Hoy se cumplen cien entradas desde el nacimiento de este blog. En efecto, lo que comenzó siendo un pequeño proyecto con poco futuro, se ha convertido en una cita semanal (y personal) con el mundo del séptimo arte. Así, durante sus dos años de historia, ha sido visitado por más de sesenta mil lectores, que le han dado alas y repercusión tanto en otros medios digitales como incluso radiofónicos y televisivos. En este sentido, cabe destacar el alcance que tuvo el indignado artículo que escribí sobre la cinta 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016), pues incluso algunos programas de actualidad política contactaron conmigo para hablar sobre él (puedes leerlo aquí), o el que la semana pasada dediqué a Lutero (Eric Till, 2003), que ha servido de revulsivo en algunos sectores del protestantismo actual (puedes leerlo aquí). Como adelanto en el margen de esta misma página, mi intención siempre ha sido la de disertar y aprender a través de la gran pantalla, y no la de manifestar simplemente una opinión acerca de los últimos estrenos; por este motivo, y en consecuencia, se trata de un blog en el que he procurado desvelar mi relación más íntima con el séptimo arte: por ejemplo, en el artículo dedicado a Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) explico lo que siento cada vez que veo dicha película (aquí), o en el de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), mi pasión por el celuloide (aquí).
Por tanto, como se trata de un blog al que he querido dotar de cierta intimidad, me gustaría dedicar la entrada número cien al director que corona este artículo: Steven Spielberg. El primer motivo se debe al estreno de un documental producido por la cadena HBO que lleva precisamente su nombre: Spielberg (Susan Lacy, 2017). Aunque no se trate del mejor reportaje dedicado a tan célebre figura, es el más actual, por lo que su ayuda a la hora de acercarnos a su pensamiento más reciente resulta del todo imprescindible. El segundo motivo se debe a que fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este maravilloso mundo, pues su filmografía me ha acompañado a lo largo de los años, ha alimentando mi imaginación desde que soy niño y ha consolidado dentro de mí esta pasión que aún se perpetúa. De esta manera, será mejor que cojamos nuestras bicicletas, pongamos nuestro extraterrestre en el manillar y echemos a volar con ellas cuanto antes.
Mi relación con Spielberg comienza en una fecha muy concreta: octubre de 1993. A la sazón, llegaba a nuestras pantallas uno de sus títulos más conocidos (y reconocidos) por todos: Jurassic Park (Parque Jurásico) (id., 1993). Como cualquier espectador de entonces, quedé fascinado por la historia que mostraba a un grupo de aventureros adentrándose en una isla plagada de dinosaurios, y me llevó a imaginar, como a cualquier niño de mi edad, que yo mismo recorría aquellos parajes y que vivía aquellas mismas peripecias que había visto en ella; además, y arrastrado por el inevitable merchandising que generó el film, alimenté dicho entusiasmo con la novela que le había dado pie, con los juguetes que la promocionaron, y con los cómics y los videojuegos que proliferaron por doquier. Ni que decir tiene que las conversaciones que manteníamos mis amigos y yo en el patio del colegio se centraban de manera casi exclusiva en los entresijos de su argumento y en el deseo de ver pronto una secuela, que nos llegó algunos años después con El mundo perdido. Jurassic Park (id., 1997). Evidentemente, no quiero decir con ello que esta fuera mi primera película de Spielberg, pues ya había gozado con Encuentros en la tercera fase (id., 1977), E.T., el extraterrestre (id., 1982) o la saga Indiana Jones, aunque sí debo advertir que fue la que me enamoró definitivamente del séptimo arte.
En efecto, a partir de ese momento, y con solo once años, resolví consagrar mi ocio al mundo del cine; para mí, este había dejado de ser un mero entretenimiento para convertirse en una auténtica pasión, que rayaba sin duda en la obsesión. Por este motivo, comencé a comprar revistas y libros dedicados a él; a escuchar programas radiofónicos o a ver programas de televisión que aumentaban mis conocimientos; a alquilar cintas de vídeos que ponían en imágenes todo lo que leía u oía, e incluso a asistir a proyecciones en los modestos cineclubs de mi entorno. Pero como esa devoción se la debía principalmente al director de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), quise acercarme más a su figura, por lo que procuré estudiar su biografía y ver todas sus películas, sin excepción; de este modo, conseguí visualizar desde sus primeras incursiones televisivas (Galería nocturna, El diablo sobre ruedas y Algo diabólico) hasta sus cintas más adultas a la sazón: El color púrpura (id., 1985), El imperio del sol (id., 1987) y Always (Para siempre) (id., 1989). Aunque no hallé en estas últimas la espectacularidad que había visto en sus anteriores obras, porque seguía siendo un niño que adoraba los efectos especiales, encontré en ellas la sombra de un hombre versátil y apasionado que se expresaba a través del celuloide.
Ciertamente, gracias a las múltiples biografías que había leído sobre Spielberg, descubrí que este había crecido en un hogar muy feliz, en el que siempre había encontrado el refugio que no hallaba en sus compañeros de colegio (al contrario de lo que se pueda deducir de su obra, no tuvo muchos amigos durante su niñez, pues todos se reían de él a causa de su desbordante imaginación). Sin embargo, esta dicha se quebró el día en que sus padres se divorciaron, lo que provocó un dolor tan intenso en él que quiso representarlo en cada una de sus películas, a fin de que nadie experimentase su misma tragedia (de ahí que la familia o el reencuentro de la misma cobre tanta importancia en su filmografía). De hecho, una cosa que he aprendido con este documental es que la mencionada E.T., el extraterrestre pretendía ser una metáfora de la ausencia (o de la necesidad) del padre (¿no es también algo palmario en Hook (El capitán Garfio)?), algo que él experimentó y que suplió a través del cine (rodando películas con sus hermanas y con sus pocos amigos), de su mundo imaginario (en este documental reconoce que estaba todo el día frente al televisor, y escribiendo o ideando historias basadas en lo que veía en él)... y de la fe (¿no es evidente la similitud entre el conocido alienígena y Jesucristo? Aunque debemos indicar que esto es un mero recurso narrativo, puesto que él siempre ha sido un devoto judío).
Pero lo que más me entusiasmó (y me llenó de envidia) fue que, siendo niño, ya lograse su propósito de rodar una película: Firelight (id., 1964), una obra de 140 minutos de duración sobre una invasión extraterrestre que grabó con cámaras de alquiler y con un grupo de aficionados como él. Hoy no queda nada de esta obra amateur, pero gracias a internet podemos visualizar unos cuantos fragmentos de la misma, aunque interrumpidos por viejos comentarios de su director (puedes verla aquí). Para mí, se trata de un excelente testimonio de su amor por el cine, que lo llevó a movilizar a casi todos sus vecinos con el fin de cumplir su ansiado empeño. Sin lugar a dudas, es un ejemplo para todos aquellos que alguna vez hemos acariciado el sueño de imitarlo y de seguir sus pasos, pues con esta película demostró lo que siempre nos ha transmitido mediante sus largometrajes posteriores: que los sueños se hacen realidad.
Por supuesto, el paso del tiempo es inevitable, por lo que, a medida que he ido cultivando esta pasión por el celuloide a lo largo de mi vida, he ido descubriendo otros directores que me han entusiasmado más que Spielberg (¿dónde has estado todo este tiempo, Clint Eastwood?); además, este no ha vuelto a ser el mismo desde que rodara La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), puesto que su obra se ha convertido en algo más artesanal que pasional, incluso en cintas de corte infantil y juvenil, como la infravalorada Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (id. 2008), Las aventuras de Tintín. El secreto del unicornio (id., 2011) o Mi amigo el gigante (id., 2016). Pero ello no obsta para que le siga profesando esta devoción que aquí he demostrado, pues fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este magnífico universo.
Por otro lado, pienso que el cine comercial de hoy le debe muchísimo a Spielberg, ya que la infancia con la que ha soñado toda una generación de cinéfilos se fundamenta en la que retrató él durante sus primeras películas; así, cintas de enorme éxito como It (Andrés Muschietti, 2017), o series tan populares como Stranger Things (Duffer Brothers., 2016), jamás habrían existido si aquel no las hubiese cimentado con su imaginario (recordemos que los respectivos autores de estas nunca han ocultado su pasión por este director). Por este motivo, creo que no existe un mejor reconocimiento por mi parte que el dedicarle esta entrada número cien de mi blog, que, como su fulgurante carrera, comenzó siendo un pequeño proyecto, pero que hoy ha llegado a abrirse un modesto hueco dentro de esta amplia blogosfera (se sobreentiende el mutatis mutandis). Por supuesto, él jamás leerá este artículo, pero quiero que a todos los que sí lo hagáis os sirva de humilde testimonio de lo que por mí ha hecho este genial cineasta, un hombre que cautivó desde niño mi imaginación y que logró que me enamorarse para siempre del séptimo arte.
Pero lo que más me entusiasmó (y me llenó de envidia) fue que, siendo niño, ya lograse su propósito de rodar una película: Firelight (id., 1964), una obra de 140 minutos de duración sobre una invasión extraterrestre que grabó con cámaras de alquiler y con un grupo de aficionados como él. Hoy no queda nada de esta obra amateur, pero gracias a internet podemos visualizar unos cuantos fragmentos de la misma, aunque interrumpidos por viejos comentarios de su director (puedes verla aquí). Para mí, se trata de un excelente testimonio de su amor por el cine, que lo llevó a movilizar a casi todos sus vecinos con el fin de cumplir su ansiado empeño. Sin lugar a dudas, es un ejemplo para todos aquellos que alguna vez hemos acariciado el sueño de imitarlo y de seguir sus pasos, pues con esta película demostró lo que siempre nos ha transmitido mediante sus largometrajes posteriores: que los sueños se hacen realidad.
Por supuesto, el paso del tiempo es inevitable, por lo que, a medida que he ido cultivando esta pasión por el celuloide a lo largo de mi vida, he ido descubriendo otros directores que me han entusiasmado más que Spielberg (¿dónde has estado todo este tiempo, Clint Eastwood?); además, este no ha vuelto a ser el mismo desde que rodara La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), puesto que su obra se ha convertido en algo más artesanal que pasional, incluso en cintas de corte infantil y juvenil, como la infravalorada Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (id. 2008), Las aventuras de Tintín. El secreto del unicornio (id., 2011) o Mi amigo el gigante (id., 2016). Pero ello no obsta para que le siga profesando esta devoción que aquí he demostrado, pues fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este magnífico universo.
Por otro lado, pienso que el cine comercial de hoy le debe muchísimo a Spielberg, ya que la infancia con la que ha soñado toda una generación de cinéfilos se fundamenta en la que retrató él durante sus primeras películas; así, cintas de enorme éxito como It (Andrés Muschietti, 2017), o series tan populares como Stranger Things (Duffer Brothers., 2016), jamás habrían existido si aquel no las hubiese cimentado con su imaginario (recordemos que los respectivos autores de estas nunca han ocultado su pasión por este director). Por este motivo, creo que no existe un mejor reconocimiento por mi parte que el dedicarle esta entrada número cien de mi blog, que, como su fulgurante carrera, comenzó siendo un pequeño proyecto, pero que hoy ha llegado a abrirse un modesto hueco dentro de esta amplia blogosfera (se sobreentiende el mutatis mutandis). Por supuesto, él jamás leerá este artículo, pero quiero que a todos los que sí lo hagáis os sirva de humilde testimonio de lo que por mí ha hecho este genial cineasta, un hombre que cautivó desde niño mi imaginación y que logró que me enamorarse para siempre del séptimo arte.
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