Navidad es una época propicia, en lo cinematográfico, para ver de nuevo filmes que nos recuerden el sentimiento de bondad que debe primar en nuestras vidas. En este sentido, los que amamos el séptimo arte solemos recurrir a Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946), el clásico indiscutible de estas fiestas; o bien, si somos nostálgicos, podemos echar mano de Solo en casa (Chris Columbus, 1990) y Solo en casa 2. Perdido en Nueva York (ib., 1992), y de Los fantasmas atacan al jefe (Richard Donner, 1988), que eran los largometrajes que siempre emitía la televisión cuando éramos niños. Afortunadamente, el cinéfilo católico actual también puede recuperar Natividad (Catherine Hardwicke, 2006), que es una vuelta a la raíz de esta celebración tan entrañable. Pero, por el camino, olvidamos títulos que podrían formar parte de este canon, como Feliz Navidad (Christian Carion, 2005), que es la película que aquí proponemos hoy.
En 1914, cuando no bien había estallado la Primera Guerra Mundial, un grupo de militares, de bandos enemigos, se reúne para celebrar la Nochebuena. La experiencia satisface tanto a todos, que no dudan en congregarse de nuevo al día siguiente para conmemorar la Navidad. De este modo, surge una amistad entre ellos que, más tarde, cuando se reanude la batalla, dificultará el tiroteo al que se ven obligados por su condición de combatientes. Por supuesto, esta actitud no será comprendida por los mandos de las respectivas facciones, que harán lo posible para detener esta súbita confraternización.
Lo primero que puede sorprender al espectador que se acerque a este film por primera vez es su asombroso argumento, puesto que le resultará increíble que unos enemigos frenen el combate para celebrar la Navidad. Lo segundo que lo pasmará cuando vea la película será el descubrir que esta se hace eco de una situación real. En efecto, el metraje de esta cinta es garantía de que, como tantas veces habremos dicho, la realidad supera la ficción, ya que, verdaderamente, en pleno fragor de la guerra, hubo un receso para festejar el nacimiento del Hijo de Dios en Belén.
Tal vez, la mentalidad de nuestro tiempo sea incapaz de comprender un milagro como este, puesto que hoy celebramos la Navidad como una fiesta más dentro de nuestro calendario. Sin duda, nuestros almanaques están salpicados por eventos que interrumpen la vida cotidiana, con el (buen) propósito de amenizar nuestra rutinaria existencia; pero estos pueden ser sustituidos por otros que sean mejores, o bien pueden ser soslayados cuando haya una razón laboral o personal que lo exija. La Nochebuena, empero, y el 25 de diciembre son irreemplazables: siempre habrá un villancico, una cena, un brindis o un recuerdo especial para los que ya no estén junto a nosotros. Y esto solo tiene un motivo: la venida de Jesucristo al mundo.
Efectivamente, cada año, celebramos que el Hijo de Dios se encarnó, para devolver a los hombres la paz que ellos mismos habían perdido como consecuencia de su pecado. Además, esta devolución inmerecida, puesto que fuimos nosotros quienes nos apartamos voluntariamente de nuestro Creador, trajo consigo otro beneficio: la filiación. Es decir, desde el momento en que Jesús tomó nuestra naturaleza humana para rescatarla, nos adoptó como hermanos y, por tanto, como hijos de su Padre. ¿Acaso existe, pues, mayor motivo que este para una celebración anual?, ¿acaso no es necesario rememorar esta gracia con la alegría propia de las fechas?, ¿o no es imprescindible hacerlo con la familia, que nos recuerda que ha sido bendecida mediante el nacimiento de Belén?
La mentalidad de nuestro tiempo, pues, tendrá que doblegarse a esta verdad, que es la que subyace tras estas celebraciones. Desgraciadamente, y en su agonía, pretende imponer otras que la sustituyan; para ello, vacía la Navidad de su contenido original, de manera que no resulte ofensiva a quien no crea en ella. Pero, si esta fiesta no conmemorase el nacimiento del Hijo de Dios, ¿por qué tendría que ser alegre?, ¿por qué cada uno tendría que recordar a sus familiares difuntos o alejados?, ¿por qué tendríamos que empeñarnos en celebrarla con aquellos de estos últimos que aún viven?, ¿por qué deberíamos cultivar nuestros buenos sentimientos? Si el motivo fuera la llegada del invierno, ¿por qué esta estación nos tiene que conducir a un comportamiento mejor y más entrañable?
Por esta razón, la persona que abomine del sentido religioso de la Navidad, que es, por otro lado, el único que tiene, nunca entenderá lo que esta película narra. Para ella, será una mera ficción o una exageración de un hecho puntual, pero no tendrá la relevancia que tiene para el cristiano, ni verá en ella el milagro de amor que aquella encierra. Por este motivo, se trata de un excelente largometraje para el canon que solemos recuperar estos días, puesto que incide en esa verdad que hoy el mundo olvida: Jesucristo, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén para devolverle al hombre la paz.
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