Cuando en 1982 Steven Spielberg estrenó su cinta más personal, E.T.,
el extraterrestre, cambió para siempre la opinión de la humanidad
acerca de los alienígenas: de alzar los ojos con pavor a las profundidades
espaciales aguardando una inminente invasión marciana, el hombre pasó a desear
con ardor un contacto con los seres que supuestamente las habitan. Como no
podía ser de otra manera, el séptimo arte se hizo eco de esta voluble visión, y
mientras que en la década de los cincuenta advirtió de su presencia al
respetable con La Tierra contra los platillos volantes, la primera versión de La
guerra de los mundos y La invasión de los ladrones de cuerpos,
a partir de la visita del entrañable hombrecillo ideado por el autor de Encuentros
en la tercera fase, lo reconcilió con ellos: de esta manera, nos
presentó al desvalido extraterrestre de Mi amigo Mac y nos hizo creer que
unos niños podían aventurarse entre las estrellas y dialogar con ellos sobre
sus inquietudes en Exploradores (¡hasta el mismísimo John Carpenter tuvo que
renunciar a su magistral La cosa a favor de la más ñoña Starman!).
Y aunque ninguno de estos filmes deja de ser un émulo del imaginario spielbergiano, podemos hallar entre
ellos alguna agradable sorpresa.
Una de las citadas sorpresas es Cocoon,
de Ron Howard, director que alcanzaría la cumbre de su éxito con la famosa Apolo
13. En el film que nos ocupa, podemos ver a unos extraterrestres que,
adoptando apariencia humana, se infiltran en las inmediaciones de un pequeño
pueblo de la costa norteamericana con la intención de recuperar a los miembros
de una expedición que cayó al mar hace miles de años. No obstante el tiempo
transcurrido, los componentes de la misión han logrado sobrevivir gracias a
unas cápsulas preparadas para tal efecto. Como estos recipientes solo son
viables bajo el agua, cada vez que uno es descubierto, es sumergido de
inmediato en una piscina, a la espera de reunir a todos y poder partir de
regreso a su planeta de origen. Pero la casualidad quiere que justo al lado de
dicha piscina haya una residencia de ancianos, y que un grupo de estos acuda
regularmente a ella para bañarse en sus aguas; como es normal, nunca han
experimentado nada fuera de lo común, hasta el día en que lo hacen tras haber sido
depositadas en ella las primeras piedras: a partir de ese momento, sienten que
su fuerza y su jovialidad se revitalizan, por lo que comienzan a disfrutar de
una vida que se situaba en el ocaso.
Como se puede comprobar, la película que hoy nos ocupa se aparta
notablemente del tono infantil que caracteriza a los filmes citados arriba, a
pesar de la presencia en ella de Barret Oliver, actor en boga a la sazón
gracias a su papel en La historia interminable y en D.A.R.Y.L.;
tanto es así que podríamos hablar de un largometraje centrado en la ancianidad.
Ciertamente, la película encierra en sí una bella metáfora acerca del fugaz
paso de la vida y de esa última etapa a la que el hombre debe enfrentarse antes
de morir; es por ello que nos ofrece constantes reflexiones acerca del ocaso de
la existencia, del amor que permanece fiel a pesar del paso de los años y de
ese innato e innegable deseo de exprimir la vida al máximo antes de abandonarla
(la hermosa fotografía de Donald Peterman, que alcanza su culminación en los
sempiternos crepúsculos que acompañan al relato, y la hermosa partitura de
James Horner nos introducen perfectamente en ese mundo de la tercera edad que
el film pretende describir).
Pero lo más interesante de la obra tal vez sea su tramo final, en el que
los ancianos de la residencia son invitados por los alienígenas a partir con
ellos hacia las estrellas, donde podrán vivir para siempre sin dolor ni
sufrimiento. Obviamente, todos aceptan la invitación de sus amigos estelares, por
lo que zarpan a bordo de un yate hasta el lugar donde serán recogidos por la
nave espacial. Sin embargo, el corto trayecto no les resultará sencillo, pues
el niño interpretado por Oliver intenta embarcar con ellos, provocando que
otros familiares de los ancianos procuren disuadirlos de lo que, a sus ojos, es
una locura. No obstante, la embarcación alcanza el lugar designado y, tras unos
efectos especiales propios de la época, es abducida y conducida al cielo. El
pobre Oliver, que tanto deseaba estar junto a sus abuelos, salta en el último
momento y se reúne con su madre, quien, al no haber presenciado la ascensión
del barco, piensa que los ancianos han muerto ahogados.
Aunque el film concluya con el funeral organizado por la supuesta muerte
de los ancianos y con la pícara mirada del niño protagonista dándonos a
entender que él cree firmemente en que sus abuelos navegan y navegarán
eternamente por las llanuras siderales, este colofón, a mi juicio, encierra una
bella metáfora sobre la muerte y la vida eterna. Como hemos dicho arriba, el
metraje nos describe con precisión las vivencias de unos hombres que contemplan
cómo sus vidas discurren rápidamente hacia su final, sintiéndose incapaces de
aferrarla, como desearían; mas, aunque al principio no parecen aceptar su
situación, al conocer el poder curativo de las piedra alienígenas, cobran
nuevas esperanzas, que se solidifican cuando los extraterrestres que las
recaban les ofrecen partir hacia las estrellas. Podemos entender, pues, que el
film narra realmente el modo en que los protagonistas se enfrentan a sus
últimos días de vida, y cómo, aunque se sienten tristes por ello, poco a poco
descubren la promesa de una vida eterna que les infunde la felicidad que con
tanta urgencia necesitaban.
Ciertamente, la muerte continúa
siendo un gran misterio para el hombre de hoy, pues, a pesar de los altos
logros alcanzados, aún no ha podido frenar esta última despedida a la que el
mismo debe someterse; así, aunque es verdad que en la actualidad contamos con
medios que alargan nuestros días en la tierra más que los gozados en otras épocas,
al final siempre aparece la muerte para ponerles fin. Ante esta verdad, al ser
humano se le ofrece una disyuntiva: o bien rebelarse contra ella y convertir la
agonía en una auténtica pugna por mantenerse vivo, o bien aceptarla con la
confianza de que no es sino el paso a una vida sin final. Esta última es la actitud
propia del cristiano, que ve en la resurrección del Señor la prueba definitiva
de que la decrepitud del cuerpo y su inhumación no tienen la última palabra; es
por ello que acepta la muerte confiando en que la recuperará gloriosamente.
En nuestros días, esta certeza ha pasado a un segundo plano, y al hombre
ya no se le instruye en ella. Sin embargo, sigue albergando dentro de sí un
deseo de eternidad que apunta a la existencia de una vida de ultratumba a la que
su alma lo está convocando. Por desgracia, y para saciar esa sed, se ha
conformado con las dosis que le administran los nuevos credos, que, rechazando
la resurrección, proponen diferentes sustitutos, como la reencarnación, que es
una manera engañosa de eludir la muerte y de prolongar la vida en este suelo,
aunque sea en un cuerpo distinto al propio. Pero ¿no hay mayor tranquilidad que
el sosiego eterno que nos promete una vida sin fin donde ya no habrá dolor ni
sufrimiento y donde el amor imperfecto que experimentamos en nuestra vida
terrena alcanzará su perfección? Los ancianos del film lo saben muy bien, por
lo que acuden con diligencia a la llamada de la muerte (es oportuno recordar
que la mar siempre ha sido signo de esta, por lo que no es casual que su último
viaje lo hagan a bordo de un barco), a pesar de la oposición que encuentran por
parte de sus familiares, que hacen lo posible por devolverlos a la orilla de
esta vida.
En mis años de sacerdocio he podido comprobar cómo muchos ancianos,
agobiados por el peso de los años o en el umbral de la muerte, aceptan con
agrado el abrazo de esta última, pues saben que ya han vivido mucho, por lo que
su mayor deseo es el descanso eterno y la compañía de aquellos que aquí amaron
y que fallecieron antes que ellos. Por otro lado, también he visto (y es
natural que así sea) cómo los familiares próximos se aferran a cualquier hálito
para mantenerlos con vida, impidiéndoles que den ese paso que ellos están ansiosos
por dar. Tal vez, como en el film, estos que aceptan la muerte estén dando un
ejemplo de entrega y confianza absolutas a aquellos que, por verla de lejos, no
están dispuestos a asumirla.
La película, pues, es un buen ejercicio de reflexión acerca de la
ancianidad y la vida eterna, temas que hoy no aparecen en la opinión pública,
pues la primera recuerda al hombre que sus días en la tierra no son eternos, y
la segunda, que Dios existe y puede premiar con ella o castigar con su ausencia.
Es por ello que, a pesar de aprovechar en su momento el filón abierto por
Spielberg y su bienintencionada visión de los extraterrestres, Cocoon
se concede a sí misma el galardón de ser una gran obra, pues supera los clichés
del género cinematográfico y ahonda en una temática difícil y sensible, de la
que sale sin duda airosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario