Antes de comenzar la crítica, debo reconoceros que soy un apasionado -¡un auténtico fan!- del cine mudo. En efecto, soy de los que piensan que toda la historia del séptimo arte comenzó y concluyó con Cecil B. DeMille, D.W. Griffith, Dreyer, Eisenstein y algunos -muy pocos- más; que todo lo que vino después solo imita lo que estos plasmaron con su celuloide silente (sin ir más lejos, una de las escenas de El acorazado Potemkin dio pie al conocidísimo tiroteo en la estación de tren de Los intocables de Eliot Ness). En cuanto al humor, opino más o menos lo mismo, porque después de Chaplin, Buster Keaton o Harold Lloyd solo han venido vulgares sosias (el slapstick que ellos inventaron es el que está de fondo en parodias como Aterriza como puedas, Agárralo como puedas, Scary Movie, American Pie y cosas así). Evidentemente, Stan Laurel y Oliver Hardy (o el Gordo y el Flaco) forman parte de estos forjadores del humor, ya que todos los dúos cómicos de la historia se enraízan en ellos (¿alguien ha dicho Dúo Sacapuntas o Tip y Coll?).
Pero El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie) no es un biopic al uso, puesto que no trata sobre los entresijos de su vida personal o sobre el esfuerzo que ambos afrontaron para coronar la cima del éxito (como por cierto hiciera la inolvidable Chaplin); ante todo, quiere detallarnos cómo les afectó el fracaso cuando dejaron de triunfar en la gran pantalla. En efecto, después de que ambos se convirtieran en grandes estrellas, les llegó el ostracismo y tuvieron que vagabundear por escenarios de mala muerte para sobrevivir. Además, en esta nueva situación surgieron multitud de problemas entre ambos, pues cada uno comenzó a culpar al otro de su mutuo infortunio, pese a que en el fondo estuvieran luchando contra sus propios fantasmas, ya que ninguno era capaz de aceptar que habían dejado de ser dioses cinematográficos.
La mención de las divinidades del celuloide no es ninguna blasfemia, puesto que, ciertamente, como dioses eran tratados los actores del cine silente, pese a que después fueran humillados como parias. De hecho, este es el ambiente que de manera tan magnífica retrató Billy Wilder en su antológica El crepúsculo de los dioses -¡qué título tan bonito y elocuente!-, para la que fueron reunidos los otrora miembros del star-system hollywoodiano, venidos a menos en razón del cine sonoro... y de la edad (algo que también abordó The Artist). En ella vemos precisamente cómo la ficticia Norma Desmond (un alter ego de la actriz Gloria Swanson, no en balde su intérprete) sigue pensando que se codea con aquellas deidades de la cámara y que los hombres continúan bebiendo los vientos por ella, pese a su ancianidad (¿quién no recuerda la escena final del film, una de las mejores que jamás hayan rematado una película?); su actitud llena de compasión al espectador, porque le hace comprender el drama que vivieron los actores como ella, que tuvieron que aprender a ser meros don nadie después de haber sido populares en el mundo entero (tal vez la historia más triste al respecto sea la de Buster Keaton, cuya degradación moral fue recogida por el imprescindible documental Buster Keaton. Un genio destrozado por Hollywood).
Como no podía ser de otra manera, El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie) recupera este carácter nostálgico del filme de Wilder, puesto que echa la vista atrás en multitud de ocasiones para mostrar cómo era la vida de este dúo artístico (atención al prólogo, en el que queda de manifiesto su fama internacional); pero también quiere detallar cómo fue su vida a partir de su fracaso y cómo se vio afectada por la ignominia, un trago difícil para quienes supieron meterse al público en el bolsillo. Pero que el espectador no piense que por ello va a presenciar un relato escabroso, en el que se desvelan detalles de la vida íntima de Laurel y Hardy, puesto que, como en El crepúsculo de los dioses, su intención es honrar a las deidades del celuloide silente, no desmitificarlas. Por esta razón, la cinta se preocupa -y mucho- por ensalzar la amistad que unió al Gordo y el Flaco, quienes tuvieron momentos de debilidad en su relación -discusiones, acusaciones mutuas, etcétera-, pero que supieron superarlos gracias al afecto que se profesaban.
Por tanto, la película está dirigida a cinéfilos como yo, es decir, a aquellos que pensamos que no hay vida más allá del silente o que creemos que después de DeMille o de Griffith solo ha venido la decadencia (quien todavía lo dude, eche un vistazo a la primera versión de Los diez mandamientos o a El nacimiento de una nación, donde ya está condensada toda la historia narrativa del séptimo arte). Evidentemente, ello no obsta para que pueda ser disfrutada por cualquier aficionado al celuloide, porque la cinta, allende su carácter nostálgico y ensalzador, cuenta una historia que puede ser entendida por todo el mundo, ya que tiene un carácter universal: la amistad. Y es que esta, como demuestra la película, si es bien cuidada, arrostra y supera todas las adversidades.
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