lunes, 14 de septiembre de 2015

La niebla


   Existen dos películas con este mismo título: por un lado, la dirigida por John Carpenter en el año 1980; por el otro, la que realizó Frank Darabont en 2007 (existe también un remake de la primera del año 2005, pero en España se conoció como Terror en la niebla). Una y otra comparten premisa: una espesa bruma se asienta sobre un pequeño pueblo costero; precisamente por su ubicación junto al mar, sus habitantes no detectan ningún inconveniente en ella, hasta que se suceden diferentes muertes que les hacen descubrir lo contrario. Pero mientras que la primera centra su atención en ofrecer al espectador una (magistral) narración de terror, la segunda pretende indagar en el comportamiento del hombre cuando se ve asediado por el miedo.

   A fin de conseguirlo, nos presenta a un heterogéneo grupo de personas que, tras el asentamiento de la misteriosa niebla, se queda encerrado en las dependencias de un supermercado; allí sufre los constantes ataques de las extrañas criaturas venidas con ella y, sobre todo, los diferentes problemas que genera la inaudita situación. Entre ellos destaca el que provoca la exaltación religiosa de uno de los componentes, una mujer firmemente convencida de estar viviendo un castigo divino y, como consecuencia, los últimos días de la humanidad. La dificultad estriba en que su soflama arrastra poco a poco a los otros miembros, logrando que se dejen invadir por el miedo en vez de hacerlo por la resolución.
 
 

   Ciertamente, una de las reacciones propias del ser humano ante el peligro es la oración, a la que, de alguna manera, acude también incluso la persona que se declara atea. Este recurso a Dios puede tener una vertiente de confianza hacia Él o, por el contrario, de pánico, que es la que esta película estudia. Quien confía en Él acepta su voluntad, y sabe que nada malo puede ocurrirle, a menos que Él mismo lo permita; quien desconfía de Él se sume en el terror, pues no ve su mano providente en la situación que está viviendo. Los que actúan así, terminan entendiendo a Dios como un ser justiciero y maligno, deseoso de la pena y no del perdón, como es su verdadera naturaleza.

   No es difícil entender que la niebla que da título al film es una alegoría del mal, como la negra oscuridad que uno experimenta en la dificultad. En efecto, el hombre se topa una y otra vez con el sufrimiento, con el dolor, con la responsabilidad y con la contradicción, por lo que, como expresábamos arriba, puede optar por dos caminos: o bien asumirlo, o bien rechazarlo. Una persona que rechaza constantemente cualquier sentido de la responsabilidad o que huye del dolor (hoy mismo estamos en una sociedad que promueve el vivir pasándolo bien, sin responsabilidades ni ataduras), acaba por encontrarse con ellos, pues es inherente al ser humano. Por desgracia, al haberlos soslayado, no es capaz de asumirlos, y el sufrimiento es mayor.

   Por el contrario, aquel que es capaz de aceptar el dolor y la responsabilidad, se fortalece ante las diferentes situaciones que la vida le va proponiendo. Concretamente, el cristiano ve en el dolor su propia cruz, es decir, el camino que Dios le marca para alcanzar la gloria, que es su objetivo. No es que el cristiano ame el sufrimiento por sí mismo, sino por lo que hay a continuación, esto es, la vida eterna: del mismo modo que Cristo cargó el madero y sufrió su pasión antes de resucitar, aquel entiende que su carga es el camino a la eternidad.  

   Aquella fanática mujer a la que aludíamos al principio es prueba clara de la persona que desconfía de Dios hasta sentir pánico de su presencia; por esta razón, la película la condena con un certero disparo que pone fin a su vida. Pero su visión ha calado incluso en los protagonistas principales del relato, que, ante su sufrimiento, deciden suicidarse (¿eutanasia?). Sin embargo, no bien han ejecutado su crimen, la niebla se disipa y los monstruos desaparecen, haciéndoles comprender su error, ya que nadie sabe qué planes dispone Dios para cada uno de nosotros. Para fortalecer esta idea, un rápido pero elocuente plano nos presenta la sonrisa complacida y amable de una señora que, al principio de la historia, había abandonado el supermercado con el fin de reunirse con sus hijos, a los que amaba; como ella ha sobrevivido a pesar de que le anunciaron lo contrario, podemos entender que su amor, que siempre tiene su origen en Dios, es lo que la ha salvado.   
 
 

sábado, 5 de septiembre de 2015

Cocoon


   Cuando en 1982 Steven Spielberg estrenó su cinta más personal, E.T., el extraterrestre, cambió para siempre la opinión de la humanidad acerca de los alienígenas: de alzar los ojos con pavor a las profundidades espaciales aguardando una inminente invasión marciana, el hombre pasó a desear con ardor un contacto con los seres que supuestamente las habitan. Como no podía ser de otra manera, el séptimo arte se hizo eco de esta voluble visión, y mientras que en la década de los cincuenta advirtió de su presencia al respetable con La Tierra contra los platillos volantes, la primera versión de La guerra de los mundos y La invasión de los ladrones de cuerpos, a partir de la visita del entrañable hombrecillo ideado por el autor de Encuentros en la tercera fase, lo reconcilió con ellos: de esta manera, nos presentó al desvalido extraterrestre de Mi amigo Mac y nos hizo creer que unos niños podían aventurarse entre las estrellas y dialogar con ellos sobre sus inquietudes en Exploradores (¡hasta el mismísimo John Carpenter tuvo que renunciar a su magistral La cosa a favor de la más ñoña Starman!). Y aunque ninguno de estos filmes deja de ser un émulo del imaginario spielbergiano, podemos hallar entre ellos alguna agradable sorpresa.

   Una de las citadas sorpresas es Cocoon, de Ron Howard, director que alcanzaría la cumbre de su éxito con la famosa Apolo 13. En el film que nos ocupa, podemos ver a unos extraterrestres que, adoptando apariencia humana, se infiltran en las inmediaciones de un pequeño pueblo de la costa norteamericana con la intención de recuperar a los miembros de una expedición que cayó al mar hace miles de años. No obstante el tiempo transcurrido, los componentes de la misión han logrado sobrevivir gracias a unas cápsulas preparadas para tal efecto. Como estos recipientes solo son viables bajo el agua, cada vez que uno es descubierto, es sumergido de inmediato en una piscina, a la espera de reunir a todos y poder partir de regreso a su planeta de origen. Pero la casualidad quiere que justo al lado de dicha piscina haya una residencia de ancianos, y que un grupo de estos acuda regularmente a ella para bañarse en sus aguas; como es normal, nunca han experimentado nada fuera de lo común, hasta el día en que lo hacen tras haber sido depositadas en ella las primeras piedras: a partir de ese momento, sienten que su fuerza y su jovialidad se revitalizan, por lo que comienzan a disfrutar de una vida que se situaba en el ocaso.
 
 

   Como se puede comprobar, la película que hoy nos ocupa se aparta notablemente del tono infantil que caracteriza a los filmes citados arriba, a pesar de la presencia en ella de Barret Oliver, actor en boga a la sazón gracias a su papel en La historia interminable y en D.A.R.Y.L.; tanto es así que podríamos hablar de un largometraje centrado en la ancianidad. Ciertamente, la película encierra en sí una bella metáfora acerca del fugaz paso de la vida y de esa última etapa a la que el hombre debe enfrentarse antes de morir; es por ello que nos ofrece constantes reflexiones acerca del ocaso de la existencia, del amor que permanece fiel a pesar del paso de los años y de ese innato e innegable deseo de exprimir la vida al máximo antes de abandonarla (la hermosa fotografía de Donald Peterman, que alcanza su culminación en los sempiternos crepúsculos que acompañan al relato, y la hermosa partitura de James Horner nos introducen perfectamente en ese mundo de la tercera edad que el film pretende describir).

   Pero lo más interesante de la obra tal vez sea su tramo final, en el que los ancianos de la residencia son invitados por los alienígenas a partir con ellos hacia las estrellas, donde podrán vivir para siempre sin dolor ni sufrimiento. Obviamente, todos aceptan la invitación de sus amigos estelares, por lo que zarpan a bordo de un yate hasta el lugar donde serán recogidos por la nave espacial. Sin embargo, el corto trayecto no les resultará sencillo, pues el niño interpretado por Oliver intenta embarcar con ellos, provocando que otros familiares de los ancianos procuren disuadirlos de lo que, a sus ojos, es una locura. No obstante, la embarcación alcanza el lugar designado y, tras unos efectos especiales propios de la época, es abducida y conducida al cielo. El pobre Oliver, que tanto deseaba estar junto a sus abuelos, salta en el último momento y se reúne con su madre, quien, al no haber presenciado la ascensión del barco, piensa que los ancianos han muerto ahogados.

   Aunque el film concluya con el funeral organizado por la supuesta muerte de los ancianos y con la pícara mirada del niño protagonista dándonos a entender que él cree firmemente en que sus abuelos navegan y navegarán eternamente por las llanuras siderales, este colofón, a mi juicio, encierra una bella metáfora sobre la muerte y la vida eterna. Como hemos dicho arriba, el metraje nos describe con precisión las vivencias de unos hombres que contemplan cómo sus vidas discurren rápidamente hacia su final, sintiéndose incapaces de aferrarla, como desearían; mas, aunque al principio no parecen aceptar su situación, al conocer el poder curativo de las piedra alienígenas, cobran nuevas esperanzas, que se solidifican cuando los extraterrestres que las recaban les ofrecen partir hacia las estrellas. Podemos entender, pues, que el film narra realmente el modo en que los protagonistas se enfrentan a sus últimos días de vida, y cómo, aunque se sienten tristes por ello, poco a poco descubren la promesa de una vida eterna que les infunde la felicidad que con tanta urgencia necesitaban.
 
 

   Ciertamente, la muerte continúa siendo un gran misterio para el hombre de hoy, pues, a pesar de los altos logros alcanzados, aún no ha podido frenar esta última despedida a la que el mismo debe someterse; así, aunque es verdad que en la actualidad contamos con medios que alargan nuestros días en la tierra más que los gozados en otras épocas, al final siempre aparece la muerte para ponerles fin. Ante esta verdad, al ser humano se le ofrece una disyuntiva: o bien rebelarse contra ella y convertir la agonía en una auténtica pugna por mantenerse vivo, o bien aceptarla con la confianza de que no es sino el paso a una vida sin final. Esta última es la actitud propia del cristiano, que ve en la resurrección del Señor la prueba definitiva de que la decrepitud del cuerpo y su inhumación no tienen la última palabra; es por ello que acepta la muerte confiando en que la recuperará gloriosamente.

   En nuestros días, esta certeza ha pasado a un segundo plano, y al hombre ya no se le instruye en ella. Sin embargo, sigue albergando dentro de sí un deseo de eternidad que apunta a la existencia de una vida de ultratumba a la que su alma lo está convocando. Por desgracia, y para saciar esa sed, se ha conformado con las dosis que le administran los nuevos credos, que, rechazando la resurrección, proponen diferentes sustitutos, como la reencarnación, que es una manera engañosa de eludir la muerte y de prolongar la vida en este suelo, aunque sea en un cuerpo distinto al propio. Pero ¿no hay mayor tranquilidad que el sosiego eterno que nos promete una vida sin fin donde ya no habrá dolor ni sufrimiento y donde el amor imperfecto que experimentamos en nuestra vida terrena alcanzará su perfección? Los ancianos del film lo saben muy bien, por lo que acuden con diligencia a la llamada de la muerte (es oportuno recordar que la mar siempre ha sido signo de esta, por lo que no es casual que su último viaje lo hagan a bordo de un barco), a pesar de la oposición que encuentran por parte de sus familiares, que hacen lo posible por devolverlos a la orilla de esta vida.

   En mis años de sacerdocio he podido comprobar cómo muchos ancianos, agobiados por el peso de los años o en el umbral de la muerte, aceptan con agrado el abrazo de esta última, pues saben que ya han vivido mucho, por lo que su mayor deseo es el descanso eterno y la compañía de aquellos que aquí amaron y que fallecieron antes que ellos. Por otro lado, también he visto (y es natural que así sea) cómo los familiares próximos se aferran a cualquier hálito para mantenerlos con vida, impidiéndoles que den ese paso que ellos están ansiosos por dar. Tal vez, como en el film, estos que aceptan la muerte estén dando un ejemplo de entrega y confianza absolutas a aquellos que, por verla de lejos, no están dispuestos a asumirla.

   La película, pues, es un buen ejercicio de reflexión acerca de la ancianidad y la vida eterna, temas que hoy no aparecen en la opinión pública, pues la primera recuerda al hombre que sus días en la tierra no son eternos, y la segunda, que Dios existe y puede premiar con ella o castigar con su ausencia. Es por ello que, a pesar de aprovechar en su momento el filón abierto por Spielberg y su bienintencionada visión de los extraterrestres, Cocoon se concede a sí misma el galardón de ser una gran obra, pues supera los clichés del género cinematográfico y ahonda en una temática difícil y sensible, de la que sale sin duda airosa.        
 

  

lunes, 31 de agosto de 2015

El imperio del fuego


   Es curioso comprobar cómo en ocasiones el cine intrascendente genera alguna sorpresilla. Hace poco volví a ver El imperio del fuego, película que ya había olvidado, pero a cuyo estreno, en 2002, tuve la oportunidad de acudir. Recuerdo que por aquel entonces me pareció un film insustancial, pues, ciertamente, carece de calidad artística y de originalidad; sin embargo, en este segundo visionado he podido percatarme de algunos puntos que han despertado mi interés, aunque continúe formando parte de ese cine intrascendente al que antes hemos hecho referencia.
 
 

   Como es sabido por todos, el largometraje se desarrolla en un futuro cada vez más cercano, el año 2022, y narra la encarnizada lucha entre los hombres y los dragones, aquellos seres reptilianos que formaban parte del mundo mitológico, pero que, por azares del genio hollywoodiense, cobran vida cuando la humanidad ha dejado de creer en ellos. Como si de una plaga se tratase, estos últimos se apoderan de todo el orbe, provocando que las personas supervivientes se acorralen en recintos ocultos esperando que algún día desaparezcan. Pero a uno de estos refugios (misteriosamente, escocés) llega una partida de norteamericanos (¡oh, sorpresa!) dispuestos a eliminar a los lagartos voladores y a reconquistar, así, el planeta Tierra.

   Ciertamente, la película no da más de sí, pues ¿qué se puede esperar de un argumento tan simple? Sin embargo, podemos arrojar sobre ella una benevolente lectura antibelicista, pues, siendo compasivos, es posible ver a los dragones como una metáfora de los horrores de la guerra, algo que, como ocurre en otros largometrajes del mismo corte, termina uniendo a todas las personas bajo un mismo factor: devolver al hombre la dignidad que ha perdido. Y a mi entender, no estaríamos lejos de esta moraleja, ya que se nos presenta a una humanidad desesperada, pobre y aterrada que solo anhela el fin de sus agobios, y a unos dragones malvados y poco escrupulosos que solo desean acabar con todo rastro humano de la faz de nuestro mundo.

   Aunque existen otras películas que profundizan más en esta idea, la verdad es que aquí no queda mal del todo, pues esta comienza mostrándonos un prólogo que nos describe someramente la prosperidad del hombre, con sus grandes construcciones y su falta de preocupaciones (ese niño que se pasea tranquilamente por el peligroso escenario de una obra…), y el instante en que es atajada de manera drástica por la súbita aparición del maligno animal. A partir de ese momento, vemos cómo toda esa bonanza de la que se jactaba el ser humano queda sepultada literalmente bajo la ceniza del fuego de los dragones, y cómo el hombre, que tanto se enorgullecía de sus logros, queda recluido como si de un mísero perro se tratase, intentado conservar todo aquello de lo que alguna vez se vanaglorió (muy bueno ese guiño a la saga de George Lucas).

   En verdad, pocas veces nos hemos parado a pensar en el dramatismo que encierra cualquier conflicto armado, pues estamos acostumbrados a verlos en la ficticia pantalla de una sala de cine o en el aséptico televisor de nuestros salones, y a jugarla en los inocuos monitores de nuestros ordenadores, pero no estamos habituados a vivirla. Por fortuna, hace más de setenta años que concluyó nuestra guerra civil, así como la que enfrentó por segunda vez al mundo entero; sin embargo, son muchas las voces que profetizan y que casi aguardan el desencadenamiento de otra o de otras tantas. Mas yo me pregunto si tales agoreros serían capaces de afrontar una masacre de esa índole y de ver cómo se acaba frente a ellos todo aquello en lo que han depositado sus esfuerzos y sus esperanzas. Es fácil creer que uno empuñaría el fusil y que acabaría en un abrir y cerrar de ojos con un enemigo, pero es difícil dejar de lado el aspecto pintoresco que nos lega el séptimo arte, o el lúdico en el que nos han instruido los videojuegos y las guerrillas de pintura, y hacerlo realmente.
 

   Imagino cómo sería el ver destruida mi casa, con todas mis pertenencias y mis recuerdos hundidos bajo el peso del cemento derrumbado; o el descubrir que mis padres han perecido por el disparo de una bala; o el saber que mis hermanos están perdidos y buscando un lugar donde ampararse. ¿Cómo sería el dormir con miedo a ser asesinado?, ¿cómo el combatir en el frente, sabiendo que otro hombre puede frenar mi avance?, ¿cómo el intentar sobrevivir entre ruinas?, ¿cómo la búsqueda infructuosa de un poco de alimento?, ¿cómo el ver a un familiar o a un amigo morir de inanición? No me extraña, pues, que este film presente tales horrores que una guerra acarrea bajo la apariencia de un dragón, el ser que tradicionalmente se ha identificado con el pavor y con la destrucción, y no me extraña que los hombres huyan de él y se refugien en un lugar donde este no los encuentre ni los destruya.

   Pero el film no es pesimista, y aunque nos ofrezca una visión tan nefasta (y verídica) de la guerra, hace brillar al hombre con luz esperanzadora, pues este es capaz de sobrevivir siempre a cualquier contrariedad que se le presente. En este caso, esa esperanza se refleja en el hallazgo del sutil método mediante el cual pueden ser eliminados los dragones: el lanzamiento de flechas incendiarias a sus mayúsculas bocas ígneas. Alegóricamente, ello une a la humanidad bajo el único y loable objetivo de acabar en definitiva con el bélico desastre, y le ayuda a proponerse uno nuevo: devolverse a sí misma la dignidad, la paz y la prosperidad que había perdido (por este motivo, Christian Bale asevera al final del metraje que si los dragones destruyen otra vez lo que ellos están levantando, ellos otra vez volverán a construirlo). De este modo, ese mundo que había perecido bajo la ceniza resurgirá con mayor fuerza y se unirá más estrechamente, para que nunca vuelva a ser azotado por el funesto látigo de los dragones. 
 
 

 

miércoles, 26 de agosto de 2015

William Wallace, Mel Gibson y el orgullo de ser escocés


   Este verano he tenido la oportunidad de visitar Escocia, un país que parece pensado exclusivamente para románticos y cinéfilos, adjetivos que me caracterizan sin ningún género de dudas. Paseando por las Tierras Altas, uno puede imaginarse a Christopher Lambert entrenando con Sean Connery para degollar al malvado Clancy Brown cuando este acuda a la irresistible llamada de eliminar a todos los inmortales; navegando por el lago Ness, evoca a Ted Danson intentando hallar al famoso monstruo que supuestamente lo habita, o al sosias de madera que aparecía en La vida privada de Sherlock Holmes; callejeando por Stirling, se puede ver a Liam Neeson entrevistándose con John Hurt para conseguir más cabezas de ganado y salvar, así, a su clan, y entrando en el castillo de Edimburgo, no es difícil pensar en la reina Estuardo, a la que dio vida Katharine Hepburn en el film de John Ford. Mas a pesar de todos estos recuerdos, hay uno que asoma siempre por el horizonte de la memoria y que parece aletear sobre toda la campiña caledoniana: Braveheart, la obra maestra que consagró a Mel Gibson como uno de los mejores cineastas del Hollywood actual.
 
 
 

   Sé que el primer film del citado director no fue el protagonizado por este caudillo escocés del siglo XIII, sino El hombre sin rostro, película que hizo descubrir al público las cualidades artísticas y la sensibilidad de un actor más recordado por las sagas de Mad Max y Arma letal, en las que había poca cabida para tales características. Sin embargo, en aquella descubrimos hasta qué punto era capaz de asumir como propio un hecho histórico y relatarlo magníficamente bajo el prisma de su particular visión de la vida, algo que demostró su fuerte idiosincrasia y el genio interior que pugnaba por salir de su encierro interpretativo. Ni que decir tiene que sus poderosas imágenes y la bella y evocadora partitura de James Horner dieron a conocer al mundo la gesta de William Wallace, héroe nacional de Escocia, y pusieron de moda todo lo relativo a este hermoso país (no era difícil toparse con grupos de personas ataviados con kilts en el carnaval de ese año, ni oír música celta con evidentes reminiscencias a la escrita por el desafortunado compositor, costumbres que persisten desde entonces).

   Pero lo mejor del Wallace de Braveheart, como ya hemos insinuado arriba es la visión tan particular que Mel Gibson arrojó sobre él, ya que, no obstante las licencias históricas que pareció arrogarse este último, nos lo presentó como un hombre íntegro y amoroso, cuyo único y mayor deseo era el sosiego de su familia y la libertad de su patria. Uno y otro son anhelos propiamente humanos y tremendamente cristianos, pues todo hombre nace (o debería nacer) en el seno de un núcleo familiar que lo acoge y al que se siente vinculado, y lo hace en el suelo de un territorio que lo forma (o debería formar) como ciudadano, cosas que un hijo de Dios es capaz de entender como una vía de santidad propuesta para alcanzar el Cielo: la familia, en primer lugar, es la institución natural donde se educa al niño en la fe, el amor, la tolerancia, el perdón y etcétera, mientras que la patria, en segundo lugar, debe dar cobijo a esa noble aspiración de los padres con respecto a su prole, por lo que nunca ha de estar sometida a un agente opresor que se lo impida.

   Mel Gibson parece muy consciente de todo ello en cada fotograma del largometraje, que, por otro lado, nos recuerda constantemente la fe católica de los protagonistas escoceses, fe que él mismo comparte. No es casual, pues, que, acercándose el colofón de la historia, veamos a un William Wallace crucificado y soportando una ignominiosa pasión por parte del pueblo que lo ha ensalzado como un héroe, del mismo modo que Cristo tuvo que sufrir los ultrajes de unos hombres que lo habían recibido como el mesías largamente aguardado. Y así como este último tuvo que morir por los suyos para otorgarles esa paz y esa libertad que en el mundo no eran capaces de encontrar, el Wallace de Gibson tuvo que entregarse a sí mismo para salvar a su pueblo (nadie que haya visto el film podrá olvidar el estentóreo grito libertario con el que esta alcanza su final). Desgraciadamente, la historia del mundo sigue su curso, y muchas veces se olvida la hazaña con la que se conquistó aquel estado, pero el recuerdo se aviva cuando una nueva y nefasta situación constriñe al pueblo comprado con la sangre de un solo hombre.

   Desafortunadamente, la carrera de Mel Gibson se ha visto truncada de manera muy prematura, debido a sus problemas con el alcohol y otros excesos (como afirma el clásico, “el artista genial debe ser una persona atormentada e inclinada a los vicios, buscador de la belleza y de las más altas metas espirituales, pero incapaz de mantener el tan deseable equilibrio en la vida personal”). Sin embargo, cada vez que ha puesto el ojo en el objetivo nos ha regalado una nueva obra maestra, como son La pasión de Cristo y Apocalypto, películas que demuestran  que aquel genio ha sido asesinado con demasiada rapidez y que prueban que, si aún siguiese vivo, tendríamos entre nosotros a un maestro indiscutible del séptimo arte. Ojalá vuelva pronto a nuestras pantallas un nuevo film dirigido por Mel Gibson, el hombre que supo darle cara a William Wallace y que lo dio a conocer al mundo entero.    

 
 
 

miércoles, 5 de agosto de 2015

La aventura del Poseidón


   En el año 1970, el estreno de la película Aeropuerto puso de moda el subgénero catastrófico, denominado así no por su ausencia de calidad, sino por su temática: como su propio nombre indica, las cintas enmarcadas en él describían los acontecimientos que se sucedían durante la eclosión de alguna desgracia, principalmente de orden telúrico, o durante el derrumbamiento de alguna ciclópea construcción humana que supusiese un desafío para las fuerzas de la naturaleza; además, era propio de ellas presentarnos a una plétora de actores famosos enfrentándose a dichas calamidades, y ofrecernos historias y romances que se entrecruzaban y se ponían en cuestión o se fortalecían gracias al terrible escenario. De este modo, han quedado para el recuerdo filmes como Terremoto, Meteoro, El coloso en llamas y el título que hoy nos ocupa.

   La aventura del Poseidón narra la historia de un crucero de lujo que vuelca tras recibir el duro embate de una ola gigantesca. Los pocos sobrevivientes se concentran en el comedor del barco, donde estaban celebrando la cena de año nuevo; allí, un oficial les aconseja aguardar el rescate que se solicitó antes del naufragio, mientras que un resuelto predicador que navegaba a bordo les urge a escalar hasta el casco de la nave, que ahora, por encontrarse esta invertida, está flotando en la superficie del mar. No obstante las poderosas razones del religioso, aquellos prefieren obedecer al oficial y esperar a que alguien responda a la perentoria llamada de auxilio. El predicador, sin embargo, continúa apremiando a los tripulantes, para que se encaminen hacia el exterior, pero solo un pequeño grupo de personas se suma a él. Juntos, pues, emprenden la aventura que da título al film, pero esta no resultará fácil, pues deberán afrontar todo tipo de peligros antes de coronarla.
 
 

   Sacar a colación este film en un blog dedicado a las reflexiones cristianas que nos ofrece el séptimo arte no es baladí, pues detrás del relato de aventuras que hemos descrito arriba se esconde un interesante discurso sobre la fe y el sacerdocio. En la cinta, Gene Hackman, por un lado, interpreta al religioso protagonista, un ministro protestante que ha sido reconvenido por su obispo debido a sus innovadoras ideas acerca de la vida cristiana: según su opinión, Dios no interviene en los asuntos del hombre, por lo que este debe resolverlos sin esperar que Él los solucione; por el otro, Arthur O´Connell interpreta, en un papel secundario, al capellán del crucero, un sacerdote maduro que advierte a aquel acerca de las peligrosas consecuencias de sus postulados, pues una teología de esa índole relega a las personas débiles a favor de las poderosas. El desarrollo de la película, como veremos, favorecerá esta última postura, y hará ver al religioso protagonista que la sola fuerza del hombre no es suficiente para vencer las distintas dificultades que este debe afrontar a lo largo de su existencia.

   Para poner de manifiesto este apoyo que el film presta a la actitud del capellán interpretado por O´Connell, este último mantiene con Gene Hackman un interesante diálogo, que se sitúa, no por casualidad, inmediatamente después del trágico naufragio y antes de que comience la aventura que llevará al segundo a cuestionarse su particular teología. En este encuentro, Hackman intenta convencer a O´Connell de que se encamine hacia la superficie, donde con toda probabilidad recibirán la ayuda que se solicitó antes de que el barco volcase; sin embargo, este decide permanecer al lado de los asustados tripulantes, pues muchos de ellos son incapaces de emprender el camino que aquel les está aconsejando. Ante la constante insistencia del predicador, el capellán del buque le responde que su labor es permanecer junto a los débiles, ya que necesitan la esperanza que Dios les presta a través de él. Aunque en un principio Hackman no llega a comprender estas palabras, su ulterior aventura le hará ver hasta qué punto el anciano sacerdote había integrado su fe y su ministerio a su propia vida.

   A partir de este momento, y una vez que el discurso sobre la fe ha sido presentado, se inicia el del sacerdocio, pues el predicador Hackman, como ya hemos dicho, deberá reconocer el verdadero alcance de su misión, que no consiste en predicar a un Dios ajeno a este mundo, ni una religión asequible solo para unos pocos, sino en entregar la vida por su pueblo conduciéndolo hacia la eternidad; así, y como si de un revelador augurio se tratase, él mismo contempla la muerte del venerable capellán del crucero, que perece entre el agua y las llamas acompañando a los suyos. Por otro lado, este funesto suceso tiene otra lectura, de carácter más metafórico, que, no obstante, en absoluto se contrapone con la citada: para convencer a la tripulación de que debe escalar hasta la quilla del barco, el predicador anuncia que la salvación se encuentra arriba, hacia donde él la guiará; como la mayoría se atemoriza ante los peligros que esa ruta le pueda deparar, prefiere obedecer las indicaciones del oficial, que le ofrece la comodidad de la espera. Sin duda, el religioso ya está comprendiendo la verdadera hondura de su vocación, y, como si de un profeta se tratase, anuncia que la salvación del hombre se encuentra en lo más alto, es decir, en el cielo, lugar al que él, que es sacerdote, tiene la misión de orientarlo; sin embargo, y como ya vaticinó el Señor en el evangelio, “muchos son los llamados y pocos son los escogidos” (Mt. 22, 14), por lo que solo un escaso número de personas decide secundarlo. El resto, temeroso de las aparentes dificultades que presenta la vida cristiana, escoge ceder a las molicies del mundo, por lo que, a modo de castigo, muere calcinado por el fuego del infierno.

   Gene Hackman, pues, una vez que ha entendido que su ministerio consiste en guiar al cielo a las almas que le han sido confiadas, se convierte en el reflejo del buen pastor bíblico, que conduce a su rebaño hacia fuentes tranquilas, para que allí descanse y sienta cómo sus fuerzas son reparadas (cfr. Sal. 23); sin embargo, y como ya hemos aludido, dicho camino está poblado por multitud de aprietos, que obstaculizan constantemente el dificultoso ascenso hacia la salvación, por lo que el sacerdote, que encabeza la marcha, debe suscitar ánimo y consuelo a su rebaño, de manera que confíe en él, y pueda afirmar, como el salmo citado, “aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (ibíd.). El pastor, empero, no siempre contará con la obediencia de sus ovejas, sino que estas se opondrán muchas veces a sus propósitos, e intentarán disuadirlo de sus empresas, para que estas se acomoden más a sus propios empeños o a las directrices de este mundo; no obstante, aquel debe mantenerse fiel a la ruta que Dios mismo le ha marcado, y gobernar a los suyos conforme a estos designios salvadores, sirviéndoles siempre como ejemplo y procurando que ninguno se pierda (cfr. Jn. 6, 39). Sin embargo, el predicador comprenderá que todo su empeño es vacuo si no deposita sus fuerzas en Dios, que es el único que puede salvar, por lo que, finalizando el metraje, le improvisa a Aquel una oración desesperada, en la que le ruega que conduzca a su pueblo hasta el cielo; además, y, como cumplimiento de la muerte profética del viejo capellán, él mismo entrega su vida, para que los suyos puedan obtenerla.

   Del mismo modo, el sacerdote de hoy está llamado por Dios a convocar a todas las gentes al encuentro con Jesucristo, que es el verdadero pastor que conduce a sus ovejas hasta el paraíso. Por desgracia, y como acontece en el film, no todas las personas responden a sus palabras, sino que solo unas pocas las escuchan y confían en ellas; mas no por ello aquel debe desanimarse, sino que ha de acompañarlas hasta el citado encuentro, de manera que puedan subir al cielo y vivir para siempre. Igual que el predicador de la película, esta peregrinación se caracteriza por las constantes dificultades y los innumerables peligros, pues el mundo seduce una y otra vez al hombre, para que abandone su propósito de salvarse y busque exclusivamente el disfrutar de lo que él le ofrece. Por esta razón, el sacerdote debe conocer a su pueblo, animarlo y servirle de ejemplo, para que nunca olvide que su auténtico objetivo se halla en el cielo y no en la tierra. Pero a pesar de lo dicho, el sacerdote encuentra la verdadera profundidad de su ministerio en la entrega por sus ovejas, por las que diariamente debe desvivirse, rezar y ofrecer múltiples sacrificios, como el de la santa misa; de esta manera, identificándose en plenitud con Cristo, que murió en la cruz por su pueblo, el sacerdote hace de los suyos una ofrenda agradable al Padre, que la acepta gustoso.

   Así pues, no nos encontramos frente a un simple relato de aventuras al uso, sino ante un film de mucha enjundia religiosa, que, más allá del trepidante periplo, nos ofrece una fabulosa disertación sobre las consecuencias de una fe mal entendida, como la que defiende Hackman al principio: en verdad, la creencia en un Dios ajeno a las preocupaciones de la humanidad genera una fe que solamente puede ser vivida por ricos, poderosos y fuertes, ya que los débiles y postergados no pueden encontrar amparo en Él, pues siempre serán adelantados por aquellos; sin embargo, la fe que propone O´Connell es más acorde con la realidad, pues Dios favorece a los pobres de este mundo, cuyo único consuelo es la esperanza en una vida futura que acabe con su sufrimiento (cfr. Mc. 10, 23-27). El religioso protagonista deberá vivir toda esa aventura a bordo del “Poseidón”, enfrentarse a los peligros que lo acecharán durante la misma e, incluso, afrontar la muerte de varios miembros de su grupo para comprender esta verdad; por eso, cuando percibe que su sola resolución no ha sido capaz de auxiliar a las personas que confiaron en él, impetra la ayuda de Dios, que es el único que puede hacer que lo imposible se torne en posible (ibíd.).

   Por otro lado, la figura que el film presenta acerca del sacerdocio es también muy acertada, pues, como ya hemos dicho, la misión que tiene cualquier hombre llamado por Dios a entregar la vida por su pueblo es, precisamente, la del sacrificio: “El obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y los sacramentos. La santifican con su ejemplo, no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey (1P. 5, 3). Así es como llegan a la vida eterna junto con el rebaño que les fue confiado (LG. 26)” (CCE, 893). El mayor de estos sacrificios es el de la santa misa, sacramento mediante el cual se renueva la muerte redentora de Cristo en la cruz, reconciliando a la humanidad con Dios; por este motivo, la plenitud del sacrifico es mostrada por la película en el momento en que el predicador se arroja al vacío, para que su pueblo, después de su hazaña, pueda alcanzar la quilla del buque y salvarse.

   Para concluir este artículo, podemos decir que La aventura del Poseidón supera con creces a todas las producciones del subgénero catastrófico. Sin duda, resulta verdaderamente aventurado el asegurar tal frase, pues es probable que muchas de ellas superen a esta; mas la presente cinta se alza sobre los valores de la originalidad y la innovación, ya que, alejándose de las manidas historias de amor que aquellas nos relataban, esta se atreve a disertar sobre un asunto diferente: las cuestiones teológicas que hemos mostrado. Y así, aunque Dios esté presente en todas estas cintas, pues siempre aparece en ellas una angustiosa oración, esta se vuelca decididamente en Él y lo erige como el auténtico protagonista implícito del relato.
 

domingo, 2 de agosto de 2015

Stephen Hawking ya cree en Dios


   No podemos negar que las revistas de actualidad social son una fuente de información permanente, a pesar de que suelen ser deploradas por su pretendidamente escaso nivel cultural y por los establecimientos en los que pueden ser encontradas, como peluquerías, salones de belleza y algún revistero de hogar perdido bajo el televisor o junto al sofá. Para apoyar esta tesis, debo decir que recientemente leí en una de ellas el siguiente titular: “Stephen Hawking busca extraterrestres” (Pronto, número 2 256, 1 de agosto de 2015, página 87). Sin duda, el encabezamiento explicita la noticia, la cual detalla en un solo párrafo que el reputado astrofísico quiere dedicarse ahora a dicha investigación. Aunque en un principio este texto pasa desapercibido entre tanta novedad cardíaca, es más relevante de lo que parece, y no por la búsqueda de inteligencia alienígena a la que se ha consagrado aquel, sino por el manifiesto declive de una carrera que va haciendo aguas.

   Todo el mundo es consciente de hasta qué punto Stephen Hawking ha negado con rotundidad y empeño la existencia de Dios, pues, amparándose exclusivamente en la ciencia de la que es experto, ha afirmado en no pocas ocasiones que esta es capaz de corroborar que Aquel no es más que un cuento, o la proyección de los anhelos de una humanidad necesitada de una razón que dé sentido a su presencia en el vasto universo que la rodea. A pesar de estas ideas, el Vaticano siempre le ha tendido una mano amigable, esperando entablar con él un diálogo que lo lleve a comprender que la fe en Dios no es contrapuesta al campo que él domina; así, tanto san Juan Pablo II como Benedicto XVI han confiado en su erudición para ilustrar en sendos congresos los tenebrosos orígenes del espacio y del tiempo. Sin embargo, él nunca ha aceptado dichas invitaciones como una manera de debatir acerca del particular, sino como un modo de burlarse del credo de la Iglesia (allá por la década de los ochenta, cuando concluyó la intervención en la que afirmaba que el universo no necesitó de la injerencia divina para formarse, bromeó diciendo que, si el papa hubiese entendido sus palabras, lo habría entregado a la Inquisición…).

   Hawking defiende sin pudor alguno que el hombre no es más que una mera casualidad en un inmenso y azaroso vacío, y que, por consiguiente, no debe buscar sentido alguno a su existencia (aquellos que hayan visto La teoría del todo recordarán que este título hace referencia a su obsesivo empeño por hallar la ecuación que demuestre que todas las cosas, incluido el hombre, provienen de un mismo origen, que es netamente físico). Esta hipótesis puede resultar atractiva para jóvenes ateos que piensen que la fe en Dios es un lastre para el desarrollo de la ciencia, como la misma película apunta; sin embargo, son escasos los que se han parado a pensar en sus fatales resultados. En relación a esto, el citado pontífice san Juan Pablo II asevera lo siguiente: “El ateísmo teórico y práctico que serpea ampliamente; la aceptación de una moral evolucionista desvinculada totalmente de los principios sólidos y universales de la ley moral natural y revelada, pero vinculada a las costumbres siempre variables de la historia; la insistente exaltación del hombre como autor autónomo del propio destino, y, en el extremo opuesto, su deprimente humillación al rango de pasión inútil, de error cósmico, de peregrino absurdo de la nada en un universo desconocido y engañoso, han hecho perder a muchos el significado de la vida y han empujado a los más débiles y a los más sensibles hacia evasiones funestas y trágicas”.

   Como un profeta de su propia desdicha, el erudito Hawking se ha visto envuelto en las aciagas palabras del papa, pues, en su ansia por demostrar que la vida carece de sentido y que Dios no es más que una encarnación de las menesterosas aspiraciones humanas, ha encontrado un sustituto perfecto de la imagen divina que él tanto denuesta: los extraterrestres. Así que aquí tenemos al pobre Stephen luchando por hallar una prueba que confirme que no estamos solos en el universo, porque ello significaría que ese azar que idolatra se habría repetido en otros puntos del infinito y frío espacio, algo que desbancaría al hombre de su privilegiado lugar en la creación. Y esos alienígenas, pues, serían una suerte de seres divinos que albergarían todo el conocimiento que conforma el cosmos, igual que los que aparecían al final de la recuperable Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, convirtiéndose, así, en el Dios del que el astrofísico ni siquiera quiere oír hablar.

   Finalmente, todo se reduce a una estrechez de miras de un hombre que, enfadado con Dios, ha creado una religión adaptada a su manera de entender el mundo, que tiene como credo un laicismo científico galopante y, como aspiración última, un contacto definitivo y glorioso con los nuevos dioses que rigen los destinos de los hombres, aquellos que habitan planeta lejanísimos y que, por ser más evolucionados que nosotros, tienen mucho que enseñarnos. Es verdad que esta idea no es nueva, pues el cine ya se hizo eco de ella en Contact, por ejemplo, película a la que dedicaremos un artículo especial, pero cada vez me produce más pena que vaya calando tan hondamente en el sentir humano, pues demuestra a todas luces que la humanidad necesita con urgencia la presencia de Dios; sin embargo, como no hay día en que no se intente demostrar su inexistencia, el hombre ha dejado de creer en Él y lo ha relegado a favor de esos seres mensurables, a los que, no obstante, arrogamos características propias de deidades benévolas, pues necesitamos que alguien todopoderoso y misericordioso vele por nosotros y dé sentido a una vida que sin él sería absurda.   

martes, 21 de julio de 2015

Del revés (Inside Out)


   Leí recientemente unas declaraciones de John Lasseter donde afirmaba que Pixar, empresa de animación digital de la que él es creador y director, realizaba películas de adultos aptas para menores. Y en verdad así es, pues ¿qué niño puede llegar a comprender la tragedia que encierra el magistral prólogo de Up? O bien, ¿qué otro puede identificarse con el simpático robot protagonista de Wall-E, que vive un proceso juvenil de amor no correspondido que ningún crío ha podido conocer todavía? O, por último, ¿algún pequeño es capaz de llegar a intuir siquiera esa búsqueda del sentido de la propia vida en la que se embarcan los juguetes de Andy en Toy Story 3 cuando este ya no quiere jugar con ellos? Probablemente, a todas estas preguntas responderíamos con una rotunda negación; sin embargo, vemos que esos mismos niños se embelesan una y otra vez con sus fotogramas, que compran artículos basados en dichos largometrajes y que se saben sus canciones de memoria (“¡hay un amigo en mí!”). Y es que, como hemos indicado al principio de este párrafo, las producciones de Pixar describen historias adultas revestidas de una presentación infantil. 

   La película que nos ocupa no podía ser menos, por lo que bajo esa apariencia colorida de un cuento que narra las desventuras de unas emociones perdidas en el cerebro de una chica, nos encontramos con el crudo relato de una joven situada en el umbral de la pubertad. Este es sin duda un periodo del crecimiento particularmente difícil, pues el joven que lo experimenta siente que no solo su cuerpo está entrando en la edad adulta, sino que también sus propias ideas, pensamientos, gustos y aficiones se van modificando para adaptarse a ella; es la etapa en la que el niño se pregunta por su familia, a la que puede llegar a ver con recelo, por sus amigos y por el lugar que ocupa en el mundo; es, finalmente, la etapa del discernimiento y del forjamiento de su propia personalidad. En el caso de esta película, todo ello parece precipitarse cuando los padres de aquella deciden mudarse de ciudad, provocando que esta deba enraizarse en un ambiente que desconoce; de este modo, vemos cómo se enfrenta a su primer día de colegio o a las pruebas para ingresar en el equipo de hockey local.

   Hasta aquí, todo nos puede parecer de lo más normal y un argumento ya visto en cualquier otra cinta de corte juvenil, pero no debemos olvidar que Pixar siempre nos sorprende, y esta vez lo hace describiéndonos el funcionamiento mismo de esas emociones internas sentidas por un púber. No es de extrañar, pues, que en la central interna de control cerebral solo queden Miedo, Ira y Asco, mientras que Alegría y Tristeza se han perdido por los recovecos de la infinita memoria (por cierto, muy bien descrita por estos maestros de la animación); ciertamente, aquellas tres sensaciones son las que parecen primar en el proceso de madurez de cualquier joven, caracterizado por la rebeldía, los constantes enfados, los gestos desagradables y la actitud “borde” (aunque la palabreja no sea propia de un artículo serio, en verdad es gráfica y fácil de entender por todos los lectores), mientras que parece que se alejan de él las otras dos. Así, el comportamiento de la protagonista hacia sus padres y el enojo con ellos es un perfecto reflejo de aquel que experimenta cualquier persona que empieza a flirtear con la adolescencia.

   En el aspecto meramente técnico, y como ya hemos dicho, es magistral la descripción que hace la cinta de los suburbios cerebrales a medida que Alegría y Tristeza van avanzando por ellos, alcanzando su clímax en los estudios cinematográficos, destinados a dotar de sueños las noches de la niña (con una escena hilarante que quedará para siempre en el recuerdo), y la incursión en el subconsciente, con un maligno payaso que nos hace recordar nuestros temores infantiles más arraigados. En él destaca asimismo la aparición del amigo invisible de la infancia de la aquella, en una escena que recuerda sutilmente a Dentro del laberinto (¿es quizás un homenaje velado a ella, porque también esta se desarrolla en una suerte de dédalo?): un personaje que, cosas de la paradoja, es poco imaginativo, pues su aspecto ha sido repetido en otros sitios, pero que juega un papel fundamental en el desarrollo de la historia, pues indica la parte de puerilidad que aún duerme en el interior de la niña; por este motivo (no sigas leyendo si aún no has visto la película), su muerte es necesaria para que esta entre en la edad adulta, pues ¿de qué modo iba a madurar alguien que se encuentre anclado de manera irremediable en el pasado?

   Al final, y como no podía ser menos en una cinta de Pixar, brilla refulgentemente la importancia de la familia en el crecimiento óptimo de un niño, pues es el lugar donde este se siente amado y comprendido; donde aprende a perdonar y a ser perdonado, y donde, en definitiva, aprenderá a enfrentarse a los problemas que el futuro le ofrecerá a lo largo de su vida. Por esta razón, la isla de la familia aparece reforzada al final del metraje, no así las otras, que cambian o desaparecen conforme la niña madura o acoge nuevas experiencias. La familia, pues, viene a recordarnos de nuevo John Lasseter, debe ser un lugar de respeto, amor y perdón, para que un niño crezca sano y sea capaz de ingresar con soltura en el mundo de los adultos. Por tanto, y como hemos indicado al principio de este escrito, es posible que los jóvenes espectadores no hayan sido capaces de colegir todos estos datos con el visionado de la cinta, por lo que sus padres, a quienes realmente va dirigida, deberán ser sus instructores, y enseñarles con su propia vida la importancia del amor, del perdón y del respeto.