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viernes, 3 de enero de 2020

Los dos papas


   Ha llegado el momento de hablar sobre Los dos papas, una película que ha levantado muchas ampollas por su visión de Benedicto XVI. Y es que, ciertamente, puede parecer que este no queda en muy buen lugar y que la cinta se ha creado con el único objetivo de humillarlo y de ensalzar a Francisco. Sin embargo, no creo que esta sea su verdadera intención, sino solo presentar una historia bajo el formato de buddy movie con los dos pontífices como protagonistas.




   Para empezar, debemos aclarar qué es una buddy movie. Se trata de un subgénero que, en español, podríamos traducir como “película de compañeros” o “película de colegas”. En él se ofrecen dos visiones contrapuestas de un mismo asunto (una buena y una mala, una antigua y otra moderna, etc.) que se acercan a medida que avanza el metraje de la cinta. Suele ser propio del cine policíaco (The French Connection, contra el imperio de la droga, Arma letal, Jungla de cristal III. La venganza, etc.), pero también ha flirteado con el religioso: Becket, Un hombre para la eternidad, El tormento y el éxtasis, Don Camilo, etcétera. De hecho, tal vez un clásico de las buddy movies religiosas subyazca tras la gestación de Los dos papas: me refiero a Siguiendo mi camino (Leo McCarey, 1944).




   En efecto, en esta conocidísima película, Barry Fitzgerald es un sacerdote chapado a la antigua, que regenta una parroquia decadente, frecuentada solo por personas mayores y asentadas en un ideario “carca”. Es por ello que la llegada de su vicario parroquial, Bing Crosby, no le gusta nada, puesto que este no solo rejuvenece la media de edad de asistentes al templo, sino que también canta, toca el piano y hasta funda un coro infantil; más aún, reconoce abiertamente que tuvo novia y que incluso se planteó casarse con ella antes de su ordenación. Todo ello colma el vaso de la paciencia de Fitzgerald, que hará lo posible por deshacerse de Crosby, aunque la bondad de este se impondrá sobre la intolerancia de aquel, que al final cederá.




   Siguiendo mi camino se convirtió en un éxito de taquilla, por lo que mereció todo el reconocimiento de la Academia de Hollywood, que la premió con el Óscar a la mejor cinta del año y con otras seis estatuillas más. Incluso debemos recordar que mereció igualmente el reconocimiento del Vaticano, puesto que el mismísimo papa Pío XII bendijo la copia que le fue entregada por Leo McCarey y Bing Crosby, ya que ambos eran católicos. Entonces, ¿cuál es el problema de la película que nos ocupa, que es en el fondo un calco de este clásico? Pues que, mientras que aquella estaba protagonizada por unos personajes de ficción, esta lo está por unos reales, que además están todavía vivos… y que siguen estando de rabiosa actualidad. Y es que enfrentar en una pantalla a dos personalidades que aún concitan odios y amores a partes iguales no debe de ser tarea fácil, porque contentará a los seguidores de uno y enfadará a los del otro (y no me refiero a los católicos, para quienes ambos papas son vicarios de Cristo en la tierra).




   Así es, el mundo moderno ha asumido como válida la idea de que Benedicto XVI representa una Iglesia anticuada y que Francisco personifica la remozada (¿cuántas veces no habremos oído decir que el segundo está más cerca de los jóvenes que el primero…, aunque no sea cierto?). Es por ello que la cinta elabora su guion según este fundamento comúnmente aceptado por la modernez, pero no con la idea de humillar a uno y ensalzar a otro, sino con el propósito de contraponer sus supuestas diferencias, como cualquier buddy movie que se precie: de ahí que a veces parezca caricaturizar a Benedicto por sus ideas “carcas” (como al Barry Fitzgerald de Siguiendo mi camino) y enternecer a Francisco por sus ideas “nuevas” (como al Bing Crosby de la misma película). Pero como todavía son personajes vivos que aún suscitan partidarios, tanto una cosa como otra molestan a cada uno de los bandos.




   En este sentido, solo echo en falta un libreto más elaborado. Y es que la cinta, como ya hemos señalado, se esfuerza por presentar respetuosamente ambas visiones…, pero sin profundizar en ellas. De este modo, por ejemplo, en el primer encuentro que mantienen Benedicto y Francisco, los dos profieren frases sacadas de sus respectivos discursos, pero muy mal hiladas, pues parece una simple contraposición de centones antes que un enfrentamiento teológico de envergadura: que si hay que tender puentes en vez de levantar muros (Francisco), que si hay que luchar contra la dictadura del relativismo (Benedicto XVI), etc. Un buen guion habría estudiado previamente la filosofía de cada uno de los contendientes y habría escrito sus intervenciones sin recurrir a esos tópicos mil veces repetidos, pero este ha preferido relegarlo todo al plano anecdótico y centrarse en esa clásica disputa entre lo antiguo y lo moderno.




   Pero esta mácula no ennegrece el grueso del filme, que es agradable y bien llevado, plagado de escenas memorables y entrañables (atención a esa en la que Benedicto toca el piano mientras Francisco recuerda su juventud en Argentina) e interpretado magistralmente por los dos actores protagonistas (más Hopkins que Pryce, todo hay que decirlo). Sinceramente, creo que es un error acercarse a ella con los prejuicios que imponen las respectivas banderías, puesto que si la cinta hubiese presentado a dos papas difuntos o a dos personajes ficticios, dudo mucho que hubiera levantado las ampollas que ha generado esta. Tal vez deberíamos fijarnos más en el reconciliador plano final, en el que Benedicto y Francisco ven juntos un partido de fútbol, que en toda la pugna dialéctica previa.



domingo, 6 de enero de 2019

Silvio (y los otros)

   Admito que desconozco casi por completo la obra de Paolo Sorrentino, autor de este filme. En efecto, de él solamente he visto la serie The Young Pope, que me encantó (de lo mejor que he visto en televisión en esta última década), pero no he visto ni La gran belleza ni La juventud, que, a juicio de muchos, son sus mejores cintas, especialmente la primera. Es por ello que, tanto a la hora de ver esta película como de escribir la presente crítica, parto con una severa desventaja, porque es evidente que se trata del producto de un cineasta con una idiosincrasia muy particular, que solo puede ser apreciada por quien haya seguido su carrera muy de cerca. Es posible, por tanto, que aquí radique el desengaño que sufrí cuando la vi. Aunque, ciertamente, padece de otro problema mucho mayor, su duración, a la que le dedicaremos unos renglones más adelante.




   Silvio (y los otros) se divide en dos partes muy bien diferenciadas: por un lado, la historia de Sergio Morra (Riccardo Scamarcio), un atractivo playboy que vive con la obsesión de conocer a Berlusconi y de medrar a costa de él; por el otro, la del propio Berlusconi (Toni Servillo), que, tras haber abandonado la presidencia de Italia, vive cómodamente en su lujosa mansión a las afueras de Roma, aunque amenazado una y otra vez por los excesos cometidos durante su gobierno. Pero, a medida que avanza la película, iremos viendo que, pese a su retiro, el expresidente italiano irá sintiendo de nuevo el prurito de la política, por lo que moverá los hilos que sean necesarios para volver a ella, olvidándose de aquel arribista que procuraba con tanto ahínco acercarse a él.




   Ya he dejado traslucir en el párrafo inicial que me esperaba más de este filme, sobre todo después de haber disfrutado muchísimo de la miniserie protagonizada por Jude Law en el papel de Pío XIII. El motivo de mi disgusto estriba sobre todo (y no sin culpa mía) en el desconocimiento que padezco acerca de la obra de Sorrentino. En efecto, pese a lo mucho que me han aconsejado profundizar en ella, no he tenido aún la oportunidad de hacerlo, un descuido que provoca mi incapacidad para apreciar lo que un fan de su filmografía advierte de inmediato (de hecho, y gracias a los comentarios que me llegan de los admiradores de su obra, la escena inicial -la del borrego internándose en la mansión de Berlusconi-, es una declaración de principios en este sentido). Para comprenderlo mejor, pongamos el ejemplo de un cineasta más conocido (y también controvertido): David Lynch. Si un aficionado se acerca por primera vez a este director a través de Mulholland Drive o Inland Empire (sendas obras maestras), se puede sentir estafado, porque no entiende las motivaciones que se ocultan tras ellas, ya que ignora toda la filmografía anterior; pero, si comienza viendo sus cortometrajes experimentales, la también ardua Cabeza borradora (insertada igualmente en ese tipo de cine experimental) o sus conmovedoras El hombre elefante y Una historia verdadera, descubrirá que se trata de un artista muy personal, que solo pretende plasmar su mundo interior en la gran pantalla. Lo mismo ocurre con Sorrentino: es evidente que él procura plasmar su acerada visión sobre Italia (con todos los excesos que la caracterizan), pero, si el espectador no se ha bregado en sus anteriores largometrajes, puede verse sobrepasado por ella (tal y como me aconteció a mí).


  

   Sin lugar a dudas, mi opinión podría ser calificada fácilmente de subjetiva, ya que, en efecto, se trata de un óbice que solo yo veo (o alguien como yo, que ignore también la obra de Sorrentino); de esta manera, el espectador avezado en su filmografía, no encontrará, en este sentido, mayor problema en ella. Pero existe otro que podríamos denominar objetivo, ya que no radica en un desconocimiento previo (y culpable), sino en algo tan ecuánime como es el reloj (¿alguien puede discutir que la cinta dure más de dos horas?). Así es, según parece, la cinta se estrenó originalmente en Italia dividida en dos partes (contando una la parte del playboy arribista, y otra la del playboy presidencial), algo que se soslayó en su distribución internacional mediante la unión de ambas; de este modo, vemos una primera mitad que no sirve de nada, porque narra una admiración por parte de un hombre cuya inclusión no ayuda al avance de la trama (salvo que uno le otorgue ese sentido de miniserie cinematográfica), y que además se diluye sorprendentemente en cuanto comienza la segunda (toda la descripción de la vida que ostenta Berlusconi). Pero es que además, en esta operación quirúrgica de montaje, la cinta perdió hasta una hora de duración, causa que explica que veamos en pantalla saltos temporales inauditos, aparición de personajes importantes sin previo aviso (y desaparición de otros) y hasta la mención de asuntos relevantes que seguramente aparecían en el metraje original. En fin, un despropósito que solo consiguió que me interesasen los ardides políticas del tal Silvio, echando rápidamente al olvido todo lo demás.




   En resumidas cuentas, se podría decir que la película tropieza con dos baches de relativa importancia: por un lado, con el de su idiosincrática puesta en escena, apta exclusivamente para el público más acérrimo del director italiano (el que no lo sea, se verá abrumado por ella, como le aconteció a un servidor); por el otro, con el de su fallida edición, que ha querido compendiar en un solo film lo que estaba previsto que fueran dos, algo que hace caer a la historia en algún que otro anacoluto y que, sobre todo, consigue que una (aburrida) primera mitad condicione el visionado de la segunda (algo más interesante). Admito que son dos factores que, de haber sido corregidos a tiempo (el uno por mí y el otro por el propio autor), habrían logrado que elogiase todo el conjunto; pero, al no haber sido así, me veo impelido a desaconsejarlo (a no ser que el lector sea leal a su director).






miércoles, 21 de noviembre de 2018

Bohemian Rhapsody


   He de reconocer que esta crítica llega tarde, porque la película se estrenó hace ya algunas semanas. Pero admito también que me alegro de haber esperado a escribirla, porque así he tenido la oportunidad de recabar toda la información que hay sobre ella y leer acerca de la opinión que les ha merecido tanto a los críticos especializados como a los espectadores (estos últimos, más entusiasmados con ella que aquellos). Finalmente, asumo que soy un admirador de la música de Queen (especialmente, de la voz de su líder, Freddy Mercury), y que, como sabía que todo el mundo, por un lado, había aplaudido la manera en que aquella había sido insertada en el metraje y que, por el otro, había alabado la interpretación de Rami Malek (con una modulación perfecta del timbre de aquel), quería disfrutar de ambas cosas sin el alboroto propio de los primeros días en cartel de un largometraje (en efecto, suena a huraño, pero es la manía que uno va cogiendo a medida que crece). ¡Y caray si lo he hecho!




   Ante todo, y a pesar de lo dicho, debemos aclarar que no se trata de una película promocional al uso; es decir, no nos encontramos ante un film que pretenda revivir el éxito de la banda británica o aumentar su número de ventas en las tiendas de discos (cosa, por otro lado, carente de sentido, puesto que Queen no necesita de ningún largometraje para ello), sino ante una cinta que nace con una vocación exclusivamente cinematográfica. Para entenderlo mejor: muchos grupos de música han hecho uso de la gran pantalla con el fin de promocionar su discografía, como es el caso de los Beatles (Qué noche la de aquel día) o de las Spice Girls (Spiceworld) en el país anglosajón, y de Parchís (La guerra de los niños) en el nuestro; sin embargo, esta ya parte del reconocimiento internacional que tiene Queen, por lo que procura rendirle el homenaje que realmente merece con un equipo técnico y artístico de altura (tal vez, incluso con miras a la gala de los Óscar de este año). Con este propósito, pues, no duda en dejarse en manos de un director ya consagrado (nos guste o no, Bryan Singer ha hecho películas tan importantes para el cine actual como Sospechosos habituales, X-Men o Superman Returns) y en presentar a actores emergentes que han triunfado en la televisión (recordemos que Rami Malek, que aquí es un remedo perfecto de Mercury, nos sorprendió a todos con su papel en la serie Mr. Robot).




   Podemos decir, por el contrario, que la intención de la película no consiste en elaborar un biopic detallado del mítico cantante (aunque, en efecto, y como es lógico, aporte datos de su biografía), ni siquiera relatar una crónica de la gestación de la banda (de hecho, podemos ver cómo este apartado acontece con una rapidez inusitada), sino mostrar el aspecto oculto (y triste) que subyació tras la exitosa carrera de Freddy Mercury. Y es que, ciertamente, mientras que este triunfaba en los escenarios del mundo entero con su música, fracasaba estrepitosamente en su vida íntima, puesto que, según revela el film, se rodeó de unas personas que solo quisieron aprovecharse de la fama que ostentaba y que, por ende, lo condujeron a un desengaño atroz y, por tanto, a la soledad más absoluta. Es por ello que la narración no escatima en crudeza a la hora de desmitificar su imagen y de exhibirlo, por esta razón, abatido, drogado y completamente solo (atención al plano en que es descubierto por su amiga Mary durmiendo en el sofá después de haber celebrado una fiesta en su casa la noche anterior). Pero, asimismo, se trata de una película esperanzadora, puesto que vincula su recuperación al amor que le profesan tanto sus verdaderos amigos como su propia familia (el abrazo final que se otorgan padre e hijo en este sentido es sin duda emocionante y significativo).




   Por último, no vamos a negar que la cinta también explota la dimensión nostálgica de la banda, puesto que su música recorre cada minuto de la historia; pero ello no es óbice para que podamos disfrutar de ella como un título cinematográfico solvente y hasta memorable. En este sentido, debemos destacar el tramo final, una minuciosa recreación del famoso concierto Live Aid, que supuso la vuelta a los escenarios de Queen: cualquier fan, aplaudirá y cantará entusiasmado, puesto que creerá estar reviviendo aquellos momentos apoteósicos del rock internacional y, a la vez, pensará estar observando de nuevo al gran Mercury en plena acción (tenemos que elogiar otra vez a Malek, que ha sido el encargado de lograrlo con su ya antológica interpretación). Yo mismo, pese a que me haya reconocido huraño, me deje llevar por la pasión y lo hice (menos mal que ya había pasado el alboroto de los primeros días y estaba prácticamente solo en la sala): show must go on!






lunes, 26 de febrero de 2018

Gunpowder

   Si recordáis, la semana pasada recomendábamos aquí una serie de ciencia ficción muy interesante que todavía podemos ver en la famosa cadena de televisión en streaming Netflix: Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018). En el artículo en cuestión, indicábamos que, más allá de ser un relato fantástico sobre un futuro posible, la serie presentaba unas preocupaciones humanas que denotaban la búsqueda de Dios por parte del hombre actual, como son la inmortalidad, el alma, la justicia divina y etcétera (aquí). Por este motivo, y dado el carácter pseudorreligioso de la obra, me gustaría traer hoy a colación otra serie (esta, de marcado tinte religioso), que puede ser vista en HBO, la cadena en streaming rival de aquella: Gunpowder (J. Blakeson, 2017). En efecto, se trata de una mini-serie de tan solo tres episodios (de una hora de duración cada uno, aproximadamente) que relata la persecución religiosa padecida por los católicos en la Inglaterra del siglo XVII, así como una de sus más célebres consecuencias: la Conspiración de la Pólvora (gunpowder = "pólvora"), orquestada por Robert Catesby y Guy Fawkes. Por desgracia, la serie ha pasado desapercibida, pero creo que debe ser recuperada por el público seriéfilo en general y por el católico en particular.   




   Es posible que algunos lectores, bien sean seriéfilos o cinéfilos, bien sean católicos, desconozcan los tres nombres citados en el párrafo anterior: Conspiración de la Pólvora, Robert Catesby y Guy Fawkes; sin embargo, este último se ha abierto un hueco en la cultura popular reciente, puesto que alguna vez nos hemos topado con su cara, aunque no lo hayamos reconocido en el momento, ya que se trata del hombre que inspira la máscara del famoso grupo de internautas y hackers de alto nivel Anonymous, la misma que aparece en un film de sorprendente impacto popular: V de Vendetta (James McTeigue, 2006). Sabiendo esto, sobre todo si los lectores citados han visto el largometraje, ya nos pueden sonar los otros nombres, puesto que su historia es resumida en esta última película: Catesby fue el ideólogo de la citada Conspiración de la Pólvora contra el rey Jacobo I de Inglaterra, mientras que el atentado fue frustrado cuando Fawkes lo estaba ejecutando en los sótanos del Parlamento inglés (desde entonces, se celebra en Inglaterra la Noche de Guy Fawkes cada 5 de noviembre, que es algo así como nuestras hogueras de San Juan, aunque con un marcado sesgo anticatólico).

   Pero, como decíamos arriba, aunque la serie pretenda relatar estos hechos históricos, recoge el necesario ambiente de persecución religiosa que vivieron los católicos de entonces, en un intento de justificar (o al menos, de explicar) la reacción de los citados Catesby y Fawkes; de este modo, se nos detalla la manera en que los católicos debían celebrar misa a escondidas, el modo en que debían disfrazar u ocultar a los sacerdotes que los atendían, o las torturas que padecían por parte del Gobierno inglés con el propósito de lograr su apostasía. Como hoy los efectos y el maquillaje han alcanzado tanto verismo, la serie no escatima en demostrarnos hasta qué punto fueron crueles estas últimas, puesto que vemos desmembramientos de ancianos, sajaduras mortales y hasta sangrientas decapitaciones que muy poco tienen que envidiar a las vistas en Braveheart (Mel Gibson, 1995), que es la madre cinematográfica de todas estas truculencias. En este sentido, cabe destacar el primer episodio de la serie, que es una obra maestra de la televisión contemporánea, ya que se trata de una hora de intensa dirección en la que vemos cómo una misa es celebrada con inimaginable devoción en el salón de una casa particular (recordemos que la familia está siendo espiada por agentes del Gobierno inglés, pero, aun así, dedican ese tiempo al Señor); cómo la familia que acoge dicha celebración debe esconder al sacerdote cuando los soldados llegan a la casa, y cómo, finalmente, estos últimos atormentan a los miembros de dicha familia, con el fin de lograr que renuncien a su fe (las exhortaciones con las que estos se animan al martirio, así como sus diferentes testimonios ante el verdugo, son dignos de los primeros mártires de Roma y un auténtico revulsivo para el espectador católico).

   Debo decir que me sorprende muchísimo que esta serie se haya llegado a emitir, puesto que entre sus productoras se encuentra la cadena inglesa BBC. Curiosamente, esta siempre se ha posicionado al lado del anglicanismo (por tanto, del anticatolicismo) más rancio, y siempre ha defendido tanto la escisión de Enrique VIII respecto de la Iglesia de Roma como las persecuciones llevadas a cabo por los sucesores de este, como la de su hija Isabel I, la peor y más sangrienta que se ha vivido en las islas británicas (por si desconocéis el dato, ella se jactaba de que en Londres se podía caminar incluso de noche, puesto que las hogueras en las que ardían los católicos iluminaban las calles); por este motivo, que patrocine una obra en la que se explique y justifique la acción de los católicos (¡incluso son tratados como héroes!) es cuanto menos extraño: ¿se trata de una reconciliación con la Iglesia, ahora que el anglicanismo está de capa caída y que se están dando multitud de conversiones al catolicismo?, ¿o bien consiste en una muestra más del revisionismo histórico que se está llevando a cabo en algunos países occidentales... menos en España? Lo ignoro, aunque me agrada profundamente que haya promovido esta gran serie (ello no quita que caiga un par de veces en esa leyenda negra que ella misma ha inculcado a los ingleses a lo largo de los años, puesto que vemos hogueras de herejes en El Escorial -!- y una traición subrepticia de los españoles a los católicos de Inglaterra -!!-).


      

   Como decía al comenzar este artículo, creo que se trata de una serie que debe ser recuperada por el público cinéfilo en general, así como por el católico en particular: los primeros, porque verán en ella una serie histórica bien narrada y presentada, con el grado de violencia y verosimilitud que requiere una obra de estas características (nada que ver con la prescindible y horrorosa Britannia, ni con la tendenciosa Rebellion, que narra los entresijos del Alzamiento de Pascua irlandés... ¡pero presentándolo como una revuelta feminista contemporánea!); los segundos, porque se acercarán a una época de la historia que ha caído en el olvido y que nos ha dado, sin embargo, grandes testigos de la fe, como santo Tomás Moro (¿a qué esperáis para ver o para volver a ver Un hombre para la eternidad?), san Juan Fisher y María Estuardo (esta, protagonista de un impagable film homónimo dirigido por John Ford en 1936).

   Por último, y si es verdad que se trata del fruto de un revisionismo histórico por parte de la BBC, me encantaría ver que aquí en España gozáramos también de uno, puesto que la sangre de multitud de mártires ha regado nuestro suelo, pero su gesta ha caído vilmente en el olvido (de manera vergonzosa, apuntaría yo). Ciertamente, la irregular Encontrarás dragones (Rolan Joffé, 2011) impulsó la realización de varias obras de esta temática, aunque con capital privado, como Un Dios prohibido (Pablo Moreno, 2013) y Bajo un manto de estrellas (Óscar Parra de Carrizosa, 2013), pero es algo que parece haber pasado de moda y que se suma a ese ocultamiento de la verdad (salvo honrosas excepciones, como la reciente Poveda). Es una pena, porque, como se suele decir, la historia olvidad tiende a repetirse, y hoy hacen falta muchos testigos católicos como aquellos que poblaron la Inglaterra del siglo XVII y la España de principios del XX.



lunes, 12 de febrero de 2018

15:17. Tren a París

   Si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Esa es la mejor (y más triste) conclusión que extraigo después del ver el último trabajo del gran Clint Eastwood. Ciertamente, la película está sufriendo diatribas de todo tipo, incluso hay quien la tilda de ser la peor de toda la filmografía de su director; sin embargo, ello responde a la conclusión que ya he expuesto: si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Porque, si viviéramos en un país decente, sabríamos reconocer el homenaje que hay detrás de cada fotograma de este film, del orgullo que siente su autor por los protagonistas del mismo y del ejemplar mensaje de esperanza que nos transmite con él; pero, como no vivimos en un país decente, ni Ignacio Echeverría tiene una película como esta, ni la mayor parte del público ha sabido detectar la grandeza que ostenta sin rubor este largometraje.




   A estas alturas, todo el mundo sabe que 15:17. Tren a París (Clint Eastwood, 2018) narra la hazaña de tres norteamericanos que, en agosto de 2015, consiguieron frustrar un atentado terrorista a bordo del tren que los llevaba a la capital francesa. Pero, como esta gesta solamente ocupa un tercio del metraje total, el film también se centra en la amistad que une a estos héroes, mostrándonoslos así desde que se conocen en el colegio hasta que se reúnen en Europa, donde tiene lugar su proeza. De esta manera, y gracias a ello, conocemos tanto los intereses de cada uno como, sobre todo, sus más profundas motivaciones; en este sentido, vemos cómo uno de los protagonistas, Spencer Stone (interpretado por él mismo), reza continuamente la famosa oración de san Francisco de Asís: "Señor, haz de mí un instrumento de tu paz". Una de las particularidades de la película es, de hecho, que está protagonizada por los mismos jóvenes que frustraron el atentado, una decisión del mismo Eastwood que logra reforzar la idea que nos quiere transmitir: la heroicidad anónima.

   En efecto, a nadie se le oculta que, desde que rodara su magistral Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), Clint Eastwood ha sentido la necesidad de utilizar el cine como un medio para ofrecerle al espectador un retrato de las vidas ejemplares de algunos personajes ilustres: con Invictus (id., 2009), la de Nelson Mandela (que la vida de este sea ejemplar o no, es discutible, pero es indudable que Eastwood la considera así); con J. Edgar (id., 2011), la de Edgar Hoover, que afrontó la modernización del FBI, la institución americana por excelencia. Pero tampoco es un secreto que, en sus últimas cintas, ha preferido relatar las hazañas de personas que, aun siendo desconocidas, son tan dignas de admiración como aquellos: en El francotirador (id., 2014), la del soldado Chris Kyle, que defendió a su país lejos de las fronteras del mismo; en Sully (id., 2016), la del piloto comercial Chesley Sullenberger, que arriesgó su vida para salvar la de sus pasajeros. Y es que esta capacidad humana de vencer el egoísmo personal (el "sálvese quien pueda") en aras de un bien mayor (la vida del prójimo) ha cautivado al autor de Sin perdón (id.,  1992), que, en 15:17. Tren a París, da un paso más.




   Ciertamente, si en las citadas películas, El francotirador y Sully, Eastwood nos relataba la heroicidad de sus protagonistas, aquí nos desgrana qué lleva a estos tres norteamericanos a ser los héroes del tren de París. Con este propósito, pues, se remonta a su niñez, en la que podemos comprobar la importancia que tuvo para ellos tanto la amistad como el amor familiar, la educación religiosa como la fe cristiana, y el amor a su país como el respeto a sus defensores (a la sazón, las Fuerzas Armadas), pues todos estos factores les enseñaron que no existe un mayor gesto de amor a los demás que la entrega de la propia vida (una idea que, por otro lado, el mismo director ya había expuesto en la citada Gran Torino). De esta manera, y para Eastwood (también para el que esto suscribe), un héroe no nace de la nada, sino que se ha ido forjando a lo largo de su existencia, puesto que, si una persona no ha sido capaz de amar desde niño, de ser generoso o de respetar al prójimo, ¿cómo va a entregar su vida por este último cuando le sea requerido? Más bien al contrario, y como decíamos arriba, hará suya la expresión "sálvese quien pueda" y pondrá pies en polvorosa. Por tanto, la tan criticada idea del director de mostrarnos la infancia de estos héroes resulta más que necesaria, puesto que así comprendemos mejor esos quince minutos finales, que jamás habrían tenido lugar si no hubieran sido héroes desde niños (al hilo de esto, es un acierto que la cinta esté interpretada por los personajes reales, ya que otorga plenitud a la idea del héroe anónimo, que no tiene la cara de Tom Hanks ni la de Bradley Cooper, sino la de uno que se cruza por la calle con cualquiera de nosotros).

   Por desgracia, y como anunciábamos al principio de este texto, dicho concepto, que forma parte inherente del ADN norteamericano, es deplorado por la España (y por la Europa) de nuestro tiempo, que ya no es generosa, amorosa ni alegre, y que, por tanto, abomina de la idea del héroe (podemos intuir una crítica a esta actitud en el metraje de la cinta, cuando un guía turístico alemán acusa a los americanos de ponerse más medallas de las que les corresponden). En efecto, y como si de un cumplimiento profético se tratase, todas las críticas negativas que la película está cosechando van en el sentido de considerarla "muy facha", "extremadamente religiosa", "tradicional" o "militarista", que son, precisamente, los factores que potencian esa generosidad en el ser humano: el patriotismo (el amor a mi país y a la gente que lo conforma), la religión (¿hace falta recordar que Cristo entregó su vida por nosotros y que nos dijo que nosotros hiciéramos lo mismo?), la familia (donde aprendo a respetar a mis mayores, a querer a mis iguales, a perdonar, a compartir y etcétera) y el Ejército (donde hago patente ese amor y esa entrega por mi país y por la gente que lo conforma). Sin duda, esto responde a la actitud egoísta que hemos acogido como valor primordial y en la que ya no tiene cabida el otro como un bien en sí mismo, sino como un medio para mi propio disfrute o satisfacción (este egoísmo está presente incluso bajo la capa de romanticismo con la que hoy barnizamos el amor: "me siento bien contigo", en vez de "qué bueno es que tú existas"). 

   Por eso, si viviéramos en un país decente, tanto el espectador como los críticos especializados habrían reconocido que la película habla sobre el amor al prójimo, que está presente en el gesto heroico de los tres protagonistas de la cinta; habrían comprendido que ellos mismo están llamados a entregar su vida cotidianamente por los suyos, y que eso, de paso, se aprende desde niño (nadie criticó en este sentido Boyhood, que relata detalladamente la infancia de sus protagonistas... ¡sin que pase nada y tienda a nada!), y habrían visto a la postre que se trata de una rúbrica perfecta de la filmografía de Eastwood, cuyas últimas películas pretenden darnos a conocer la figura del héroe. Por eso decíamos arriba que, si viviéramos en un país decente, nos indignaríamos ante la posibilidad desperdiciada de ver un largometraje sobre la gesta de Ignacio Echeverría, que cumple con esos requisitos que el autor de 15:17. Tren a París (y el sentido común) propone: una persona que entrega generosamente su vida por los demás. Pero, como no vivimos en un país decente, sino en uno que ha abrazado el egoísmo como norma de vida, nunca veremos un film que detalle su proeza.






lunes, 30 de octubre de 2017

Lutero

   Mucho se está hablando últimamente de la conmemoración del quinto centenario de la Reforma protestante, que se originó grosso modo un 31 de octubre del año 1517. En efecto, esa fecha es conocida por ser el día en que Lutero clavó sobre la puerta de la iglesia de Wittenberg sus famosas 95 tesis, que tenían como principal objetivo la autoridad del papado y la doctrina sobre las indulgencias. Es curioso que hoy se hagan multitud de alabanzas al citado reformador, pese a los problemas que le causó a la vieja Europa; incluso es sorprendente que alguna de ellas provenga del mismísimo Vaticano, que fue deplorado e insultado vilmente por él hasta el instante de su muerte. Por este motivo, nosotros queremos acercarnos a su figura, y esclarecer así, en la medida de lo posible, la verdad que subyace tras ella. Para ello, y como siempre, recurriremos al séptimo arte, que nos ha legado hasta donde sabemos dos biopics ciertamente irregulares y casi homónimos: Martín Lutero (Irving Pichel, 1953) y Lutero (Eric Till, 2003). De los dos, nos interesa el segundo, puesto que no solo es más conocido, sino que le sirvió a la Iglesia protestante para purificar la imagen de su fundador, menospreciada incluso por sus correligionarios.


   

   Sobre la película, que pretende ser una recreación histórica fiable, la sinopsis oficial afirma lo siguiente. En la Alemania de principios del siglo XVI, el agustino Martín Lutero provoca un cisma dentro de la cristiandad. En efecto, tras una reflexiva lectura de las Sagradas Escrituras, descubre que la Iglesia católica ha pervertido el mensaje de Jesucristo a lo largo de la historia, por lo que decide ponerle remedio. Para ello, publica en Wittenberg sus 95 tesis, con las que procura corregir los excesos de aquella; pero esta, lejos de abandonar su cómoda situación privilegiada, responde contundentemente al desafío del monje rebelde.

   Quien sea lector asiduo del blog descubrirá que esta semana, a diferencia de otras, hemos querido matizar que el párrafo anterior es una sinopsis oficial del largometraje, puesto que no deseamos incurrir en la equivocación que pretende divulgar este último, es decir, la contemporización de Lutero. En efecto, el argumento ya es claro en sus objetivos desde el principio: el citado monje agustino era un hombre que descubrió los errores de la Iglesia tras una lectura atenta y meditada de la Biblia, cosa que aquella, por lo visto, jamás había hecho en sus dieciséis siglos de historia a la sazón; por otro lado, como él era un fiel discípulo de Jesús, siempre quiso el bien de su institución, por lo que su único propósito consistía en el sano encauzamiento de la misma, y no en su perversa alteración; finalmente, y por supuesto, la Iglesia respondió como siempre hace, es decir, con ira y rencor, que es lo que mejor sabe hacer, ya que sus miembros son unos pobres paletos sin estudios que se asustan y acomplejan frente a cualquiera que ponga en duda su doctrina. Pero si ya la trama de la película parte de esa insistente, consabida y sibilina argumentación, a la que por desgracia estamos ya más que habituados, fijémonos en el lema promocional del cartel, que servirá de base para nuestro  pequeño artículo: "Genio. Rebelde. Liberador".




   Empecemos por lo de genio. Como todo el mundo sabe, y como de ello deja constancia el film, la vida religiosa de Martín Lutero comienza durante una pavorosa tormenta, momento en el que se acogió a la protección de santa Ana. Ciertamente, tan aterrorizado estaba por este inofensivo fenómeno natural que le prometió a aquella que consagraría su vida entera al Creador si lo salvaba de los rayos y de los truenos que lo estaban asediando. Sin duda, cumplió su promesa, pero trocó ese miedo a la naturaleza por el que comenzó a profesarle al mismísimo Señor (fíjese el lector que no estamos hablando del temor reverencial que debe otorgarle cualquier cristiano, sino de un auténtico pavor, e incluso de un odio inusitado); de este modo, no solo fue incapaz de celebrar una sola misa por el exagerado respeto que sentía hacia el sacramento del altar (algo que aparentemente es digno de  todo elogio, puesto que parece reflejar ese sano temor cristiano antes mencionado, pero que oculta en realidad una soberbia desmedida, ya que deplora la elección de Jesucristo sobre sí mismo, entre otras muchas cosas), sino que incluso llegó a desear que Dios no existiera, algo que también recoge la cinta, aunque casi de pasada. El genio reformador profirió este radical anhelo después de creer que sus pecados eran tan grandes (¿recuerda el lector lo de la soberbia?) que nadie los podía perdonar, ni siquiera el Padre celestial (debemos apuntar que estos pensamientos solían asaltarle en la letrina, el lugar donde los dolores gástricos de su célebre estreñimiento lo flagelarían hasta el punto de sonsacarle sus más recónditas faltas); así, el que vendió la papeleta de un Dios infinitamente misericordioso, propició en verdad la errónea visión del Juez vengador, que hoy sin embargo es atribuida al catolicismo (además, esto daría pie al ateísmo de nuestro tiempo: si Dios no existe, no puede imputar a nadie de ningún pecado, por lo que es preferible su inexistencia). 

   En cuanto a lo de rebelde, la película nos lo presenta como un hombre adelantado a su tiempo, paseando por el aula de Teología entre sus alumnos como un abogado de película americana entre los miembros del jurado ("Señores del jurado, vean a mi cliente: ¿cómo puede ser un asesino con esa cara de bueno? Las circunstancias lo eximen de su pecado"), o bien como el Tom Berenger de El sustituto (Robert Mandel, 1996), es decir, repartiendo estopa (dialéctica) a los oyentes malotes. Sin embargo, lo cierto es que sus clases no se caracterizaban por la hondura de su razonamiento, sino por el más tenaz de los adoctrinamientos, ya que divulgaba sus propias ideas respecto de la Escritura sin atender a lo que anteriormente habían dicho los maestros sobre ella (autorizaba y desautorizaba libros bíblicos al albur de su apetencia); además, repartía entre sus adeptos los panfletos que había elaborado con Cranach el Viejo, en los que arremetía sin rubor alguno contra el papa y contra la Casa de Habsburgo, que reinaba en ese momento sobre Alemania y sobre la mayor parte de Europa. Por otro lado, debemos indicar que esta rebeldía de pitiminí fue más bien el producto de una rabieta que la consecuencia de su pretendida genialidad (¿recuerda el lector lo que afirmábamos de su soberbia?), ya que, cuando el sumo pontífice lo llamó al orden, uso contra él las mismas vejaciones que había usado... ¡contra los que se habían opuesto a la doctrina del sumo pontífice! En cuanto a la doctrina de las indulgencias, que supuestamente originó este cisma dentro de la Iglesia, y que era una manera fácil de enriquecerse, sorprende que Lutero nunca se manifestara en contra del dineral que recibía a espuertas del príncipe Federico el Sabio (en la película, el gran Peter Ustinov), que no solo patrocinaba cada uno de sus exabruptos contra aquella, sino que también financiaba sus clases en la universidad que él mismo había fundado, y en la que, como hemos visto, se vituperaba una y otra vez la figura del papado (por cierto, si el príncipe Federico prohibió la predicación de las indulgencias en Sajonia fue para impedir el enriquecimiento de su rival, Alberto de Brandeburgo, y no por rebeldía contra la Iglesia, como postula el film).

   Y por último, liberador. Si hay un término que continúa engatusando a la sociedad de nuestro tiempo es "libertad", así como todos aquellos que se circunscriben dentro de su campo semántico, como el mencionado "liberador". Pero estos términos encierran muchas veces una gran mentira, puesto que detrás de ellos se agazapan los menos agraciados de "esclavitud" u "opresión" (esto es algo que podemos estudiar en el desarrollo de la Revolución francesa, en el de la Revolución rusa y en la actualidad catalana, donde se enarbolan consignas libertarias con el ingenuo propósito de aupar al estrado a quienes los tiranizarán sin paliativos). Por este motivo, no es extraño que con Lutero pasara lo mismo (incluso hay historiadores que defienden que fue él quien inició esta popular falacia): mediante su violento adoctrinamiento, que iba desde la citada distribución de pasquines hasta la creación de pegadizas (y despectivas) tonadillas contra el papa, la Iglesia y el Imperio español, propagó la idea de que el pueblo alemán estaba sojuzgado por estos últimos, y que, por ende, debía desuncirse de su ominoso yugo; sin embargo, lo que estaba promoviendo en realidad era la autonomía de los príncipes alemanes, que deseaban gobernar sus territorios sin las injerencias imperiales ni vaticanas, manifiestamente contrarias a sus aspiraciones independentistas. De este modo, el reformador, fiel a ese concepto de libertad que antes hemos citado, escribió un texto en 1523 en el que postulaba sin tapujos que sus señores terrenales debían gobernar la Iglesia, y no el papa, que era un extranjero a ojos de la naciente Alemania; así que cuando exhortaba a los cristianos alemanes a luchar por su libertad, los estaba empujando realmente a la esclavitud de sus reyezuelos. Desgraciadamente, esto tuvo una consecuencia nefasta, que sin embargo delata la incoherente personalidad de Lutero: la autonomía que los príncipes alemanes se arrogaron respecto del emperador español los condujo a incrementar los impuestos sobre los campesinos, que respondieron a esta injusticia mediante una célebre revuelta; el reformador, que en un primer momento había apoyado de manera indirecta este movimiento, cedió después a las presiones de los príncipes, por lo que apoyó las ejecuciones que estos llevaron a cabo sobre aquellos súbditos descontentos (en la película, ponen a Lutero como un mártir de su propia palabra, pues su mensaje de libertad es tan grande que él mismo no lo ha comprendido bien. El pobre...).




   Por supuesto, queda mucho por referir acerca de este díscolo religioso, que supuestamente puso en jaque a la Iglesia por el bien de la cristiandad, pero que en verdad arruinó esta y dividió de manera interesada aquella; sin embargo, un artículo sobre su doctrina teológica (la famosa sola fide) sería excesivamente largo, por lo que conviene remitirse a libros especializados en ella. Aquí solo hemos pretendido acercarnos a esa figura que hoy está siendo ensalzada por muchos, pese al desastre que le supuso a la vieja Europa, y abrir así los ojos a quienes crean que es un hombre digno de respeto, o un genio rebelde y liberador, como afirma el lema promocional del film. Es posible que esos tales no sepan, o hayan olvidado, o no quieran saberlo, o desean ocultarlo, que Lutero está en la base del antisemitismo nacionalsocialista y que, no en balde, Hitler lo llegó a denominar padre de la nación alemana (sic): "Lo que es útil es quemar todas las sinagogas de los judíos, y si alguna ruina se salva del incendio, hay que cubrirla con arena y barro, para que nadie pueda ver ni siquiera una piedra o una teja de esa construcción" (Sobre los judíos y sus mentiras, 1523).

   Por todo esto, nosotros pensamos que el 31 de octubre de 1517 no es el origen de ninguna celebración, sino el obituario del auténtico cristianismo, que es el que se mantiene fiel al papa y a la doctrina de la Iglesia. Si esta debía ser reformada, lo demostraron personalidades tan conocidas como santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz o san Ignacio de Loyola, que no rompieron en ningún momento con ella, sino que la ayudaron y la apoyaron como unos buenos hijos hacen con su madre enferma. Como decíamos al principio, hasta hace unos años Martín Lutero era menospreciado incluso por sus correligionarios, que descubrían en él al hombre que los había abocado a una vida de esclavitud, rencor y miedo, sentimientos que antes desconocían en su vida cotidiana (y por ello se produjo este film, con el firme propósito de limpiar su figura); sin embargo, hoy es reconocido incluso por los que fueron menospreciados por él, dándonos a entender que, o bien no saben quién era, o bien lo hayan olvidado, o bien no quieren saberlo, o bien desean ocultarlo.    



   

lunes, 19 de junio de 2017

Ignacio de Loyola

   Afortunadamente, desde hace un par de semanas venimos abordando en este blog el cine de temática religiosa. De esta manera, escribíamos sobre Las inocentes (Anne Fontaine, 2016), un estupendo film que desvelaba el dolor de un grupo de monjas a manos de los soldados soviéticos (aquí), y sobre La promesa (Terry George, 2016), una aproximación al sufrimiento de la Iglesia armenia (aquí). Por este motivo, hoy traemos a colación Ignacio de Loyola (Paolo Dy & Cathy Azanza, 2016), un largometraje estrenado recientemente que detalla la biografía del fundador de la Compañía de Jesús.

   Por desgracia, y como también denunciábamos en las entradas anteriores, se trata de otra película ultrajada por la distribución española. En efecto, a diferencia de las superproducciones que atestan nuestras salas, esta se ha visto reducida a un selecto número de pantallas (aquí), por lo que su impacto social será muy escaso. A nuestro parecer, esto es una gran injusticia, ya que, sin ser un buen largometraje, está por encima de los engendros cinematográficos que ofrece el séptimo arte actual. Por esta razón, le dedicamos el artículo de esta semana.




   Ignacio de Loyola es un soldado del Ejército castellano que lucha contra las tropas francesas en Pamplona. Aunque su mayor aspiración consista en convertirse en un gran militar, su carrera se truncará por culpa de un accidente. Durante su convalecencia, lee varias vidas de santos, que lo conducen a preguntarse si realmente el éxito mundano merece la pena. Por ello, en cuanto se recupere, consagrará su existencia a Dios, dándolo a conocer a través de su predicación y de sus famosos ejercicios espirituales.

   Como vemos, la película se centra exclusivamente en la juventud de san Ignacio, obviando aquello que le ha otorgado su renombre: la fundación de la Compañía de Jesús. Esto se debe a que su autor ha querido describir una historia eterna y universal, acercando el personaje al mundo de hoy y evitando así la nota que lo diferencia del resto (aquí). Por este motivo, está rodada con un lenguaje muy actual y con una narrativa propia de la televisión, pues el espectador está más acostumbrado a la forma de transmitir de esta, caracterizada por la rapidez, que a la del cine, de mayor lentitud. Sin embargo, esta buena intención es precisamente su error.

   Ciertamente, describir una figura histórica siempre es una tarea complicada, puesto que supone la inmersión en el ambiente que la rodeó. Por supuesto, uno puede condescender al propósito que tenga para hacerlo, y eludir de esta manera ciertos aspectos de aquella que no casan del todo con este último. Pero esto no puede ser la nota dominante de todo el conjunto, ya que le otorga a este un descrédito inmerecido (un ejemplo de ello puede ser, mutatis mutandis, la horrorosa y malintencionada 1898. Los últimos de Filipinas: aquí). Así, el lenguaje facilón de esta cinta, la ingenuidad con que es tratado el personaje de san Ignacio y el recurso común a los tópicos de la Inquisición hacen de ella un título fallido. De este modo, y como indicábamos arriba, parece más un documental catequético que un biopic.




   En cuanto a la intención del film, merece todo nuestro respeto. Como hemos dicho, uno puede soslayar ciertos aspectos históricos en favor de una causa concreta, pues la descripción del conjunto podría arrinconar a esta. En el caso de Ignacio de Loyola, se trata del encuentro del hombre con Dios, algo más común en nuestro tiempo de lo que parece. Y es que, en efecto, pese a las comodidades y la llamada al éxito que padece la sociedad actual, esta también se ve azotada por la angustia de una vida insignificante y sin sentido. Por este motivo, más que nunca, ansía conocer al Otro, para que le otorgue significado y sentido a su propia existencia. Sin duda, el fundador de la Compañía de Jesús es un buen modelo para hallarlo, pues, dejándolo todo, y anonadándose a sí mismo, lo alcanzó.  

   No se trata, pues, de una gran película; incluso alguno pensará que es aburrida y hasta exagerada (principalmente, a la hora de enfrentar a san Ignacio con el diablo). Sin embargo, es un buen film para comprender la historia de una conversión y para meditar acerca del sentido de la propia vida. Por eso, desde aquí animamos al lector a que busque los cines donde se proyecta y la vea, ya que, como decíamos al inicio de este texto, está siendo ultrajada una vez más por la distribución española. Aunque, si de verdad quiere conocer un buen largometraje sobre el fundador de los jesuitas, le aconsejamos el visionado de El capitán de Loyola (José Díaz Morales, 1949), con un excelente guion de José María Pemán (aquí).



domingo, 22 de enero de 2017

Figuras ocultas

   Enero suele ser un mes propicio para disfrutar del buen cine. Ello se debe a que precede casi de inmediato a la ceremonia de entrega de los Óscar, que habitualmente tiene lugar a principios de marzo (este año, sin embargo, se celebrará el 26 de febrero). Las películas, pues, que optan al citado galardón esperan estas fechas para su estreno, de manera que estén más presentes en la memoria de los académicos estadounidenses, que son a la postre los encargados de elaborar la lista de las nominadas. El film que hoy nos ocupa pretende a todas luces formar parte de esta candidatura, ya que ofrece los requisitos que aquellos acostumbran a exigir: corte clásico, algún actor consagrado, revisionismo histórico y valores norteamericanos. Pero, además, lleva implícita cierta denuncia social, que le otorga mayor actualidad y, por tanto, mayor interés.  




   Katherine G. Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson son tres mujeres dotadas de unas altísimas cualidades intelectuales. Gracias a ello, trabajan como calculadoras en la NASA, un empleo duro, pero bien remunerado. Sin embargo, son incapaces de subir un peldaño más en su vida laboral, puesto que, no obstante su facultades, cuentan con un serio problema: son negras. En efecto, nos encontramos en la década de los sesenta, años en los que aún pervivían en los Estados Unidos las leyes de segregación racial. A pesar de este anacronismo, fue también la época de los grandes avances científicos, puesto que concluyó con la llegada del hombre a la luna. En este período tan paradójico, es donde aquellas debieron pugnar por sus derechos y demostrar sus cualidades.

   Ya hemos indicado que, en el aspecto técnico, se trata de una cinta clásica, que no arriesga en su puesta en escena; más bien al contrario, respeta con suma precisión las normas de la narrativa cinematográfica. Por supuesto, ello no significa que carezca de valor, sino que lo adquiere, ya que hoy nos topamos con muchísimas innovaciones fílmicas que, desgraciadamente, postergan el arte de la narración. Además, cuenta con unas actuaciones medidas, integradas a la perfección en el relato, que por fortuna tiene más peso que los intérpretes. Es destacable la actuación de las tres protagonistas, pero también la de los secundarios: Kevin Costner (repitiendo su papel de Trece días), Jim Parsons (dándole una vuelta de tuerca a su famoso Sheldon Cooper de la teleserie Big Bang) y Kirsten Dunst (ya muy alejada de sus intervenciones en la saga Spider-Man).

   En cuanto al revisionismo histórico de la cinta, es loable que esta haya optado por describir un contexto sombrío sin generar nuevos revanchismos. Ciertamente, la película no pretende construir un discurso político que enfrente a blancos y a negros, sino detallar un momento de la historia que fue superado gracias al trabajo y al empeño de sus protagonistas (para conocer más sobre ellas, recomiendo la lectura del siguiente artículo: aquí). Por supuesto, el ideal norteamericano, que postula que cualquiera puede alcanzar sus ambiciones mediante estos dos, está muy presente.




   Pero la película también ofrece un panorama muy actual. En efecto, en un período de la historia (el nuestro) en que el esfuerzo, el carácter y la competitividad han sido descartados, nos propone el ejemplo de un trío de mujeres negras que, mediante su intelecto, arrostraron todos los prejuicios que había entonces contra ellas. En este sentido, son muy significativas dos escenas: por un lado, aquella en la que Katherine G. Johnson (Taraji P. Henson) explica a sus hijas menores que la mayor tiene más privilegios porque tiene más responsabilidades; por el otro, la que protagoniza Mary Jackson (Janelle Monáe), que acusa a su esposo de repetir consignas y de usar la violencia contra la segregación, en vez de combatirla con sus muchas cualidades.   

   Se trata, pues, de un film clásico, pero moderno; que apuesta por la narrativa más tradicional, pero que plantea una problemática muy actual. Es por ello que merecerá alguna candidatura, aunque tal vez no aspire al máximo galardón, el de la mejor cinta del año. No obstante, continuará siendo un gran largometraje, que tendremos que ver y que nos ayudará a reflexionar acerca de la condición humana.