Con el fin de preparar el inminente estreno de Terminator: Génesis, y
para hacer honor al curioso título con que esta se nos presenta, he recorrido
los orígenes de la saga, viendo de nuevo las cuatro películas que hasta el
momento la componen, cosa que no hacía desde que vi en el cine la última de
todas ellas. Esta es una buena costumbre, pues no solo refresca la memoria del
espectador de cara a la siguiente entrega, sino que también le ayuda a
acercarse a aquellas con la madurez y la experiencia que le otorga el
inexorable paso del tiempo; así, en películas que podría presuponer trilladas, es
capaz de descubrir aportes que pasaron inadvertidos en un primer visionado,
pero que ahora se le abren ante los ojos como inéditas versiones de la misma historia.
Como es sabido por todos, Terminator postula que, en un futuro
no muy lejano, los hombres se deberán enfrentar a las máquinas, que, tras una
guerra nuclear instigada por ellas mismas, tendrán como único objetivo la
dominación total del planeta. Por fortuna, el bando humano cuenta con el
liderato de John Connor, cuyas artimañas ponen constantemente en jaque a sus
enemigos. Pero estos han descubierto la capacidad de viajar en el tiempo, por
lo que envían al pasado un exterminador, es decir, un mercenario metálico
programado para asesinar a la madre de aquel, Sarah Connor, de manera que este
nunca venga al mundo, y, por consiguiente, las máquinas puedan ejercer su
absoluto control sobre él. A su vez, los soldados de la Resistencia, que
también conocen la posibilidad de trasladarse en el tiempo, envían a un miembro
de sus filas, para que custodie a aquella y, por tanto, sigan contando con la
presencia de su caudillo en el porvenir. Pero como el cibernético asesino no
logra su objetivo, la trama se complica y se prolonga a lo largo de otras tres
películas, aunque alcanzará su colofón, según parece, en esta de cuyo estreno
hemos hablado arriba.
En el aspecto netamente cinematográfico, debemos reconocer la valía de
los dos primeros títulos, pues, a pesar de los años que ya pesan sobre ellos,
continúan ofreciendo un espectáculo de acción y entretenimiento muy bien
dirigido. Este buen hacer se manifiesta sobre todo en Terminator 2: el juicio final,
película que no se limita a repetir los cánones que condujeron al éxito a su
predecesora, sino que se atreve a profundizar en las casuísticas temporales y
afectivas de un guión sencillo; además, deja asomar tímidamente la eterna
problemática del hombre, muy presente en los relatos de la ciencia-ficción contemporánea.
Por desgracia, este honroso testigo no fue recogido por Jonathan Mostow y su
tercera entrega, que expone con nula originalidad una mezcla de ideas de las
otras dos; y aunque Terminator Salvation elevó un poco el decaído nivel, la saga
dio con ella muestras de estar acabada.
Sin embargo, y a la espera de ver si el prometedor reboot agarra por las orejas el conejo que miraba desde la chistera
de T2,
esta última película ya le dio su pábulo, preguntándose cuál es la esencia del
ser humano. Si recordamos, Terminator Salvation está
protagonizada por un cíborg que desconoce su naturaleza robótica, por lo que se
comporta de manera espontánea como un hombre corriente. Como sus ignaros
creadores lo programaron para reunirse con ellos en un determinado punto
estratégico, es perseguido por la incómoda sensación de caminar hacia él sin
identificar el porqué. En su andadura, conoce los sentimientos de la lealtad,
del valor y de la amistad, rozando incluso el del amor y el de la tristeza.
Finalmente, cuando es arrestado por la Resistencia, descubre su auténtico
origen, hallazgo que lo lleva a cuestionarse sobre su propio ser.
La película, por tanto, plantea que existe una diferencia muy pequeña
entre el hombre y la máquina, y que esta se irá reduciendo a medida que los
autómatas evolucionen y experimenten emociones similares a las humanas. Ciertamente,
esta aseveración puede parecer arriesgada, ya que nos resulta impensable e
imposible que un robot cualquiera sienta las mismas pasiones que un ser humano,
más aún las del odio o el amor (acerca de esta materia, recomiendo el visionado
de un humilde e interesante film titulado Sueños eléctricos); pero la verdad
es que la técnica avanza a una velocidad tan asombrosa que aquel límite puede
llegar a ser puesto en entredicho. Imaginemos que un sofisticado androide es
pertrechado de un simple termómetro y que, a la vez, es programado para que,
cuando este baje a una determinada temperatura, se vea sacudido por esporádicas
vibraciones y busque un lugar cálido donde el mercurio vuelva a subir: ¿acaso
un hombre no está predeterminado de alguna manera para que, al sentir frío,
tiemble y busque cobertura? Si es así, ¿en qué se diferencia uno de otro?
Posiblemente, el lector conozca la respuesta, aunque no sepa argumentarla; sin
embargo, es conveniente sentar las bases de una postura adecuada, pues de esta
depende el concepto mismo del hombre.
Todo el mundo recuerda la definición que acuñó el filósofo Platón para
el concepto que nos ocupa: “Ser bípedo implume”; a la vez, es posible que todo
el mundo evoque el modo en que el anárquico Diógenes refutó dicha tesis: tras
despojar a una gallina de su plumaje, la arrojó en medio de la gente, para que
corretease entre ella con sus dos patas. Y es que, verdaderamente, el ser
humano trasciende lo físico, por lo que no puede ser identificado en exclusiva
con su apariencia, que, como hemos visto, puede ser imitada (recordemos también
los replicantes de Blade Runner o el entrañable protagonista de Inteligencia
artificial). En su interior, por el contrario, el hombre percibe signos
que apuntan a una realidad espiritual irrenunciable, que lo acompaña desde su
nacimiento hasta el final de sus días: la apertura a la verdad, la complacencia
en la belleza, el sentido del bien moral, la libertad, la voz de su conciencia
y la aspiración al infinito y a la dicha. A esa realidad que sirve como base
para las citadas aperturas, el hombre la denomina “alma”.
La Iglesia define el término
“alma” como “la semilla de eternidad que el hombre lleva en sí” (Gaudium
et spes, 18. 1), y esta está tan unida a su cuerpo que debe ser
considerada como su propia forma; es decir, gracias al alma espiritual, la
materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente. Bien es cierto
que ello nos puede llevar a colegir que todo ser dotado de vida goza asimismo
de un principio inmaterial que le da forma, como ocurre con el hombre, por lo
que aquella no sería patrimonio exclusivo de este, y, por tanto, resultaría
inútil para nuestro propósito de identificar la nota distintiva del ser humano.
A este aparente inconveniente, sin embargo, respondió ya el filósofo Aristóteles,
otorgando un tipo de alma a cada ser vivo: la vegetativa, que permite las
funciones vitales básicas, como la reproducción, el crecimiento y la nutrición,
a las plantas; la sensitiva, que capacita para la percepción, el apetito o el
deseo y el movimiento, a los animales, y la intelectiva, caracterizada por la
voluntad y el entendimiento, al hombre.
A diferencia de esos principios de vida específicos de cada ser animado,
el alma humana no muere con el cuerpo, sino que, como hemos visto, lo
trasciende, pues encierra en sí unos deseos de eternidad y felicidad impropios
de aquellos otros. Ello no quiere decir en absoluto que el alma inmortal, por
un lado, y el cuerpo mortal, por el otro, sean naturalezas diversas que se
encuentren contingentemente unidas en el hombre, sino que, al revés, dicha
unión constituye una única naturaleza, y, por tanto, su misma esencia. Por este
motivo, el citado filósofo define al hombre como un compuesto de alma y cuerpo,
acepción que más tarde sería ampliada por Boecio y santo Tomás de Aquino
mediante el siguiente axioma: “Sustancia individual de naturaleza racional”.
Nos encontramos, pues, frente a una dimensión sobrenatural del hombre
que este no ha podido otorgarse a sí mismo, pues del orden físico no se puede
inferir otro de carácter propiamente espiritual; es decir, mientras que la
apariencia de un ser humano depende en gran medida de la herencia legada por
sus progenitores, el alma no parece que sea fruto de la misma, pues algo
material no puede engendrar algo espiritual. Por otro lado, y como ya hemos
visto, el alma humana goza de la inmortalidad, característica que el cuerpo al
que da forma no le ha podido conceder, pues él mismo carece de ella. El hombre,
entonces, deduce la necesaria existencia de un ente que comparte la naturaleza
espiritual del alma, pero que, a la vez, la trasciende, pues ha de ser mayor
que ella para poder crearla. Dicho ente es Dios.
Esta deducción es fundamental en el camino del hombre para reconocer su
propia esencia: al determinar que su alma ha sido creada por Dios, comprende
que también lo ha hecho partícipe de su vida divina e inmortal. Este
descubrimiento señala, a su vez, una verdad más alta, pues si Dios, que es
omnipotente y eterno, se abaja hasta el punto de comunicar su naturaleza a una
criatura limitada y finita, significa que ama expresamente a esa criatura y
que, por consiguiente, anhela compartir con ella su eternidad. De este modo, el
hombre advierte que, para formar parte de esa realidad, debe corresponder con
amor al que por amor lo ha creado.
El alma espiritual es, por tanto, ese punto específico que hace del
hombre un ser distinto de los demás. Volviendo, así, al ejemplo del cíborg
programado para experimentar el frío y reaccionar a él conforme lo haría una
persona, esta siempre estará por encima de aquel, pues encierra en su interior
esa semilla de eternidad que es, a la vez, prueba del amor y de la predilección
de Dios. Esto último es también el fundamento de la dignidad de cualquier
miembro de la especie humana; es decir, al ser fruto del amor divino y al
albergar en sí esa aspiración a lo infinito, el hombre no debe ser tratado del
mismo modo que una máquina, la cual puede ser objeto de desecho cuando ha
cumplido la función para la que ha sido programada o cuando ya no es capaz de
llevarla a cabo por antigüedad o disfunción. Por desgracia, la sociedad de hoy parece
haber olvidado esto, ya que contempla al hombre como si de una máquina se
tratase, pues elimina a los que considera inservibles y potencia a los que
mayor rendimiento obtienen.
Al final, en los últimos minutos de su metraje, Terminator Salvation
postula que la diferencia del hombre con respecto a la máquina estriba en su
corazón, que es capaz de amar y de entregarse. El mundo actual, extremadamente
secularizado, ha sustituido el término “alma” por este otro de “corazón”,
atribuyendo a este órgano las aptitudes de aquella; pero el corazón, aun siendo
rodeado por esa aura espiritual que la gente hoy le concede, nunca alcanzará la
importancia que, según hemos visto, posee el alma. Más que nada, esto indica
que el hombre, que en la actualidad ha relegado a Dios de su vida, lo sigue sin
embargo necesitando, por lo que se ve obligado a inventar sucedáneos que suplan
esta ausencia. Pero esto será considerado en otra ocasión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario