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domingo, 3 de junio de 2018

Han Solo. Una historia de Star Wars

   Esta crítica llega tarde. Lo sé. La película se estrenó la semana pasada, pero la traigo hoy a colación, porque he procurado mantenerme firme en el propósito de rechazar esta saga que tanto me ha gustado a lo largo de mi vida. Finalmente fui ayer, aunque no por debilidad, sino por cumplir una promesa con unos amigos (sin duda, una vinculación mayor que cualquier resolución personal). Pese a ello, me alegro de haber ido, ya que así he confirmado mi idea de que esta saga ya no es para mí. En efecto, como aseguré en mi post sobre Los últimos Jedi (aquí), Star Wars se ha convertido en un tipo de cine que ya nada tiene que ver conmigo: ciertamente, donde antes me encontraba con una metáfora sobre la eterna lucha entre el bien y el mal (¡incluso sobre los peligros de la corrupción del bien -ese Anakin de La venganza de los Sith, que abraza el reverso tenebroso de la Fuerza- y sobre la redención del ser humano -otra vez, ese Anakin de El retorno del Jedi, pero que ahora abandona dicho lado oscuro-!), ahora me topo con una mera narración en la que se difumina la presencia de ambos factores morales y en la que, por ende, no queda claro que el primero tiene que vencer necesariamente al segundo (¡como demuestra el plano final de la mentada El retorno del Jedi, con ese Anakin unido definitivamente a la Fuerza!); y en cuanto al aspecto cinematográfico, ¿qué decir de unas películas (las de ahora) que parecen más un videojuego de usar y tirar que un verdadero encuentro narrativo con el elemento gráfico del séptimo arte? Por todo ello, la saga terminó para mí en lo que hoy se conoce como "episodio VI", es decir, cuando el Imperio es destruido por la República y esta vuelve a implantar el bien en la galaxia (aunque admito Rogue One. Una historia de Star Wars, excelente analepsis -en todos los sentidos- dentro de la saga).




   En este sentido, el biopic sobre Han Solo, el bandolero más famoso de la galaxia, se suma al interés de Disney por renovar la saga, adaptándola de este modo a las exigencias artísticas del público actual (que, a juzgar por los derroteros que están tomando las películas, deben de estar por debajo del 0%). Es decir, cuando la conocida empresa del ratón compró Lucasfilm, vio que esta última se había estancado en un tipo de cine clasicista y poco innovador (aquel que, sin embargo, y paradójicamente, había revolucionado el cine de los ochenta), pues presentaba, en el aspecto moral, unos cánones que ya no están de moda (como decíamos arriba, la lucha entre el bien y el mal y el consecuente triunfo del primero, la eterna historia del hombre que debe salvar a la mujer, el enamoramiento por parte de esta hacia aquel que la rescata y etcétera. Si queréis comprobar esto más allá de la saga Star Wars, echad un vistazo a cualquier película de Indiana Jones -incluso a la cuarta- que también son de Lucasfilm y que se rigen por estos cánones clásicos); por eso, creyó que debía potenciar los que hoy se están imponiendo, es decir, la lucha de la mujer, la integración de las opciones sexuales, la pluralidad racial y ese largo etcétera que hoy copa cualquier obra artística o cualquier noticiero del mundo (los nuevos valores morales, como son llamados por algunos). De esta manera, ya en El despertar de la Fuerza, el reboot por antonomasia de la saga, veíamos el incremento de protagonistas femeninos o de actores negros, con el fin de adecuarse a los nuevos tiempos; o en Los últimos Jedi, su inmediata secuela, veíamos cómo era la mujer la que debía librar al hombre del peligro, y no al revés (¡se acabó eso de ser la princesa que ha de ser rescatada!). Pero ahí no queda la cosa, porque J.J. Abrams, el encargado de remozar la saga, aseveró que está dispuesto a introducir personajes homosexuales y hasta transexuales en ella, pues se trata de un clamor popular (sinceramente, hasta que él lo dijo, nunca había oído a la gente protestar porque no saliera ningún gay en la saga): aquí.

   Pero, por supuesto, para que este nuevo discurso moral cale entre el público infantil y juvenil, que es el que copará mayoritariamente las salas cinematográficas donde estas películas sean proyectadas, debe adoptarse un elemento narrativo moderno, lejos de ese clasicismo que caracterizaba a las producciones de Lucasfilm. En este sentido, el mejor es el de la estética del videojuego, o de la montaña rusa, es decir, el de las sensaciones fuertes y adrenalínicas, que engatusen al espectador sin mucho esfuerzo y que le hagan pasar un buen rato, pero que no le exijan un conocimiento mayor de la narrativa literaria o de la alegoría de la imagen (siempre pongo el ejemplo del doblaje español de La guerra de las galaxias, en el que hablaban del reverso tenebroso de la Fuerza, un lenguaje arcaico que, por ello, hoy es sustituido por el más común y comprensible "lado oscuro"). De este modo, el niño que hoy se acerque al cine para ver una nueva entrega de Star Wars, es como el que se sube a la vagoneta de una atracción, en la que hay loopings, rampas, aceleraciones, volteos y cosas así (si es más sofisticada, hasta espectáculo lumínico), pero que, cuando baja, solo recuerda cuánto ha disfrutado, cosa que se le olvida de inmediato no bien sube a la vagoneta de otra atracción. Sin embargo, el cine y la televisión son más peligrosos en este aspecto, porque, entre looping y looping, meten un diálogo, o una escena, que empapa la débil mente del menor (de hecho, muchas veces se ha hecho uso de ellos a lo largo de la historia con el fin de transmitir una idea o de modificar una opinión). En esta nueva entrega de la saga galáctica, yo he detectado dos (ni que decir tiene que, a partir de aquí, caerá algún que otro spoiler). 




   En primer lugar, si el lector ha visto ya la película, recordará la figura de la androida L3. En efecto, como sustituta y sosa sosias del famoso C3PO de la saga original (incluso del K-2SO de Rogue One), aparece este robot con forma (y estridente timbre) de mujer, un personaje que aquí representa la lucha feminista por la liberación del sexo débil (por cierto, expresión que hoy es tildada de machista). De este modo, vemos que no solo procura en todo momento desuncirse de los estereotipos que se les suelen atribuir a las mujeres (haciendo valer la nulidad actual de la mentada expresión), sino que también dirige la rebelión de las máquinas (en una clara metáfora sobre el supuesto aherrojamiento  que padece la mujer por parte del heteropatriarcado opresor) y hasta la supuesta relación amorosa que mantiene con Lando Calrissian (!!). Así, el espectador infantil que presencie la lucha que lleva a cabo el citado robot creerá que, en efecto, la mujer está siendo sometida por el varón y que este, en consecuencia, debe contribuir al desarrollo de su liberación (un sentimiento muy machista, por cierto, ya que vincula la victoria de la mujer en este campo al apoyo del hombre). Pero ¿en serio existe ese heteropatriarcado maligno y demoníaco que ha oprimido a la mujer a lo largo de los tiempos? Más bien, se trata de una concepción marxista de la realidad, a través de la cual, y con el amparo del famoso materialismo histórico de sus tesis, la humanidad requiere de un enfrentamiento constante para evolucionar; de este modo, siempre tiene que haber un opresor y un oprimido, que se modifican a medida que pasan los años, pero que nunca llegan a reconciliarse, puesto que se acabaría la lucha, que es la base de dicha evolución: antaño, el empresario y el obrero; hogaño, los heterosexuales y los homosexuales (mutatis mutandis, el varón y la mujer). Da igual que este sea un concepto erróneo, engañoso y perverso de la realidad: el niño se ha subido a la montaña rusa, se lo ha pasado bien y, al bajar, cree que la mujer está oprimida y que debe contribuir a su liberación (¡marxismo puro!).

   En segundo lugar, y continuado todavía con la robot L3, debemos recordar esa supuesta relación amorosa que esta mantiene con Lando, y que ella misma le confiesa a la personaje de Emilia Clarke (no por casualidad, la tórrida intérprete de Juego de tronos). En efecto, en un momento dado de la cinta, la androida afirma que tiene la sospecha de que el contrabandista está enamorado de ella, pero que, como ella no siente lo mismo por él, prefiere dejarlo en un mero juego sexual de ambos. Por supuesto, la broma pasa desapercibida para la ingenua mente de un menor (además, es presentada hábilmente, puesto que dicho diálogo se insinúa más que se explicita), pero ello no obsta para que permanezca en el subconsciente del individuo, que ha participado, sin saberlo, en un morboso encuentro reservado solo para los adultos: no sabe qué ha visto, pero lo ha visto (por otro lado, y si nos ponemos cicateros, se trata de un concepto perverso del sexo, puesto que este es presentado como un simple recurso egoísta del placer carnal, ya que, por supuesto, la relación entre un humano y una máquina es naturalmente infructuosa). En este sentido, nos tropezamos también con una broma que tiene como protagonista el miembro viril de Lando Calrissian: en efecto, cuando el personaje de la Clarke (otra vez, la khaleesi de Juego de tronos) le describe a Han quién es el contrabandista, asevera que este tiene un enorme atributo que le ha hecho gozar en más de una ocasión cuando ambos han coincidido (por cierto, y si nos ponemos cicateros de nuevo, una concepción muy racista de los negros, a los que siempre se les ha colgado el eterno sambenito del pene mastodóntico). Como ocurría con la chanza anterior, aquí se vuelve a insinuar dicho diálogo, entrometiendo un elocuente silencio cuando debería referirse explícitamente al citado atributo del contrabandista, una broma reservada de nuevo al público adulto.

   Conociendo, pues, esta siniestra maniobra que pretende inocular bromas sexuales en las frágiles mentes de los niños, nos podemos preguntar cuál es el fin. Si uno bucea por la red, descubrirá algún canal conspirativo de YouTube que afirma que el propósito de la empresa del ratón consiste en potenciar las uniones sexuales de sus espectadores más jóvenes, de manera que estos procreen cuanto antes y, así, siempre haya niños que vean sus películas y que, por ende, les reporten las ganancias que necesitan para su subsistencia (aquí). Efectivamente, en esta vida se pueden descartar pocas cosas (en especial, cuando está en juego el elemento crematístico), pero es extraño que, si en verdad Disney quiere potenciar el sexo entre los jóvenes con ese fin económico, se entretenga en ofrecer también las relaciones gays u onanistas, que son por su naturaleza infructuosas. Particularmente, opino que de fondo están esos valores modernos a los que antes aludíamos, que ya no velan en realidad por una convivencia pacífica entre los hombres, sino por una búsqueda egoísta del propio placer (incluso en el intento de ser amables con esas personas que consideramos discriminadas por la sociedad, late de fondo el hondo orgullo de sentirse satisfecho con uno mismo, que es una forma esmerada de sentir placer). En este sentido, el otro se vuelve un rival para mí, puesto que se trata de un sujeto que me puede coartar mi búsqueda personal de placer (o de autorrealización), por lo que la lucha constante entre los hombres (otra vez, el materialismo histórico marxista) está más que garantizada. Por otra parte, es evidente que, cuando un niño despierta muy pronto al placer sexual, este bloquea su desarrollo psicológico correcto, pues lo convierte en un adulto antes de tiempo y suscita en él en seguida esa búsqueda insaciable del placer egoísta que reporta el sexo (su mal uso, por supuesto).




   Así pues, concluyo este artículo tal y como lo empecé, es decir, afirmado una vez más que esta saga ya no es para mí. En efecto, cuando yo veía de niño La guerra de las galaxias, aprendía (de forma inconsciente, por supuesto) que la diferencia entre el bien y el mal es un valor objetivo y eterno, y que, por tanto, no dependía del criterio subjetivo del hombre (algo en lo que ahora instruye Los últimos Jedi); aprendía que el mal no es un ente independiente del bien, sino que es una corrupción de este (o su ausencia, como decían los filósofos clásicos), y que, por tanto, siempre iba a perder cuando se enfrentase contra él (no me dejará de fascinar, en este sentido, la corrupción de Anakin y su posterior redención); aprendía el sentido romántico del amor, en el que un hombre debe conquistar el afecto de una mujer (¡y no estaba ni se le esperaba ningún doble sentido en el aspecto sexual del término!); aprendía incluso el sentido de la Providencia, que, disfrazada bajo la apariencia de la Fuerza, ayuda a los héroes en su misión de rescate (al respecto, George Lucas siempre dijo que, a pesar de no ser cristiano, comprendía que la Fuerza debía tener ese sentido providencial cristiano que Tolkien le había otorgado a la Suerte en El hobbit). Pero ahora veo malicia por todos lados, insinuaciones, dobles sentidos y perversión; un deseo de usar esta historia, tan atractiva para los niños, como medio para inocular en ellos una ideología errónea y maligna, que no hace de ellos mejor personas, sino individuos egoístas y maniqueos, sujetos al propio criterio y poco dados a lo trascendental (¡Dios!), que debe ser el fundamento de su vida moral.

   Por tanto, me alegro de haber incumplido (parcialmente) mi promesa de no volver a ver ninguna película de la nueva hornada de Star Wars, puesto que, al padecer este biopic de Han Solo, me he dado cuenta de que tenía razón. La saga, en efecto, terminó con El retorno del Jedi, una cinta que me demostró que nunca en el hombre está todo perdido, puesto que se puede redimir de su pasado; una película que me demostró que el bien triunfa sobre el mal, pese a que a veces parezca que este es el ganador, y una historia, en definitiva, que me indicó que el ser humano está llamado a trascender este mundo pasajero, con el fin de reunirse con las personas que en él, durante su vida terrenal, ha amado. Así pues, y ahora sí, que la Fuerza te acompañe, porque tú ya nada tienes que ver conmigo.





domingo, 27 de mayo de 2018

Shame

   El pasado mes de abril, el arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela, monseñor Pérez González, escribió una carta pastoral muy interesante sobre los efectos de la pornografía en el corazón humano (aquí). En efecto, bajo el título de La pornografía degenera y destruye a la persona, el prelado, haciéndose eco de la opinión de los sociólogos, sostiene que el libertinaje (o el pansexualismo) que hoy vivimos puede parecer una respuesta lógica al tabú impuesto sobre el sexo durante muchos años; de esta manera, y siempre en palabras de los citados sociólogos, mientras que anteriormente la práctica sexual se circunscribía casi de forma exclusiva al acto conyugal y procreador, en la actualidad también goza de una dimensión lúdica y placentera de la que se abominaba en el pasado. Podemos decir, por tanto, que las relaciones sexuales de hogaño, en relación con las de antaño, son consideradas como un ejemplo de libertad social e individual, puesto que una persona puede recurrir a ellas sin necesidad de vincularse matrimonialmente a otra, o sin necesidad de procrear un hijo, ya que en la actualidad existen multitud de medios que pueden evitar la fecundación. Pero, donde la sociedad ve hoy un acto de libertad (gozar del propio cuerpo todo lo posible), el arzobispo vislumbra un síntoma de esclavitud, especialmente en la pornografía, que es la mayor degeneración de esta práctica libertina del sexo.

   Ciertamente, como él mismo afirma en su carta, "la pornografía daña el cerebro. Es como una droga que crea adicción y que es muy difícil de erradicar. Se consume y siempre se quiere más, y nunca se sacia. Cuanto más se consume, más grave es el daño al cerebro. Crea una situación en la que la persona se enfrasca y se aficiona de tal forma que el cerebro no tiene capacidad de reaccionar con libertad, está atado como la presa en la trampa. De ahí se llega al comportamiento extremo, donde se desnaturaliza el acto sexual y se convierte en un juego normalizado, considerándolo como algo común y sin relevancia en aspectos morales". De este modo, la presunta libertad individual que otorga el recurso de la persona al sexo (en este caso, a su versión voyerista), se convierte en su esclavitud psicológica, puesto que genera en ella una adicción que le va exigiendo constantemente su propia satisfacción, bien sea corporal, mediante el onanismo, bien sea visual, mediante el visionado de imágenes o películas eróticas (hoy, fácilmente accesibles gracias a la red). Como prueba de que la pornografía genera realmente esta adicción que aquí estamos denunciando, podemos señalar a los famosos actores David Duchovny (Expediente X) y Michael Douglas (Instinto básico), entre otros, que tuvieron que ser internados en clínicas especializadas después de que confesaran su problema con el sexo y la pornografía (pero no tenemos por qué irnos tan lejos, ya que podemos imaginar a cualquier joven o adulto que conozcamos mirando durante horas una pantalla donde se muestra sexo explícito).

   Pero el arzobispo de Pamplona también advierte de que la pornografía no solo genera adicción, sino que también propicia una destrucción progresiva del amor. En efecto, según sus palabras, "estudios recientes han demostrado que, después de que unos individuos han estado expuestos a la pornografía, se califican a sí mismos con menor capacidad de amor que aquellos que no han tenido contacto con ella. El verdadero amor queda relegado, puesto que la pasión se convierte en utilizar a la otra persona como un objeto de placer y nada más. Por eso, es una mentira que, bajo capa de satisfacción y consideración del otro, se utiliza de tal forma que se cosifica y se despersonaliza. No existe el amor, puesto que es un placer lleno de egoísmo". Efectivamente, como podemos suponer, la persona que se acostumbra (porque es adicta) a satisfacerse mediante el recurso a la pornografía, termina viendo dañada su capacidad afectiva, ya que sobre la otra persona solo deposita sus anhelos sexuales, tratándola así como un mero objeto de su propio placer; es decir, ya no la quiere por lo que es (que es el verdadero sentido del amor), sino por el placer que le da o por el que le puede otorgar. En pocas palabras, lo que una persona descubre en la pornografía, quiere recibirlo de su pareja. Sin embargo, este tipo de relación, que puede ser disfrazada bajo la máscara de la diversión y de la libertad, termina quebrándose tarde o temprano y con una grave repercusión afectiva, puesto que su fundamento es el mero egoísmo, mientras que la relación de pareja debe buscar siempre el bien del otro.




   Curiosamente, existe una película contemporánea que versa sobre esta adicción al sexo y a la pornografía, y que habla también sobre sus terribles consecuencias: Shame (Steve McQueen, 2011). En ella, su protagonista, el actor Michael Fassbender (visto últimamente en El muñeco de nieve y Alien. Covenant, aunque sea más conocido por interpretar al joven Magneto en la saga X-Men) es un importante y exitoso hombre de negocios que oculta un oscuro secreto: su afición al porno (no en balde, la traducción del título sería "vergüenza", ya que se trata de un apego del que no quiere hablar). Por supuesto, él cree que se trata de una afición dominada, puesto que recurre a ella cuando desea liberar tensiones u olvidar problemas laborales; sin embargo, lo cierto es que dicha afición lo ha domeñado a él a través de la adicción. En efecto, tan necesitado está el actor de su satisfacción diaria de pornografía que recurre a ella incluso en horas de trabajo, almacenando imágenes y vídeos eróticos en el ordenador de su despacho y masturbándose a escondidas en los aseos de este último. Pero todo sale a la luz cuando, por un lado, su hermana descubre este oscuro secreto, y, por el otro, su jefe halla lo que él, con tanto celo, escondía en su disco duro; por eso, y a partir de ese momento, procurará dejar su adicción mediante la búsqueda de una pareja estable. 

   No deja de ser interesante que el argumento de la película postule la estabilidad amorosa como el remedio eficaz contra dicha adicción al sexo. Efectivamente, si la pornografía satisface el deseo carnal egoísta de quien está enganchado a ella, la generosidad que exige la vida familiar induce a lo contrario (en este sentido, recordemos también otro film, Prueba de fuego, en el que su protagonista procuraba desintoxicarse del porno mediante su vuelco en la convivencia hogareña). Aquí, como Fassbender no tiene familia (salvo su hermana, que detona su deseo de mejorar), busca una novia, con quien anhela reordenar su vida en aras de un bien mayor. Pero la película es honesta, porque, al principio, le cuesta mucho separarse del sexo y de su adicción a la pornografía, y no es capaz, por ejemplo, de mantener una relación sexual normal con ella (es significativo que deba recurrir a la prostitución, puesto que es en el mal uso de la mujer donde halla su satisfacción y no en el sentido puro del amor). Sin lugar a dudas, esto es un acierto, porque, como si de una droga se tratase, quien quiera ordenar su existencia, lejos del sexo pornográfico, debe luchar duramente contra el hábito de encender cada noche el monitor y ver alguna escena que calme su sed.

   Lógicamente, aunque por desgracia, la cinta no es de corte cristiano, por lo que no vemos en ella un discurso acerca de la fe, sino solo la presentación psicológica de una adicción y el deseo del paciente de zafarse de ella. Pero nosotros, que sí somos cristianos, sabemos que un remedio eficaz contra este problema es la confesión. En efecto, el perdón de Dios es un punto y aparte en la vida de cualquier católico, que encuentra en ella también el auxilio que aquel le presta para vencer con éxito su adicción; por eso, cuando finalmente alguien reconoce que es adicto al sexo (o a la pornografía, o a ambos), debe arrodillarse en el confesionario e impetrar la misericordia divina. Lo segundo que debemos hacer es poner los medios necesarios para evitar que dicho hábito se nos presente de nuevo como una tentación; es decir, apagar el ordenador o el móvil cuando no le estemos dando un uso adecuado (la navegación sin rumbo suele arribar a puertos peligrosos), desechar los pensamientos que se nos alojan en el recuerdo y procurar que la noche la usemos solamente para dormir (no es momento para chatear, tuitear o ver las fotos de quien me gusta en su perfil de Instagram), entre otras muchas cosas, por supuesto. En este sentido, y como hemos indicado arriba, la vida familiar también es una ayuda adecuada para vencer la adicción a la pornografía, porque quien se vuelca en el cuidado de su cónyuge y de su prole se convierte paulatinamente en alguien generoso, que no anhela la satisfacción egoísta de su deseo en la fría pantalla de su ordenador (o de su móvil, que es más personal y secreto).




   Por todos estos motivos, creo que Shame es un título ideal para completar la lectura de la carta del arzobispo de Pamplona, muy adecuada para nuestro tiempo. De la misma manera que en ella se advierte acerca del detrimento de la capacidad afectiva que padece el adicto al sexo, en la película vemos cómo su protagonista es incapaz de establecer una relación normal con una mujer, porque siempre la ve como un mero objeto de placer; así como ella se hace eco de los problemas que se derivan en la convivencia familiar, la cinta nos muestra cómo Fassbender acarrea una vida desastrosa con su hermana por culpa de su adicción; en definitiva, del mismo modo que la carta llama esclavos a quienes consumen diariamente largas horas de erotismo, Shame nos muestra de forma gráfica ese mismo aherrojamiento y la dificultad que supone desuncirse de él. No obstante, y a pesar de ese grito de angustia con el que acaba el film, este da pie a la esperanza, pues, como toda adicción, puede ser vencida mediante la lucha; por desgracia, y como ya hemos mencionado, el largometraje nos presenta la pugna individual de su protagonista, pero el cristiano sabe que cuenta con la ayuda inestimable de Dios, que está dispuesto a sacarnos de cualquier escollo con tal de que se lo permitamos.