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viernes, 12 de marzo de 2021

El camarada don Camilo

 

   El pasado mes de febrero se cumplían cincuenta años de la muerte de Fernandel, el famoso cómico que dio vida al entrañable don Camilo. Por este motivo, decidí recuperar las cinco películas que conforman la saga de este peculiar sacerdote cinematográfico y volver a verlas. Sin lugar a dudas, todas son muy divertidas, por lo que resulta harto difícil estimar cuál de todas es la mejor (esta dificultad es mayor si tenemos en cuenta que, en el fondo, son solo un conjunto de episodios unidos por un fino hilo argumental). Pero hay una que destaca sobre las demás, puesto que se aparta del escenario habitual –el valle del Po–, se aleja del formato episódico y revela por fin las cartas que esta antología llevaba ocultando desde el principio: el anticomunismo. Me estoy refiriendo a su colofón: El camarada don Camilo (Luigi Comencini, 1965).

   Como todo el mundo sabe, Pepone y don Camilo fueron creados por el periodista italiano Giovanni Guareschi (1908-1968). Este había combatido como oficial de artillería del bando del Eje en la Segunda Guerra Mundial, por lo que era furibundamente contrario a la ideario comunista (ello no quiere decir que fuera fascista, pues se opuso también con rotundidad a las políticas de Mussolini –de hecho, su anticomunismo provenía de su profunda fe católica, no de sus afinidades ideológicas–). Por este motivo, cuando constató de primera mano que, no bien hubo acabado el conflicto, Italia comenzó a virar hacia la izquierda, principalmente en los sectores cristianos, resolvió descubrir las argucias de esta ideología (a la sazón, se hizo famoso su lema: «En la cabina de voto, Dios te ve; Stalin, no», que aparece también en una de las cintas –si no recuerdo mal, en La revancha de don Camilo–). De esta manera, quiso que Pepone representase al pueblo engañado por el comunismo, mientras que don Camilo debía encarnar la voz de la Iglesia (y por ende, de la conciencia).

 


 

   Esta dicotomía fue presentada por Guareschi en diversos libros y relatos cortos –Don Camilo, La vuelta de don Camilo y El camarada don Camilo entre los primeros, y Gente así y El lechuguino pálido entre los segundos (publicados póstumamente)–, que de la misma manera que las películas, no dejaban de ser meras historietas unidas por una excusa argumental. Sin embargo, ninguna de estas aventuras era maniquea en sus premisas (es decir, don Camilo no era buenísimo por ser católico ni Pepone era malísimo por ser comunista), sino que se hacían eco de las miserias y defectos de cada uno de sus protagonistas, que eran descritos con evidente conmiseración. De hecho, para Guareschi, los más dignos de lástima eran los comunistas católicos, pues a su juicio, pese a que estuvieran actuando de buena fe, estaban siendo engañados por las políticas de Stalin (este sí, el mismísimo demonio).

   No obstante, este presupuesto compasivo que había caracterizado a las cintas de don Camilo cayó a plomo en esta última entrega. Y es que, en los años 60, fecha en la que fue rodada, a pesar de las advertencias veladas que habían hecho sus predecesoras, el Partido Comunista triunfó en Italia, convirtiéndose además en el más fuerte e influyente de toda Europa. Por este motivo, la saga ya no se podía andar con medias tintas, sino que debía sacar toda su artillería para combatir denodadamente el avance del izquierdismo (de hecho, se convertiría en el último envite, pues, aunque hubiese sido proyectada la realización de otro film, este quedó inconcluso por la repentina muerte de Fernandel). Así, ya sin paliativos, muestra los horrores a los que estaba siendo sometida la población rusa en aras de una presunta libertad del individuo (y en concreto, del obrero).

   Aunque podríamos destacar multitud de escenas que reflejan este sufrimiento por parte del pueblo ruso –atención al testimonio de la pareja que ha huido de la Unión Soviética y se ha refugiado en la parroquia de don Camilo–, debemos recalcar todas aquellas que atañen a la libertad religiosa, pues son las más conmovedoras. Y es que, en efecto, si el sacerdote protagonista ha ido advirtiendo contra el comunismo a lo largo de las cuatro cintas anteriores, pero sin conocerlo realmente, aquí puede constatar con sus propios ojos hasta dónde es capaz de llegar la maldad humana. Ya ha dejado de ser una ideología folclórica y buenista de la idiosincrasia alpina para transmutarse en un peligro real, en un enemigo poderoso y malvado, deshumanizado –y deshumanizador– e inmisericorde; en un ideario malsano y ateo, que odia la religión, la cultura y la sociedad cristiana, y que amenaza con extenderse por el mundo entero…, ¡incluido Italia! Don Camilo comprueba que sus luchas contra Pepone son irrisorias al lado del combate que han de afrontar los popes por su propia supervivencia, y que los problemas de los cristianos italianos son anecdóticos en comparación con el de los correligionarios rusos.

   Ello no obsta para que la película continúe mostrando el humor de las entregas anteriores, pues es su marca de fábrica. Pero la comedia histriónica de estas últimas ha cedido ante la cruda realidad del sufrimiento humano; las payasadas de don Camilo y Pepone dejan paso a unas ocurrencias más maduras y hasta melancólicas, pues intentan poner buena cara frente al mal tiempo, y la contemporización del católico comunista, como hemos dicho, es ahora una severa llamada de atención: no puedes votar a un partido que te odia por tu fe. Y así, pese a que el encuentro de don Camilo con el pope sea a todas luces chistoso, está revestido de un marcado halo de tristeza, que nunca antes ha aparecido en la saga; o aunque vaya a visitar con gracia a una mujer que no quiere morir sin recibir los postreros sacramentos, el diálogo que mantiene con esta revela la agonía de un pueblo al que se le ha arrebatado su cultura (atención también a la mucho más elocuente escena en la que va en busca de una tumba que ha sido cubierta por un campo de cereales, una clara prueba de que la Unión Soviética quería borrar como fuera el pasado de la nación rusa).

 


 

   El camarada don Camilo es quizás la mejor entrega de la saga, pues se trata de la más honesta. Si las películas anteriores condescendían de alguna manera con el italiano engañado por el ideario izquierdista, esta ha abandonado su ingenuidad para advertir de un peligro real, de una amenaza cierta; para quitarle la venda de los ojos al cándido obrero que lucha por sus derechos y hacerle ver que es solo el pelele de una política inhumana. Y aunque mantenga su carácter humorístico, quiere combatir de verdad esta ideología, pues muestra, como hemos indicado, la cruda realidad que se vivía en la extinta Unión Soviética, pero que pervive en los partidos comunistas que aún pululan por el mundo. Es el magnífico canto del cisne de una saga imperecedera, pero que a veces pasa desapercibido, pues únicamente recordamos al chistoso don Camilo de las primeras cintas, no al de esta, mucho más circunspecto.

   Como decíamos arriba, se había proyectado realizar una sexta entrega, pero la repentina muerte de Fernandel interrumpió la producción. Y tal vez sea mejor así, pues las imágenes que se filtraron en su momento revelaban que este marcado discurso antiizquierdista volvía a la senda de la moderación. El motivo era que el Partido Comunista Italiano había alcanzado mucho peso en el país alpino, por lo que hubo exigido que no se le hiciera ninguna diatriba. Además, la conclusión de la cinta que estamos analizando es el mejor cierre que podía tener la saga, puesto que presenciamos una reconciliación entre Pepone y don Camilo que no aparece en ninguna otra, y asistimos al “desengaño soviético” por parte del primero y, por tanto, al triunfo del segundo, que llevaba advirtiendo contra el comunismo desde la película original.  

 


 

  

 

domingo, 6 de enero de 2019

Silvio (y los otros)

   Admito que desconozco casi por completo la obra de Paolo Sorrentino, autor de este filme. En efecto, de él solamente he visto la serie The Young Pope, que me encantó (de lo mejor que he visto en televisión en esta última década), pero no he visto ni La gran belleza ni La juventud, que, a juicio de muchos, son sus mejores cintas, especialmente la primera. Es por ello que, tanto a la hora de ver esta película como de escribir la presente crítica, parto con una severa desventaja, porque es evidente que se trata del producto de un cineasta con una idiosincrasia muy particular, que solo puede ser apreciada por quien haya seguido su carrera muy de cerca. Es posible, por tanto, que aquí radique el desengaño que sufrí cuando la vi. Aunque, ciertamente, padece de otro problema mucho mayor, su duración, a la que le dedicaremos unos renglones más adelante.




   Silvio (y los otros) se divide en dos partes muy bien diferenciadas: por un lado, la historia de Sergio Morra (Riccardo Scamarcio), un atractivo playboy que vive con la obsesión de conocer a Berlusconi y de medrar a costa de él; por el otro, la del propio Berlusconi (Toni Servillo), que, tras haber abandonado la presidencia de Italia, vive cómodamente en su lujosa mansión a las afueras de Roma, aunque amenazado una y otra vez por los excesos cometidos durante su gobierno. Pero, a medida que avanza la película, iremos viendo que, pese a su retiro, el expresidente italiano irá sintiendo de nuevo el prurito de la política, por lo que moverá los hilos que sean necesarios para volver a ella, olvidándose de aquel arribista que procuraba con tanto ahínco acercarse a él.




   Ya he dejado traslucir en el párrafo inicial que me esperaba más de este filme, sobre todo después de haber disfrutado muchísimo de la miniserie protagonizada por Jude Law en el papel de Pío XIII. El motivo de mi disgusto estriba sobre todo (y no sin culpa mía) en el desconocimiento que padezco acerca de la obra de Sorrentino. En efecto, pese a lo mucho que me han aconsejado profundizar en ella, no he tenido aún la oportunidad de hacerlo, un descuido que provoca mi incapacidad para apreciar lo que un fan de su filmografía advierte de inmediato (de hecho, y gracias a los comentarios que me llegan de los admiradores de su obra, la escena inicial -la del borrego internándose en la mansión de Berlusconi-, es una declaración de principios en este sentido). Para comprenderlo mejor, pongamos el ejemplo de un cineasta más conocido (y también controvertido): David Lynch. Si un aficionado se acerca por primera vez a este director a través de Mulholland Drive o Inland Empire (sendas obras maestras), se puede sentir estafado, porque no entiende las motivaciones que se ocultan tras ellas, ya que ignora toda la filmografía anterior; pero, si comienza viendo sus cortometrajes experimentales, la también ardua Cabeza borradora (insertada igualmente en ese tipo de cine experimental) o sus conmovedoras El hombre elefante y Una historia verdadera, descubrirá que se trata de un artista muy personal, que solo pretende plasmar su mundo interior en la gran pantalla. Lo mismo ocurre con Sorrentino: es evidente que él procura plasmar su acerada visión sobre Italia (con todos los excesos que la caracterizan), pero, si el espectador no se ha bregado en sus anteriores largometrajes, puede verse sobrepasado por ella (tal y como me aconteció a mí).


  

   Sin lugar a dudas, mi opinión podría ser calificada fácilmente de subjetiva, ya que, en efecto, se trata de un óbice que solo yo veo (o alguien como yo, que ignore también la obra de Sorrentino); de esta manera, el espectador avezado en su filmografía, no encontrará, en este sentido, mayor problema en ella. Pero existe otro que podríamos denominar objetivo, ya que no radica en un desconocimiento previo (y culpable), sino en algo tan ecuánime como es el reloj (¿alguien puede discutir que la cinta dure más de dos horas?). Así es, según parece, la cinta se estrenó originalmente en Italia dividida en dos partes (contando una la parte del playboy arribista, y otra la del playboy presidencial), algo que se soslayó en su distribución internacional mediante la unión de ambas; de este modo, vemos una primera mitad que no sirve de nada, porque narra una admiración por parte de un hombre cuya inclusión no ayuda al avance de la trama (salvo que uno le otorgue ese sentido de miniserie cinematográfica), y que además se diluye sorprendentemente en cuanto comienza la segunda (toda la descripción de la vida que ostenta Berlusconi). Pero es que además, en esta operación quirúrgica de montaje, la cinta perdió hasta una hora de duración, causa que explica que veamos en pantalla saltos temporales inauditos, aparición de personajes importantes sin previo aviso (y desaparición de otros) y hasta la mención de asuntos relevantes que seguramente aparecían en el metraje original. En fin, un despropósito que solo consiguió que me interesasen los ardides políticas del tal Silvio, echando rápidamente al olvido todo lo demás.




   En resumidas cuentas, se podría decir que la película tropieza con dos baches de relativa importancia: por un lado, con el de su idiosincrática puesta en escena, apta exclusivamente para el público más acérrimo del director italiano (el que no lo sea, se verá abrumado por ella, como le aconteció a un servidor); por el otro, con el de su fallida edición, que ha querido compendiar en un solo film lo que estaba previsto que fueran dos, algo que hace caer a la historia en algún que otro anacoluto y que, sobre todo, consigue que una (aburrida) primera mitad condicione el visionado de la segunda (algo más interesante). Admito que son dos factores que, de haber sido corregidos a tiempo (el uno por mí y el otro por el propio autor), habrían logrado que elogiase todo el conjunto; pero, al no haber sido así, me veo impelido a desaconsejarlo (a no ser que el lector sea leal a su director).