lunes, 22 de enero de 2018

Los archivos del Pentágono

   Si actualmente existe en Hollywood un director legendario, ese es Steven Spielberg. En efecto, de alguna manera, él representa el manido sueño americano por excelencia, ya que pasó de ser un joven aficionado al séptimo arte a convertirse en uno de los cineastas más reconocidos y mejor pagados de la historia. Y no solo eso, sino que también apadrinó el concepto de blockbuster que manejamos hoy (junto con su amigo George Lucas) y estableció los fundamentos que en la actualidad sustentan el subgénero cinematográfico dedicado al público infantil y juvenil. Con razón, pues, fue llamado en su momento "el rey Midas de Hollywood" o "el enfant terrible de la meca del cine". 

   Pero lo cierto es que el Steven Spielberg que se ganó estos apelativos gracias a títulos como Tiburón (id., 1975), E.T., el extraterrestre (id., 1982) o la saga de Indiana Jones, así como a sus famosas producciones Gremlins (Joe Dante, 1984), Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985) o Los Goonies (Richard Donner, 1985), ha dejado de existir. O tal vez deberíamos indicar que ha crecido. Ciertamente, desde que se consagrara como un autor maduro a través de La lista de Schindler (id., 1993), ya no es ese niño malo que pululaba por Hollywood haciendo las películas que le hubiera gustado ver durante su infancia, sino que se ha transformado en un mero artesano de la ciencia cinematográfica (tal vez esta sea la evolución lógica de cualquier cineasta apasionado); de este modo, ya sabe a la perfección qué argumento debe rodar para alborozo de la Academia y cómo debe hacerlo, pero se ha olvidado del regocijo infantil del neófito que tenían sus primeras obras y que nos encantaba a todos (War Horse, Las aventuras de Tintín. El secreto del unicornioMi amigo el gigante y hasta Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal eran cintas que pretendían recuperar esa etapa, pero que ni lograban acercarse a ella). En este sentido, Los archivos del Pentágono (Steven Spielberg, 2017) se suma a la filmografía de este período de madurez del gran cineasta, por lo que es una obra perfecta en su técnica, pero sin el sabor del Spielberg de primera hora.




   Como todo el mundo sabe, la película narra la odisea del famoso periódico The Washington Post para sacar a la luz los archivos secretos del Pentágono, ya que, según estos, la población americana habría sido engañada respecto de la conocida guerra del Vietnam. De este modo, el empeño de dicho diario se convirtió en una batalla nacional a favor de la libertad de prensa y, en consecuencia, en contra de la injerencia gubernamental en cuanto a la información periodística se refiere. Detrás de todo ello, además, se encuentra la figura de Meryl Streep, dueña del periódico, cuya actuación fue determinante para lograr la ansiada libertad informativa de la que hoy goza Estados Unidos.

   Gracias a esta sinopsis, el lector puede suponer que la cinta es tanto un homenaje al periodismo de antaño, es decir, a aquel que era visto como un oficio de aventureros que investigaban concienzudamente la actualidad y que corrían en pos de la noticia para relatarla (o al menos así es como nos lo quiere hacer ver su director), como un tributo a las películas que lo retrataron, entre las que destacan el clásico Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) y, de manera más reciente, Spotlight (Tom McCarthy, 2015); de este modo, vemos en ella una sucesión de los planos más recurrentes del subgénero periodístico: rotativas  funcionando a pleno rendimiento, camiones repartiendo la prensa a primeras horas de la mañana, máquinas de escribir tecleando incesantemente, oficinas bulliciosas, llamadas telefónicas inesperadas y un largo etcétera. Pero todo ello rodado con la eficacia artesanal de este Spielberg adulto, que ya sabe perfectamente dónde crear tensión, dónde emocionar, dónde moralizar o dónde hacer reír. Por tanto, y en este sentido, no hay nada que reprocharle a este (estupendo) largometraje.




   Pero la película tiene un par de lecturas que, sin echarla a perder, nos desvela a ese Spielberg que, además de haber crecido, se ha vuelto algo oportunista con el paso de los años: por un lado, la vertiente feminista que aletea sobre todo el metraje; por el otro, el (probable) alegato contra la opresión periodística que (supuestamente) sufre hoy Estados Unidos. En el primer caso, vemos la importancia que adquiere la figura de Meryl Streep en el relato para la consecución de la anhelada libertad de prensa y de la propia mujer, ya que, más allá de los irrefutables datos históricos, es presentada como un contrapunto de la situación femenina de la época: por ejemplo, la esposa de Tom Hanks aparece sirviendo sándwiches a los hombres (¡qué aberración!), mientras que ella coquetea con la aristocracia social (como mujer liberada) e impulsa (como mujer fuerte) la publicación que desembocaría en la citada libertad de información; o bien, y ya finalizando el metraje, es descrita como la heroína silenciosa de la proeza, puesto que sufre el menosprecio de la prensa, pero el reconocimiento tácito de las mujeres que la rodean (no en vano, la actriz elegida para el papel ha sido la citada Meryl Streep, líder del movimiento feminista afincado en Hollywood). En cuanto a lo segundo, basta ver la importancia que le han dado muchos espectadores y críticos norteamericanos a la cinta en este sentido, idea que su autor parece confirmar en algunas entrevistas recientes (aquí). Particularmente, debo decir, respecto de lo primero, que me pareció más valiente la propuesta feminista de El color púrpura (Steven Spielberg, 1985) que esta, puesto que nació en un ambiente donde la lucha de la mujer no estaba tan presente como en la actualidad; respecto de lo segundo, que no entiendo, más allá del sesgo político, ese discurso contra el (supuesto) control informativo, ya que Donald Trump se ha manifestado abiertamente opuesto a las fake news como elemento que obstaculiza la libertad de prensa (pero, como digo, el alegato vendrá motivado por la ideología política de Spielberg, que no se corresponderá con la del actual presidente de los Estados Unidos, algo que también aprovechará para engatusar a la Academia de Hollywood, ya que Trump no es bien querido por esta).

   Sea como fuere, creo que se trata de una película loable, técnicamente perfecta y entretenida, puesto que cuenta con la mano artesanal del infalible Steven Spielberg como ejecutora. Por otro lado, opino que su visionado es necesario para cualquiera que esté interesado en la política de Norteamérica, ya que refleja una situación muy concreta de la historia de este país, así como una profundización muy detallada de la conspiración gubernamental que la originó, algo que gusta mucho a sus habitantes, como ya demostró, por ejemplo, J.F.K. Caso abierto (Oliver Stone, 1991). Pero el cinéfilo no encontrará en ella al infatigable perseguidor de ovnis de Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) ni al Peter Pan prematuramente crecido de Hook (El capitán Garfio) (id., 1991); tal vez aparezca un destello suyo en el Tom Hanks que se emociona cuando husmea la noticia del complot, o en el Bob Odenkirk (Better Call Saul)  que sonríe con ilusión cuando comienzan a funcionar las rotativas. Pero nada más.




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