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lunes, 5 de febrero de 2018

The Disaster Artist

   Vaya por delante que este post no es una crítica al uso de la gran película de James Franco que aún podemos ver en nuestras pantallas de cine; sin embargo, su título y su temática me dan pie a lanzar una diatriba contra los desastrosos artistas que pululan por el Hollywood actual (desconozco si en inglés se entiende el carácter despectivo que se le pretende otorgar aquí en español), pues, aunque sean buenos intérpretes, merecen todo mi desprecio, ya que han relegado su oficio actoral en favor de un discurso político oportunista: por esta razón, para mí son unos artistas desastrosos. En efecto, el próximo 4 de marzo se supone que se entregarán los premios de la Academia a las mejores películas del año, pero en realidad se condecorará a las que mejor hayan asumido el discurso de moda, que a la sazón es el feminismo. Sin duda, no se trata de una práctica nueva, pues ya el año pasado se pretendió agradar a la comunidad negra de América (o afroamericana, o de color, o como se tenga que decir, para que aquí nadie se ofenda) mediante el galardón a Moonlight (Barry Jenkins, 2016), que no solo era inferior a La La Land (Damien Chazelle, 2016), su competidora, sino que no interesó a nadie (pero que había que premiar, porque trataba la historia de un negro de infancia difícil, que había flirteado con las drogas y que encima era homosexual: ¿alguien da más?).

   Este año, como decimos, les toca el turno a las mujeres de la industria, que, según ellas, han sido siempre ninguneadas por la misma (y lo dicen mujeres como Meryl Streep u Oprah Winfrey, que están en la cúspide del estrellato): de este modo, tendremos que ver cómo se disputan el premio a la mejor cinta del año largometrajes como Los archivos del Pentágono (Steven Spielberg, 2017), que procura demostrar el peso que tuvo una fémina (casualmente, interpretada por la Streep) para desarrollar la libertad de prensa en Estados Unidos; Tres anuncios en las afueras (Martin McDonagh, 2017), que narra la lucha de una madre por hallar justicia en el caso de violación y asesinato de su hija, y Lady Bird (Greta Gerwig, 2017), que no sé muy bien de qué va, pero que está dirigida por una mujer. Así, y aunque no dude de la calidad artística de estas películas, me pregunto si habrían sido nominadas a dicho premio si no hubieran aprovechado el discurso imperante (respecto de la cinta de Spielberg, hablo aquí; en cuanto a Tres anuncios en las afueras, que me encantó, no me parece digna de codearse con aquella, técnicamente superior y muy del gusto de Hollywood, y sobre Lady Bird, aún no me he forjado una opinión, pero su estilo indie la hace más propia de Sundance que de Hollywood).

   Como esta es, por tanto, una práctica habitual en el Hollywood de hoy, el cinéfilo podría estar más que acostumbrado a ella; sin embargo, y como la Academia debe reinventarse una y otra vez para estar siempre en el candelero, este año ha sabido rizar el rizo de lo esperpéntico, o, en una expresión más anglosajona, ha sabido dar otra vuelta de tuerca, por lo que nos ha cogido a todos desprevenidos. Ciertamente, no es que solo haya decidido beneficiar a los cineastas que mejor se acomoden al discurso político de moda, sino que también ha resuelto castigar a quien no lo haga, o al que simplemente sea sospechoso de no hacerlo; en este caso, la cabeza de turco ha sido James Franco, quien, a pesar de habernos regalado una de las mejores obras del año, la citada The Disaster Artist (id., 2017), no ha contado con el reconocimiento de la meca del cine, más allá de una simple mención a su guion adaptado (en su lugar, han puesto películas como Déjame salir y La forma del agua, que cualquier otro año habrían pasado del Festival de Cine de San Sebastián a las estanterías de un videoclub). Pero veamos a continuación el porqué.




   En efecto, la noticia saltaba a la palestra poco después de la última edición de los Globos de Oro, esa oda al postureo feminista que nos tuvimos que tragar todos los que solo queríamos ver una entrega de premios cinematográficos (aquí): resulta que, mientras el citado James Franco recogía su galardón al mejor actor de comedia por su película, tres actrices ponían el grito en el cielo (o en Twitter, que para el caso es lo mismo), porque decían que habían sido acosadas sexualmente por el cineasta (aquí). Es evidente que, ante un (oportuno) escándalo de esta índole, la Academia no podía responder de otra manera que retirándole la consabida nominación a los Óscar (aquí); así, y aunque el trío de mujeres se arrepentía poco después de su denuncia por falta de pruebas, y pese a que varios cineastas salieron en defensa del actor (aquí), la decisión estaba tomada y Franco no podría optar al reconocimiento otorgado por la estatuilla dorada. De este modo, y como decíamos arriba, el otrora protagonista de El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011) no solo no va a tener la oportunidad de ver premiada su cinta sobre el rodaje de la delirante The Room (Tommy Wiseau, 2003), sino que  incluso ha sido sancionado por su (supuestamente) deplorable conducta contra las mujeres (veremos si además esto repercute en el futuro de su carrera). En definitiva, Hollywood parece haberse convertido en una suerte de Ministerio de la Moralidad, que tiene como fin premiar o castigar a los cineastas que, según el caso, se acomoden o no a sus cánones éticos (no estamos hablando de una función educativa, que es lícita en cualquier arte, sino directamente de una labor coercitiva, que es una atribución del Estado).

   Indudablemente, esto nos puede recordar la famosa caza de brujas desatada en Hollywood allá por los años cincuenta, y que hoy, sin embargo, es denostada por muchos. En efecto, en época del senador McCarthy, se desarrolló una persecución sistemática contra todo aquel que, debido a su afinidad política, pudiera poner en riesgo a la sociedad estadounidense; a la sazón, el Comité de Actividades Antinorteamericanas fijó su mirada en la meca del cine, puesto que la farándula de todos los países siempre ha virado más hacia la izquierda que hacia la derecha, algo que este no podía permitir en su misión de conservar la integridad del pueblo americano, que entonces andaba a la gresca con la Unión Soviética. Para lograr este objetivo, ideó un plan que nunca ha dejado de tener eficacia, pese a su probada antigüedad: recompensar con el éxito (crematístico, social o artístico) a todo aquel que delatase a sus compañeros de profesión. Gracias a estas promesas, muchos cineastas se subieron al carro de la denuncia, incluyendo el más famoso de todos ellos: Elia Kazan, autor, entre otras, de Un tranvía llamado Deseo (id., 1951), ¡Viva Zapata! (id., 1952) y Al este del Edén (id., 1955), que reveló el nombre de los cineastas hollywoodenses afiliados al Partido Comunista (a este respecto, pues, los historiadores del séptimo arte afirman que su decisión proyectó su carrera, pero, a mi juicio, esta ya era lo suficientemente buena como para tener que traicionar a sus compañeros; de hecho, él siempre dijo que lo hizo por el bien de América, puesto que provenía de un país, el Imperio otomano, donde no existía la libertad que allí había encontrado, una confesión que quedó patente en su inmortal obra América, América). Sea como fuere, muy pocos le perdonaron a Kazan su traición, por lo que, cuando llegó el momento de homenajearlo en la ceremonia de los Óscar de 1999, hubo actores que ni le aplaudieron en señal de protesta (aquí).




   Hoy, la caza de brujas en Hollywood no está dirigida por el Estado americano, con el fin de localizar y de castigar a los comunistas, sino que está siendo perpetrada por Hollywood mismo, con el propósito de premiar a quienes sean adeptos a su régimen, y de penar en consecuencia a quienes no lo sean. Como el régimen que ahora impera es el del feminismo más rancio, clasista y peligroso, esta es la norma que todos deben acatar para continuar formando parte de la industria cinematográfica; es decir, que se ha convertido en aquel Estado opresor del que abominó y que coartó su libertad de opinión. Sin embargo, y a diferencia de lo aconteció en los años cincuenta, ahora todo el mundo aplaude esta maligna conversión, porque quizás estén más aterrorizados que entonces y necesiten, pues, sobrevivir a la quema inquisitorial que se está llevando a cabo (recordemos que McCarthy exigía denuncias fundadas, mientras que ahora puede ser delatado cualquier hombre por cualquier mujer anónima y por cualquier excusa... ¡aunque solo sea el haberla mirado!). Además, esta hipócrita moral solo dicta los dogmas que le interesa al Hollywood moderno, ya que, mientras que supuestamente lucha por el bien de la mujer, que es lo que está de moda (una pugna que está siendo promovida por mujeres millonarias que han reconocido sus cesiones sexuales para obtener papeles en determinados filmes), perdona a pedófilos como Roman Polanski (La semilla del diablo) y hace oídos sordos a las declaraciones de Elijah Wood (el entrañable Frodo de El señor de los anillos), que desveló toda una trama de pederastia en el seno de la meca del cine (aquí). Incluso podríamos decir que, en este sentido, el susodicho y arrogante Ministerio de la Moral hollywoodense se ríe de las víctimas infantiles, puesto que ha tenido a bien nominar a mejor cinta del año la película Llámame por tu nombre (Luca Guadagnino, 2017), un título que ensalza el amor homosexual entre un adulto y un menor, pese al descontrol psicológico que ello supone para cualquier niño (aquí).

   Es posible que, cuando comencé el presente texto diciendo que The Disaster Artist era la mejor película del año, exagerase un poco, puesto que, ciertamente, las hay mejores (pese a su oportunismo, por ejemplo, me parece de mejor factura el film de Steven Spielberg); pero, sin duda, se trata del mejor exponente de la situación que estamos viviendo en la actualidad, en la que una industria cinematográfica ha impuesto un credo que todos debemos asumir sin rechistar. En efecto, nos encontramos en una nueva y más peligrosa caza de brujas, en la que cualquier ciudadano del mundo debe participar para sentirse recompensado por este Estado tiránico (solo hay que ver la mala copia de gala feminista que nos ha ofrecido la irrisoria ceremonia de los Goya de este año); en una nueva Inquisición política, que imita el supuesto modelo de la Iglesia medieval para señalar, torturar y matar a los que disientan (he escrito "supuesto modelo", porque la Inquisición nunca actuó así, pese a que Hollywood diga que sí). En este terrible estado de las cosas, James Franco ha recibido su castigo ejemplar, para que nadie abra la boca si no quiere padecer sus mismas consecuencias; pero yo me pregunto: si algún día cambian los dogmas hollywoodenses actuales, ¿cambiarán con ellos todos los que hoy los aplauden? Estoy convencido que sí.



domingo, 24 de septiembre de 2017

Kramer contra Kramer

   La semana pasada, recomendábamos aquí la película Fences (Denzel Washington, 2016), ya que presentaba un modelo íntegro de mujer en su rol de esposa y de madre a través del personaje de Viola Davis (aquí). Paradójicamente, hoy traemos a colación un film que parece evidenciar la figura materna, pero que en el fondo se trata de una reivindicación de la misma: Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979). Es probable que en la actualidad engrosaría el amplio listado de largometrajes de sobremesa, pero en su momento presentó un tema tan candente que consiguió llevarse el máximo galardón en la entrega de los Óscar del año de su estreno.




   Ted Kramer (Dustin Hoffman) es un exitoso ejecutivo de publicidad, por lo que piensa que goza de una vida feliz. Sin embargo, el día en que le proponen un ascenso, es abandonado por su mujer (Meryl Streep), que no está satisfecha con su matrimonio. A partir de ese momento, aquel debe hacerse cargo de su hijo (Justin Henry), al que no conocía tanto como creía; por ello, se esforzará en darle una buena educación y en ser el padre que nunca fue, ya que pasaba los días embebido en su trabajo.

   Como indicábamos al principio del artículo, este argumento podría ser fácilmente la historia de un drama propio de la televisión del mediodía; por supuesto, el motivo es que afronta los temas que caracterizan a esta especie de subgénero: marido absorto por su trabajo, mujer insatisfecha en el matrimonio, la sombra del divorcio que amenaza a ambos, y un largo etcétera. Sin embargo, lo cierto es que, aunque ahora estemos acostumbrados a estos asuntos, a finales de los años setenta no era común que el cine los abordase de manera tan explícita, y mucho menos bajo la perspectiva de una tragedia, que es lo que realmente detalla el film. En la actualidad, numerosos críticos acusan a la Academia de Hollywood de haber sido injusta, puesto que relegó la magistral Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) en favor de esta; pero, mientras que a la sazón la meca del cine ya había visto suficientes conflictos bélicos en la pantalla, nunca había presenciado uno tan desconocido: el que vive un matrimonio durante su divorcio.




   Precisamente, como es la idea de conflicto la que aletea sobre todo el metraje de la película, esta nos presenta en sus primeras imágenes las dos figuras beligerantes: por un lado, la esposa, que desea derribar el supuesto muro matrimonial que impide su propio desarrollo; por el otro, el marido, que ha ido levantando dicho impedimento a través de su obsesión por el trabajo. Asimismo, presenta el campo de batalla sobre el que ambos mantendrán esta dura contienda: su hijo. En efecto, este padecerá los atropellos mutuos y continuos de aquellos dos, que no lo tendrán en cuenta durante su particular guerra conyugal. Sin embargo, llegado el momento, servirá de acicate para infundir el amor que ambos han perdido; en concreto, será Dustin Hoffman quien sucumba antes a él, ya que descubrirá que su felicidad no estribaba en el éxito laboral, sino en la entrega cotidiana por su retoño.

   Por el contrario, y como señalábamos arriba, en este conflicto parece que sale perdiendo la esposa, ya que es presentada como el enemigo que no acepta su derrota. Sin embargo, en el fondo ha vivido la misma conversión que su marido, puesto que ha descubierto que su auténtica realización como mujer se encuentra en la maternidad. Evidentemente, no podemos negar que el director se ceba en ella, pues hace que aparezca en el metraje cuando el amor entre el padre y el hijo se ha consolidado lo suficiente, generando así un nuevo conflicto con el primero y estableciendo otra vez al segundo como eterno campo de batalla; pero creemos que esto no debe ser entendido como una recriminación, sino como un giro dramático (real) que pone sobre el tapete la necesidad de la unión familiar y, en consecuencia, la importancia de la figura materna.

   Vemos, pues, que, a pesar de su antigüedad, la película sigue siendo muy actual, puesto que el número de divorcios aumenta cada año de manera preocupante. Al mismo tiempo, comprobamos que requiere un visionado atento, ya que presenta este dilema bajo una perspectiva real, que muchas veces es omitida por esos telefilmes que anteriormente citamos. En efecto, estos suelen exhibir parejas reestructuradas que viven felices en sus nuevos entornos, pero que no aluden nunca a esa guerra que los ha llevado a separarse de sus anteriores matrimonios, ni a las víctimas inocentes que han caído durante el combate: sus hijos. Por último, creemos que se trata de una rara avis en la sociedad de nuestro tiempo, porque se atreve a insinuar cierta malicia por parte de la mujer, algo que hoy sería prácticamente imposible de hacer.




domingo, 17 de septiembre de 2017

Fences

   Si la semana pasada abordábamos la relación paternofilial que proponía la cinta Últimos días en el desierto (Rodrigo García, 2015) [aquí], hoy debemos acometer la maternofilial. Para ello, sugerimos la película Fences (Denzel Washington, 2016), tercera incursión del célebre actor de El vuelo (Flight) (Robert Zemeckis, 2012) como realizador tras Antwone Fisher (id., 2002) y The Great Debaters (id., 2007). Se trata de un largometraje denso, pero muy provechoso, por lo que optó al premio a la mejor obra del año en la última edición de los Óscar. Desgraciadamente, se vio ensombrecido por la inferior Moonlight (Barry Jenkins, 2016), aunque recibió su justo galardón a la mejor actriz secundaria, Viola Davis, que interpreta a la madre y esposa que aquí queremos analizar hoy.




   Troy Maxson (Denzel Washington) es un padre de familia negro con un pasado glorioso en el mundo del béisbol, pero que actualmente trabaja como basurero en su ciudad. Él acusa a los blancos de su suerte, por lo que ha cultivado durante mucho tiempo un odio muy grande hacia ellos, rencor que ha procurado inculcar en los suyos. Lo acompañan su esposa Rose (Viola Davis) y sus hijos Lion (Russell Hornsby) y Cory (Jovan Adepo), con quienes mantiene una relación distante; además, cuida esporádicamente de su hermano Gabriel (Mykelti Williamson), que volvió de la Segunda Guerra Mundial con serios problemas mentales.

   Como hemos dicho arriba, la película fue presentada en la última edición de los Óscar, pero no obtuvo el reconocimiento merecido, pese a que se ubicaba en un contexto idóneo para ello. En efecto, a nadie le pasa por alto que la Academia de Hollywood ha querido congraciarse este año con la sociedad negra americana, que pasó desapercibida en las galas anteriores, definidas por aquella como "demasiado blancas" (aquí). De este modo, competían por el título cintas del calibre reivindicativo como esta que nos ocupa, la magnífica Figuras ocultas (Theodore Melfi, 2016) [aquí] y la mencionada Moonlight (suponemos que este año le tocará el turno a la reciente Detroit). Ciertamente, es posible que esta última incidiera más en los problemas raciales de los Estados Unidos que Fences, pero pensamos que el film de Washington, además de su cruda descripción de la vida cotidiana de una familia negra en dicho país, presenta un situación más asequible para el público de todo el mundo: la mujer como madre y esposa.




   En efecto, en una escena particularmente dura del metraje, Denzel Washington le confiesa a su esposa la frustración que siente a diario, pues piensa que ha echado a perder su propia vida; pero ella lo recrimina, advirtiéndole que nunca se ha separado de su lado, pese a las oportunidades que ha tenido para ello, por lo que su queja no tiene ningún sentido. De este modo, se erige como una mujer fuerte y consecuente, que ha sido leal a su esposo y a su familia a pesar de las múltiples adversidades que han experimentado juntos. Para él, ella es el ejemplo del cónyuge que no se amilana frente a la tribulación (¿recordáis el consentimiento mutuo del rito matrimonial: "Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad"?) , que no tira la toalla cuando las cosas van mal, que no desprecia a su marido cuando este pasa por malos momentos; es un ejemplo de perdón, de misericordia, de paciencia y de constancia; de la persona que alienta y tiene esperanza, que es optimista y que busca la alegría incluso en los peores instantes del matrimonio. Pero también es la buena madre que quiere a su prole, que comprende la tensión que media entre un hijo y un padre (en la cinta, es muy similar a la que aparece en Últimos días en el desierto), por lo que procura ser el eje amoroso de unión y comprensión entre el uno y el otro.

   Sin duda, la película toca otros temas de interés, como la barrera del título (recordemos que Fences significa precisamente "barrera"), una metáfora sobre los impedimentos que pone una persona en su relación con los demás. Pero el que aquí presentamos no debe pasar desapercibido, puesto que se trata de una lección magistral de lo que debe ser una esposa y una madre. Por desgracia, es un concepto de mujer de muy poco calado en la actualidad, ya que hoy se pretende buscar una realización femenina lejos de tales roles. Sin embargo, este es el motivo por el que aquí la recomendamos esta semana y por el que animamos a todos los lectores a que la mediten conforme a estos criterios.