El pasado 15 de abril se cumplieron cuatro años del atentado de Boston. En efecto, durante una de las maratones más famosas del mundo, dos bombas caseras estallaron en medio de la ciudad, causando multitud de heridos y tres muertos. De inmediato, los agentes de seguridad del Estado se pusieron manos a la obra para investigar lo ocurrido y localizar así a los culpables, objetivo que cumplieron pocas horas después. Posteriormente, el hecho se resolvió con el fallecimiento de uno de los autores y con el encierro del otro, algo que fue recibido con vítores por todo el pueblo norteamericano. Por esta razón, no es extraño que hoy llegue a nuestras pantallas este título, que homenajea a los héroes que intervinieron en esta hazaña y que rinde tributo a los que perecieron en ella.
Respecto del argumento, poco se puede añadir a lo que ya sabemos. El largometraje cuenta la historia del oficial de policía Ed David (Mark Wahlberg), que investiga los acontecimientos citados arriba. Pero lo hace de manera exhaustiva, ofreciéndole al espectador un documental preciso más que una dramatización cinematográfica. De este modo, se suma a otras películas del género que siguieron su mismo derrotero, como World Trade Center (Oliver Stone, 2006), La noche más oscura (Zero Dark Thirty) (Kathryn Bigelow, 2012) o las recientes Snowden (Oliver Stone, 2016) [aquí] y Sully (Clint Eastwood, 2016). Ciertamente, el propósito de estas cintas consistía en relatar los hechos tal y como sucedieron, alejándose en lo posible de su interpretación, con el fin de divulgar la estricta verdad entre el público.
Por supuesto, esta intención solo es comprendida desde la óptica norteamericana. Así, la industria hollywoodense siempre se ha sentido responsable del espectador, por lo que ha entendido que debe ofrecerle un tipo de cine que le ayude a enorgullecerse de su país (indudablemente, hablamos acerca del grueso de la industria, no de los títulos menores, que pueden ser más críticos con el sistema). Para ello, nunca ha dudado en presentarle personajes anónimos que han luchado por la libertad y el bienestar de su pueblo, como podrían ser sus propios vecinos, con el fin de hacerle ver que él mismo podría convertirse en héroe. Sin duda, esta es la idea que fundamenta las dos cintas de Oliver Stone, que muestran, respectivamente, la biografía de un hombre que vela por la independencia de los suyos y las gestas que sucedieron tras el atentado de las Torres Gemelas; la película de Bigelow, que narra la captura del autor de este último, empeñado en destruir el sistema de vida occidental, y el largometraje de Eastwood, que presenta a un piloto de avión cualquiera enfrentándose y superando una prueba complicada.
En España, difícilmente hallaremos un título de estas características. Así, pese a las proezas diarias que todos conocemos, nunca el cine patrio verá la necesidad de reflejarlas en la pantalla grande. Por supuesto, ello se debe al acomplejado esnobismo que padece, pues considera que el arte que él representa está por encima de cualquier gesto patriótico; o que este es un reminiscente franquista que ya no tiene lugar en nuestro tiempo (léase la crítica de 1898. Los últimos de Filipinas: aquí). Sin embargo, no se percata de que lo que ha hecho poderoso a Estados Unidos ha sido precisamente el elogio a sus héroes, el recuerdo de su historia y el enorgullecimiento de sus signos; ni de que, a pesar del chovinismo del que acusa a este último, dicho sentimiento ha permitido que continúe abogando por la libertad y el bienestar de todos sus ciudadanos.
En honor a la verdad, debemos apuntar que un título así ha asomado tímidamente la cabeza a la cartelera española de este año, Zona hostil (Adolfo Martínez, 2017), y que ha obtenido unos resultados aceptables; además, debemos hacernos eco del proyecto de animación que pretende dar a conocer la aventura de Magallanes y de Elcano (aquí), un film que será bien recibido cuando se estrene. Pero los aficionados que amamos nuestra patria todavía estamos esperando la película decisiva sobre los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid (y no vale No habrá paz para los malvados, que afronta el tema de manera tangencial y casi a hurtadillas); sobre el secuestro de Ortega Lara, oculto durante más de un año en un minúsculo zulo etarra; sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco, tiroteado cobardemente en la nuca hace dos décadas, o sobre el gesto heroico de Ignacio Echeverría, que se encaró a un terrorista musulmán cuando este agredía a una mujer. Los espectadores conocerían la verdad de los hechos y todos nos enorgulleceríamos de sus protagonistas. Pero, como asegurábamos arriba, nunca veremos algo así en nuestras salas.
Por este motivo, considero que Día de patriotas (Peter Berg, 2016) es un film excelente, que no debería pasar desapercibido para nadie. No se trata de una simple narración de los hechos que conmovieron a Estados Unidos en 2013, sino también de un vivo retrato del orgullo que siente el pueblo norteamericano por sus héroes. Y es por último un ejemplo de lo que el cine español debería producir para sus espectadores.
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