Vaya por delante que este post no es una crítica al uso de la gran película de James Franco que aún podemos ver en nuestras pantallas de cine; sin embargo, su título y su temática me dan pie a lanzar una diatriba contra los desastrosos artistas que pululan por el Hollywood actual (desconozco si en inglés se entiende el carácter despectivo que se le pretende otorgar aquí en español), pues, aunque sean buenos intérpretes, merecen todo mi desprecio, ya que han relegado su oficio actoral en favor de un discurso político oportunista: por esta razón, para mí son unos artistas desastrosos. En efecto, el próximo 4 de marzo se supone que se entregarán los premios de la Academia a las mejores películas del año, pero en realidad se condecorará a las que mejor hayan asumido el discurso de moda, que a la sazón es el feminismo. Sin duda, no se trata de una práctica nueva, pues ya el año pasado se pretendió agradar a la comunidad negra de América (o afroamericana, o de color, o como se tenga que decir, para que aquí nadie se ofenda) mediante el galardón a Moonlight (Barry Jenkins, 2016), que no solo era inferior a La La Land (Damien Chazelle, 2016), su competidora, sino que no interesó a nadie (pero que había que premiar, porque trataba la historia de un negro de infancia difícil, que había flirteado con las drogas y que encima era homosexual: ¿alguien da más?).
Este año, como decimos, les toca el turno a las mujeres de la industria, que, según ellas, han sido siempre ninguneadas por la misma (y lo dicen mujeres como Meryl Streep u Oprah Winfrey, que están en la cúspide del estrellato): de este modo, tendremos que ver cómo se disputan el premio a la mejor cinta del año largometrajes como Los archivos del Pentágono (Steven Spielberg, 2017), que procura demostrar el peso que tuvo una fémina (casualmente, interpretada por la Streep) para desarrollar la libertad de prensa en Estados Unidos; Tres anuncios en las afueras (Martin McDonagh, 2017), que narra la lucha de una madre por hallar justicia en el caso de violación y asesinato de su hija, y Lady Bird (Greta Gerwig, 2017), que no sé muy bien de qué va, pero que está dirigida por una mujer. Así, y aunque no dude de la calidad artística de estas películas, me pregunto si habrían sido nominadas a dicho premio si no hubieran aprovechado el discurso imperante (respecto de la cinta de Spielberg, hablo aquí; en cuanto a Tres anuncios en las afueras, que me encantó, no me parece digna de codearse con aquella, técnicamente superior y muy del gusto de Hollywood, y sobre Lady Bird, aún no me he forjado una opinión, pero su estilo indie la hace más propia de Sundance que de Hollywood).
Como esta es, por tanto, una práctica habitual en el Hollywood de hoy, el cinéfilo podría estar más que acostumbrado a ella; sin embargo, y como la Academia debe reinventarse una y otra vez para estar siempre en el candelero, este año ha sabido rizar el rizo de lo esperpéntico, o, en una expresión más anglosajona, ha sabido dar otra vuelta de tuerca, por lo que nos ha cogido a todos desprevenidos. Ciertamente, no es que solo haya decidido beneficiar a los cineastas que mejor se acomoden al discurso político de moda, sino que también ha resuelto castigar a quien no lo haga, o al que simplemente sea sospechoso de no hacerlo; en este caso, la cabeza de turco ha sido James Franco, quien, a pesar de habernos regalado una de las mejores obras del año, la citada The Disaster Artist (id., 2017), no ha contado con el reconocimiento de la meca del cine, más allá de una simple mención a su guion adaptado (en su lugar, han puesto películas como Déjame salir y La forma del agua, que cualquier otro año habrían pasado del Festival de Cine de San Sebastián a las estanterías de un videoclub). Pero veamos a continuación el porqué.
En efecto, la noticia saltaba a la palestra poco después de la última edición de los Globos de Oro, esa oda al postureo feminista que nos tuvimos que tragar todos los que solo queríamos ver una entrega de premios cinematográficos (aquí): resulta que, mientras el citado James Franco recogía su galardón al mejor actor de comedia por su película, tres actrices ponían el grito en el cielo (o en Twitter, que para el caso es lo mismo), porque decían que habían sido acosadas sexualmente por el cineasta (aquí). Es evidente que, ante un (oportuno) escándalo de esta índole, la Academia no podía responder de otra manera que retirándole la consabida nominación a los Óscar (aquí); así, y aunque el trío de mujeres se arrepentía poco después de su denuncia por falta de pruebas, y pese a que varios cineastas salieron en defensa del actor (aquí), la decisión estaba tomada y Franco no podría optar al reconocimiento otorgado por la estatuilla dorada. De este modo, y como decíamos arriba, el otrora protagonista de El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011) no solo no va a tener la oportunidad de ver premiada su cinta sobre el rodaje de la delirante The Room (Tommy Wiseau, 2003), sino que incluso ha sido sancionado por su (supuestamente) deplorable conducta contra las mujeres (veremos si además esto repercute en el futuro de su carrera). En definitiva, Hollywood parece haberse convertido en una suerte de Ministerio de la Moralidad, que tiene como fin premiar o castigar a los cineastas que, según el caso, se acomoden o no a sus cánones éticos (no estamos hablando de una función educativa, que es lícita en cualquier arte, sino directamente de una labor coercitiva, que es una atribución del Estado).
Indudablemente, esto nos puede recordar la famosa caza de brujas desatada en Hollywood allá por los años cincuenta, y que hoy, sin embargo, es denostada por muchos. En efecto, en época del senador McCarthy, se desarrolló una persecución sistemática contra todo aquel que, debido a su afinidad política, pudiera poner en riesgo a la sociedad estadounidense; a la sazón, el Comité de Actividades Antinorteamericanas fijó su mirada en la meca del cine, puesto que la farándula de todos los países siempre ha virado más hacia la izquierda que hacia la derecha, algo que este no podía permitir en su misión de conservar la integridad del pueblo americano, que entonces andaba a la gresca con la Unión Soviética. Para lograr este objetivo, ideó un plan que nunca ha dejado de tener eficacia, pese a su probada antigüedad: recompensar con el éxito (crematístico, social o artístico) a todo aquel que delatase a sus compañeros de profesión. Gracias a estas promesas, muchos cineastas se subieron al carro de la denuncia, incluyendo el más famoso de todos ellos: Elia Kazan, autor, entre otras, de Un tranvía llamado Deseo (id., 1951), ¡Viva Zapata! (id., 1952) y Al este del Edén (id., 1955), que reveló el nombre de los cineastas hollywoodenses afiliados al Partido Comunista (a este respecto, pues, los historiadores del séptimo arte afirman que su decisión proyectó su carrera, pero, a mi juicio, esta ya era lo suficientemente buena como para tener que traicionar a sus compañeros; de hecho, él siempre dijo que lo hizo por el bien de América, puesto que provenía de un país, el Imperio otomano, donde no existía la libertad que allí había encontrado, una confesión que quedó patente en su inmortal obra América, América). Sea como fuere, muy pocos le perdonaron a Kazan su traición, por lo que, cuando llegó el momento de homenajearlo en la ceremonia de los Óscar de 1999, hubo actores que ni le aplaudieron en señal de protesta (aquí).
Hoy, la caza de brujas en Hollywood no está dirigida por el Estado americano, con el fin de localizar y de castigar a los comunistas, sino que está siendo perpetrada por Hollywood mismo, con el propósito de premiar a quienes sean adeptos a su régimen, y de penar en consecuencia a quienes no lo sean. Como el régimen que ahora impera es el del feminismo más rancio, clasista y peligroso, esta es la norma que todos deben acatar para continuar formando parte de la industria cinematográfica; es decir, que se ha convertido en aquel Estado opresor del que abominó y que coartó su libertad de opinión. Sin embargo, y a diferencia de lo aconteció en los años cincuenta, ahora todo el mundo aplaude esta maligna conversión, porque quizás estén más aterrorizados que entonces y necesiten, pues, sobrevivir a la quema inquisitorial que se está llevando a cabo (recordemos que McCarthy exigía denuncias fundadas, mientras que ahora puede ser delatado cualquier hombre por cualquier mujer anónima y por cualquier excusa... ¡aunque solo sea el haberla mirado!). Además, esta hipócrita moral solo dicta los dogmas que le interesa al Hollywood moderno, ya que, mientras que supuestamente lucha por el bien de la mujer, que es lo que está de moda (una pugna que está siendo promovida por mujeres millonarias que han reconocido sus cesiones sexuales para obtener papeles en determinados filmes), perdona a pedófilos como Roman Polanski (La semilla del diablo) y hace oídos sordos a las declaraciones de Elijah Wood (el entrañable Frodo de El señor de los anillos), que desveló toda una trama de pederastia en el seno de la meca del cine (aquí). Incluso podríamos decir que, en este sentido, el susodicho y arrogante Ministerio de la Moral hollywoodense se ríe de las víctimas infantiles, puesto que ha tenido a bien nominar a mejor cinta del año la película Llámame por tu nombre (Luca Guadagnino, 2017), un título que ensalza el amor homosexual entre un adulto y un menor, pese al descontrol psicológico que ello supone para cualquier niño (aquí).
Es posible que, cuando comencé el presente texto diciendo que The Disaster Artist era la mejor película del año, exagerase un poco, puesto que, ciertamente, las hay mejores (pese a su oportunismo, por ejemplo, me parece de mejor factura el film de Steven Spielberg); pero, sin duda, se trata del mejor exponente de la situación que estamos viviendo en la actualidad, en la que una industria cinematográfica ha impuesto un credo que todos debemos asumir sin rechistar. En efecto, nos encontramos en una nueva y más peligrosa caza de brujas, en la que cualquier ciudadano del mundo debe participar para sentirse recompensado por este Estado tiránico (solo hay que ver la mala copia de gala feminista que nos ha ofrecido la irrisoria ceremonia de los Goya de este año); en una nueva Inquisición política, que imita el supuesto modelo de la Iglesia medieval para señalar, torturar y matar a los que disientan (he escrito "supuesto modelo", porque la Inquisición nunca actuó así, pese a que Hollywood diga que sí). En este terrible estado de las cosas, James Franco ha recibido su castigo ejemplar, para que nadie abra la boca si no quiere padecer sus mismas consecuencias; pero yo me pregunto: si algún día cambian los dogmas hollywoodenses actuales, ¿cambiarán con ellos todos los que hoy los aplauden? Estoy convencido que sí.
Indudablemente, esto nos puede recordar la famosa caza de brujas desatada en Hollywood allá por los años cincuenta, y que hoy, sin embargo, es denostada por muchos. En efecto, en época del senador McCarthy, se desarrolló una persecución sistemática contra todo aquel que, debido a su afinidad política, pudiera poner en riesgo a la sociedad estadounidense; a la sazón, el Comité de Actividades Antinorteamericanas fijó su mirada en la meca del cine, puesto que la farándula de todos los países siempre ha virado más hacia la izquierda que hacia la derecha, algo que este no podía permitir en su misión de conservar la integridad del pueblo americano, que entonces andaba a la gresca con la Unión Soviética. Para lograr este objetivo, ideó un plan que nunca ha dejado de tener eficacia, pese a su probada antigüedad: recompensar con el éxito (crematístico, social o artístico) a todo aquel que delatase a sus compañeros de profesión. Gracias a estas promesas, muchos cineastas se subieron al carro de la denuncia, incluyendo el más famoso de todos ellos: Elia Kazan, autor, entre otras, de Un tranvía llamado Deseo (id., 1951), ¡Viva Zapata! (id., 1952) y Al este del Edén (id., 1955), que reveló el nombre de los cineastas hollywoodenses afiliados al Partido Comunista (a este respecto, pues, los historiadores del séptimo arte afirman que su decisión proyectó su carrera, pero, a mi juicio, esta ya era lo suficientemente buena como para tener que traicionar a sus compañeros; de hecho, él siempre dijo que lo hizo por el bien de América, puesto que provenía de un país, el Imperio otomano, donde no existía la libertad que allí había encontrado, una confesión que quedó patente en su inmortal obra América, América). Sea como fuere, muy pocos le perdonaron a Kazan su traición, por lo que, cuando llegó el momento de homenajearlo en la ceremonia de los Óscar de 1999, hubo actores que ni le aplaudieron en señal de protesta (aquí).
Hoy, la caza de brujas en Hollywood no está dirigida por el Estado americano, con el fin de localizar y de castigar a los comunistas, sino que está siendo perpetrada por Hollywood mismo, con el propósito de premiar a quienes sean adeptos a su régimen, y de penar en consecuencia a quienes no lo sean. Como el régimen que ahora impera es el del feminismo más rancio, clasista y peligroso, esta es la norma que todos deben acatar para continuar formando parte de la industria cinematográfica; es decir, que se ha convertido en aquel Estado opresor del que abominó y que coartó su libertad de opinión. Sin embargo, y a diferencia de lo aconteció en los años cincuenta, ahora todo el mundo aplaude esta maligna conversión, porque quizás estén más aterrorizados que entonces y necesiten, pues, sobrevivir a la quema inquisitorial que se está llevando a cabo (recordemos que McCarthy exigía denuncias fundadas, mientras que ahora puede ser delatado cualquier hombre por cualquier mujer anónima y por cualquier excusa... ¡aunque solo sea el haberla mirado!). Además, esta hipócrita moral solo dicta los dogmas que le interesa al Hollywood moderno, ya que, mientras que supuestamente lucha por el bien de la mujer, que es lo que está de moda (una pugna que está siendo promovida por mujeres millonarias que han reconocido sus cesiones sexuales para obtener papeles en determinados filmes), perdona a pedófilos como Roman Polanski (La semilla del diablo) y hace oídos sordos a las declaraciones de Elijah Wood (el entrañable Frodo de El señor de los anillos), que desveló toda una trama de pederastia en el seno de la meca del cine (aquí). Incluso podríamos decir que, en este sentido, el susodicho y arrogante Ministerio de la Moral hollywoodense se ríe de las víctimas infantiles, puesto que ha tenido a bien nominar a mejor cinta del año la película Llámame por tu nombre (Luca Guadagnino, 2017), un título que ensalza el amor homosexual entre un adulto y un menor, pese al descontrol psicológico que ello supone para cualquier niño (aquí).
Es posible que, cuando comencé el presente texto diciendo que The Disaster Artist era la mejor película del año, exagerase un poco, puesto que, ciertamente, las hay mejores (pese a su oportunismo, por ejemplo, me parece de mejor factura el film de Steven Spielberg); pero, sin duda, se trata del mejor exponente de la situación que estamos viviendo en la actualidad, en la que una industria cinematográfica ha impuesto un credo que todos debemos asumir sin rechistar. En efecto, nos encontramos en una nueva y más peligrosa caza de brujas, en la que cualquier ciudadano del mundo debe participar para sentirse recompensado por este Estado tiránico (solo hay que ver la mala copia de gala feminista que nos ha ofrecido la irrisoria ceremonia de los Goya de este año); en una nueva Inquisición política, que imita el supuesto modelo de la Iglesia medieval para señalar, torturar y matar a los que disientan (he escrito "supuesto modelo", porque la Inquisición nunca actuó así, pese a que Hollywood diga que sí). En este terrible estado de las cosas, James Franco ha recibido su castigo ejemplar, para que nadie abra la boca si no quiere padecer sus mismas consecuencias; pero yo me pregunto: si algún día cambian los dogmas hollywoodenses actuales, ¿cambiarán con ellos todos los que hoy los aplauden? Estoy convencido que sí.