningún experto en H.P. Lovecraft, por lo que no me atrevo a decir de dónde parte la descripción tan gráfica (y cinematográfica, pese a los pocos títulos que el séptimo arte le ha dedicado) que hace del horror. Algunos dicen que procede de sus propios terrores, fundamentados en su pasión por la astronomía, que le hacía pensar en los monstruos espaciales que podían provenir de las estrellas para acabar con al humanidad (recordemos que esta ciencia, tal y como la conocemos hoy, estaba dando sus primeros pasos, por lo que el desconocimiento de la negrura celestial debía de encerrar terroríficos misterios para los profanos que la miraban desde sus telescopios, como el propio Lovecraft); de este modo, igual que los primeros navegantes (según dicen) imaginaban criaturas demoníacas allende el horizonte marino por ser este un lugar ignoto, el escritor imaginaba otras tantas, aunque de procedencia extraterrestre. Otros defienden que la raíz de sus terrores eran sus propios sueños, alimentados tal vez por esos horrores espaciales que él imaginaba; sin duda, una teoría factible, puesto que el autor siempre manifestó gran devoción por el mundo onírico y, como hemos afirmado arriba, muchas de sus obras parecen más la descripción de una pesadilla (stricto sensu) que una narración al uso (es indudable que nuestras pesadillas nos producen terror por la sensación de caos e incomprensión que nos producen, una tesis que recorre y fundamenta la mayor parte de la obra lovecraftiana). Finalmente, otros abogan por su ateísmo, arguyendo para ello que el terror parte de la falta de esperanza que evocan sus páginas, que nos muestran una humanidad sometida al arbitrio de crueles y ciclópeas deidades alienígenas. Como suele pasar con estas cosas, tal vez se trate de una mezcla de las tres, aunque debo reconocer que esta última me interesa más, puesto que, en efecto, Lovecraft nos describe siempre a unos hombres aterrorizados que, como vulgares gusanos, huyen de unos dioses que los odian y que se alimentan de ellos, sin la esperanza de encontrar un ápice de bondad que los libere de tanta crueldad (no deja de ser el grito del ateo, aterrorizado ante la fuerza de lo desconocido, que le habla irremediablemente de Dios).
Pese a esta viva descripción del horror que hace en la mayoría de sus historias, y como ya hemos indicado, el pobre Lovecraft no ha contado con mucha proliferación en el mundo del séptimo arte; de hecho, las primeras adaptaciones de sus obras ni siquiera fueron abordadas por su país de origen, ya que fue el Reino Unido el que descubrió todo el potencial que albergaban sus escritos. Así, El palacio de los espíritus (Roger Corman, 1963), El monstruo del terror (Daniel Haller, 1965), La maldición del altar rojo (Vernon Sewell, 1968) y Terror en Dunwich (Daniel Haller, 1970) fueron las primeras cintas que se inspiraron en su obra, pero incluso parecen más una adaptación de la literatura de Edgar Allan Poe que de los relatos lovecraftianos, que es algo válido, puesto que estos, en un primer momento, se inspiraban francamente en las famosas Narraciones extraordinarias de aquel (por otro lado, es posible que también se debiera a una falta de efectos especiales de calidad, necesarios para representar las monstruosidades encarnadas por Cthulhu y su legión de dioses primigenios, aunque no lo tengo claro del todo, porque a la sazón ya se habían rodado King Kong, múltiples filmes de Godzilla y hasta Jasón y los argonautas, donde se veía una batalla contra una imponente estatua de Aquiles que cobraba vida). Sea como fuere, y si obviamos la incursión del cine italiano en este universo de sus adaptaciones, con su inefable aportación La isla de los hombres peces (Sergio Martino, 1979), tuvimos que aguardar hasta los años ochenta para ver un producto fiel y enteramente lovecraftiano (es decir, sin influencias de Poe) en pantalla grande: la hilarante (aunque poco recomendable para estómagos delicados) Re-Animator (Stuart Gordon, 1985), que contó con dos secuelas (la última de ellas, de capital español: Beyond Re-Animator) y que para muchos es el origen del famoso género de terror y humor negro característico de dicha década (no en balde, en la cinta colofón de este tipo de cine, El ejército de las tinieblas, se homenajea a Lovecraft mediante la inclusión del citado y maligno libro Necronomicón).
Sin embargo, y a pesar del acierto de la mencionada Re-Animator, así como de algunas cintas que, en la misma línea, vinieron después, como Re-Sonator (Stuart Gordon, 1986), El innombrable (Jean-Paul Ouellette, 1988) y El libro de los muertos (Christophe Gans, Shusuke Kaneko y Brian Yuzna, 1993), nadie se había atrevido aún a rodar una película inspirada en sus relatos más conocidos, como son todos aquellos que profundizaban en la mitología del dios Cthulhu. Es por ello que, como hemos indicado arriba, tuvimos que aguardar tanto a la bizarría de los fans, que no se cortan a la hora de honrar a sus héroes, como a las aportaciones hispanas, que han tenido lugar ya en este siglo XXI. Respecto de la primera, debemos citar, por un lado, La llamada de Cthulhu (Andrew Leman, 2005), un mediometraje mudo, rodado en blanco y negro, que adapta el relato homónimo del escritor, el primero en el que hace su aparición Cthulhu y que es paradigmático en orden a conocer las neuras de Lovecraft, es decir, monstruos espaciales, pesadillas premonitorias, humanidad en peligro, aventuras antárticas y etcétera (por cierto, la razón de haber sido rodada en formato vintage es que ese habría sido, obviamente, el formato usado en los años veinte, fecha de publicación del relato lovecraftiano); por otro lado, debemos aludir a En las montañas de la locura (Michele Botticelli, 2008), un cortometraje de animación italiano (en mi modesta opinión, de mejor manufactura que La llamada de Cthulhu) que adapta el relato del mismo nombre y que supuso la consolidación del mito cthulhuiano, puesto que le otorga a este toda la cronología de hechos que le faltaba al anterior cuento. En cuanto a las aportaciones españolas, debemos mencionar la ya citada La herencia Valdemar II. La sombra prohibida, que, en su tramo final, cuenta con una espectacular aparición de Cthulhu (metida con calzador, es verdad, pero no por ello deja de merecer la pena) y Dagon. La secta del mar. Ciertamente, en esta última, Cthulhu es mencionado casi de pasada y como una manera de vincular el film al universo de Lovecraft; no obstante, y solo por eso, ya puede ser incluida en este apartado de "mejores adaptaciones de Lovecraft".
¿Y de qué trata esta cinta que tantos elogios recibe por parte del autor de este blog? Nos encontramos en las inmediaciones marítimas de un pueblo costero gallego: Emboca (en realidad, el entrañable pueblo de Combarro). Una pareja de jóvenes llega a él después de haber sufrido un accidente, solicitando la ayuda necesaria para rescatar a dos amigos que han encallado en las rocas con su barco. Al principio, reciben el auxilio que piden por parte de sus habitantes, pero poco a poco descubren que estos no lo han hecho de manera altruista, sino que todos ellos encierran un oscuro secreto que ambos desentrañarán paulatinamente. Entre los muchos arcanos que ocultan, se encuentra la adoración al dios Dagon, una ancestral criatura que requiere de sacrificios humanos para desarrollar todo su poder. Por suerte, cuentan en su aventura con los consejos de Paco Rabal, un pescador borrachín que no se ha dejado seducir por los encantos de la deidad abisal.
Como he dicho al principio, no soy ningún experto en Lovecraft, pero sí que he leído todos sus relatos, por lo que también leí en su momento el que sirve de inspiración a esta película: La sombra sobre Innsmouth (1931). En él (y escrito en primera persona, un estilo literario que alcanzó su cumbre en el siglo XIX y que Lovecraft supo asumir perfectamente para dotar de auténtico terror a su obra), un hombre decide investigar el pueblo del título, ya que le han llegado rumores de comportamientos extraños por parte de sus moradores; como en la película, allí conoce a un pobre haragán que le narra el origen de dicho comportamiento, es decir, el culto a Dagon, que los está convirtiendo progresivamente en peces. A partir de este instante, el protagonista deberá enfrentarse tanto a los citados moradores mutantes como a sí mismo, ya que descubrirá cómo su estancia en el pueblo está propiciando su transformación en pez. No recuerdo si el relato vinculaba la aparición de Dagon a la apostasía del pueblo, que rechazó al Dios cristiano en favor de aquel, pero la cinta sí lo hace, y es un dato de interés, puesto que, de manera consciente o no, indica que los terrores de Lovecraft parten de su rechazo del cristianismo, una teoría que ya hemos explicado arriba (podemos extraerle entonces incluso una moraleja teológica). Por otro lado, es un espectáculo para amantes de lo raro, ya que podemos ver a la actriz Macarena Gómez ataviada como una sacerdotisa ictiológica y a sus devotos seguidores chapurreando un gallego acuoso que hace las delicias de cualquiera.
Decía al principio que no soy ningún experto en Lovecraft, pero que la experiencia de su lectura me cautivó sobremanera. Es por ello que echo en falta películas del calibre que merece, ya que, bien dirigidas, podrían renovar sin duda el género de terror, que está viviendo un curioso rebrote gracias a títulos como It Follows (David Robert Mitchell, 2014), It (Andrés Muschietti, 2017) y Déjame salir (Jordan Peele, 2017). Probablemente, serían obras adultas y difíciles de adaptar, si nos atenemos estrictamente al estilo literario del escritor, pero podrían suponer toda una revolución cinematográfica, algo de lo que hoy andamos escasos. Su mentor, Edgar Allan Poe, tiene casi un centenar de adaptaciones, entre las que destacan las archiconocidas La caída de la casa Usher (Roger Corman, 1960) y La máscara de la muerte roja (id., 1964), por lo que ya estamos tardando en ver una adaptación fiel de la obra lovecraftiana. Tanto el fanworld como el cine español han dado el primer paso: ¿seguirá alguien su estela? En el ínterin, nos uniremos al salmo maléfico diciendo: "Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagi fhtagn", o lo que es lo mismo, "En la ciudad de R'lyeh, el difunto Cthulhu espera soñando".