Esta noche es Nochebuena, como nos recuerda el villancico que, seguramente, entonemos junto a nuestras familias durante la cena de hoy, y mañana es Navidad, como también señalan los siguientes versos de la misma canción. Si nos ajustamos a esto, pues, deberíamos comenzar a felicitarnos mutuamente las fiestas a partir de esta medianoche, pero lo cierto es que llevamos haciéndolo desde hace algunas semanas, pues el luminoso ambiente callejero, el frío y la nieve (en los lugares donde se den ambas cosas) animan a ello. A este empuje, también se suma la irremediable vertiente navideña que adquieren los comercios en torno a estas fechas, pues disponen sus escaparates de tal manera, que invitan magistralmente al júbilo (y al gasto). Es una época que gusta a todo el mundo, excepto, por supuesto, al Grinch de la película homónima, al Scrooge ideado por Dickens y al Bill Murray de Los fantasmas atacan al jefe, y ello se debe a las reuniones familiares que la caracteriza y a la bondad que parece ir siempre de su mano (como suele decirse, la Navidad saca lo mejor de nosotros mismos). Por otro lado, es para algunos un momento de mucha melancolía, pues esa felicidad encierra en ocasiones para ellos nostalgia de su propio pasado; así, no son pocos los que, como la Kate de Gremlins, prefieren celebrarlo con evidente modestia.
A nivel cinematográfico, este es un buen momento para recuperar los grandes títulos que nos ayudan a profundizar en este sentimiento que hoy embarga a (casi) todos los hombres del mundo, como la inmarcesible ¡Qué bello es vivir!, la entrañable De ilusión también se vive, o las más recientes Feliz Navidad y Polar Express (esta última, por supuesto, destinada exclusivamente al público infantil, porque dudo mucho que el adulto sea capaz de soportarla). Asimismo, es buen momento para dar gracias a Dios por la familia que este le ha regalado a cada uno, y para aprovechar cada instante de nuestra estancia en el hogar para estar junto a ella, como finalmente aprenden los protagonistas respectivos de Family Man, La gran familia y Solo en casa (se ve que el personaje de Macaulay Culkin no lo aprendió del todo, por lo que tuvo que repetir la experiencia en Solo en casa 2. Perdido en Nueva York y en sus múltiples secuelas, que no he visto y no sé siquiera si es el mismo personaje de las dos anteriores y si están también ambientadas durante la Navidad).
Pero, sobre todo, es el momento oportuno para recordar el motivo por el cual celebramos estas fiestas tan cordiales: el nacimiento del Hijo de Dios en Belén (no en vano, la palabra "navidad" proviene del término "natividad", que, a su vez, significa "nacimiento"). Por esta razón, y ya que tanto el título como el propósito de este blog me obligan consentidamente a ello, recomiendo un film que nos puede ayudar en este empeño: Natividad, película dirigida por Catherine Hardwicke en el año 2006, y protagonizada por Oscar Isaac, ahora famoso gracias a su breve aparición en El despertar de la Fuerza (intérprete también de la interesantísima Ex Machina). Ciertamente, la película no se centra en este hecho concreto, pues nos encontraríamos con un exiguo guion que intentaría detallar cada pormenor de la venida al mundo del Mesías, sino que procura ahondar en lo que este esperado acontecimiento supuso para la humanidad y, de manera especial, para la Virgen María.
De este modo, y amparándose en los evangelios, el film nos acerca a la desconocida biografía de la Hija de Sion (Za. 2, 14): podemos ver, pues, cómo es entregada en matrimonio a su esposo san José (el citado Oscar Isaac), cómo recibe la noticia de su maternidad milagrosa de labios del arcángel san Gabriel y cómo, a pesar de su estado, decide visitar a su prima santa Isabel y cuidar de ella, que también está encinta; podemos ver, además, el viaje en burro de la Sagrada Familia a Jerusalén (todo él, cargado de múltiples peligros y dificultades que resaltan la santidad de sus miembros), el periplo de los Reyes Magos desde Oriente (una aventura de risible desarrollo destinada a amenizar el pausado relato) y, finalmente, la huida a Egipto con el fin de evitar la cruel matanza de los inocentes por parte del malvado rey Herodes. Todo ello, como no podía ser de otra manera, aderezado por las supuestas dudas de la Virgen con respecto a su embarazo y a su misión (algo muy hollywoodiense y juvenil), por el desengaño y posterior arrepentimiento de un leal san José (siempre preferiré la visión que aportó el maestro Pasolini en El evangelio según san Mateo) y por la descripción de una sociedad machista, donde la mujer no era valorada como merecía (algo que también está muy en boga actualmente, y que, por ello, suena más a reclamo que a estricta realidad).
Ciertamente, la película no es una obra maestra, pues adolece de una buena realización (que necesita de esos Reyes Magos para encaminar su desarrollo), y parece estar destinada a un público televisivo en vez de a otro cinematográfico (es más una miniserie que un largometraje); sin embargo, y como hemos afirmado, resulta apropiada para ver en este tiempo de Navidad, ya que nos recuerda que esta solo tiene su sentido si celebramos el nacimiento del Hijo de Dios. En el evangelio de la misa de mañana, de hecho, se mencionará una frase que, por otro lado, repetimos cada mediodía en el rezo del ángelus: "La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn. 1, 14). Es probable que muchos, por el simple motivo de haberla repetido a diario, no se hayan percatado de su importancia, pero encierra una trascendencia fundamental, pues es la raíz de esta fiesta: el término "Palabra" (en latín, "Verbum") traduce el vocablo griego "Logos", que significa, aproximadamente, "principio o razón universal" (ya sabéis, pues, en qué se inspiró George Lucas para crear su ubicua Fuerza galáctica). Aunque este no es momento para recorrer la historia de la filosofía, ciencia donde nace este concepto, podemos resumirla diciendo que los primeros pensadores consagraron su vida al estudio de esta verdad inmutable (en el ámbito judío, entorno en el que nació el Señor, esta verdad era conocida como Sabiduría, y la Biblia la recoge también como norma moral de actuación). Por ello, cuando el cristiano afirma que esa verdad eterna se encarnó, asevera que salió al encuentro del hombre aquello que este siempre anduvo buscando (ya tenéis otra fuente de inspiración del tío Lucas: los midiclorianos de La amenaza fantasma, que se confabularon para engendrar milagrosamente un ser humano en el vientre de una mujer pura).
Esa Palabra, o ese Logos, es en realidad el Hijo de Dios, que está junto a este desde siempre, compartiendo, además, su esencia divina; es por tanto, Dios mismo. Por esta razón, pues, podemos decir que esa verdad eterna, universal e inmutable se hizo carne, como nosotros, revelándonos, así, su propia esencia, de manera que la humanidad dejase de buscarla a tientas, como hemos visto que hacían los primigenios filósofos, para volcarse plenamente en su seguimiento, que es hontanar de radiante dicha. Como el cristiano es consciente de esta alegría que siente el mundo, puesto que, gracias a esta encarnación, ya conoce la senda de la verdad y de la vida (cfr. Jn. 14, 6), celebra cada año el día de su nacimiento, es decir, el 25 de diciembre; además, recuerda con sus villancicos y con sus belenes este hecho histórico de tan alta importancia para los hombres de todos los tiempos, gritándoles a viva voz que en Jesús tienen la salvación. Por este motivo, también se une a su familia y a sus amigos, procurando derrochar su bondad y su felicidad con ellos, pues aquel que es la Verdad nos enseñó que ese es el camino de la vida en la tierra.
Por desgracia, y como señalaba el papa Benedicto XVI, hoy el mundo celebra la Navidad olvidándose de su auténtico protagonista, es decir, Cristo; ha vaciado de su contenido una fiesta netamente religiosa, para que cualquier persona, con independencia de su credo o convicción, pueda disfrutar de sus consecuencias, esto es, el amor, la bondad y etcétera. Pero esto, que parece perfumado con el aroma de la buena intención, oculta en realidad una hábil finta, pues sustituye su verdadera esencia con un engañoso sentimentalismo sin alma; así, el hombre se ve obligado a cubrir esa nostalgia que siente o ese amor que experimenta hacia otros mediante agasajos y fiestas, buscando una alegría momentánea que rellene sus oscuros vanos de soledad y desazón. El etéreo marketing, por otro lado, ha sabido dar forma a ese anhelo que persigue en la figura del maleado Papá Noel, que ya nada tiene que ver con el san Nicolás de Bari cristiano en el que se inspira, pues lo ha convertido en un sosias de la encarnación de Jesucristo, una emanación cárnica de un inventado espíritu navideño que va repartiendo felicidad por los hogares del mundo (para mí, es más parecido al putrefacto Jack Skeleton disfrazado de él en Pesadilla antes de Navidad que al anciano rojizo y bonachón que, pretendidamente, desciende por las chimeneas caseras).
Así pues, vivimos en un mundo del todo engañador y engañoso que pretende eliminar la raíz cristiana de una fiesta propia de nuestra fe, sustituyéndola, empero, con otra falsa: la del sentimiento dirigido, la bondad mentirosa y el dispendio necesario. Sin embargo, una raíz artificial no nutre planta alguna, por lo que el destino de esta es, indefectiblemente, la muerte. Para evitar, por tanto, que el árbol de la verdadera alegría se marchite, el cristiano debe conservar intacto su auténtico nutriente, es decir, el nacimiento de Cristo en Belén, de manera que esta fiesta le sirva de acicate a esa bondad que el abstracto e inexistente espíritu navideño le exige, y que esa bondad (esa santidad) no sea propiedad exclusiva de este período vacacional, sino del año entero.
Para concluir con la idea que empezamos, pues, no debemos amar la Navidad por los efectos supuestamente entrañables que produce en nosotros, y que las películas citadas arriba describen, sino por su verdadero origen, su fundamento, que es la venida al mundo de nuestro Salvador, Jesucristo, el Hijo de Dios. Viviéndola así, el hombre encuentra la auténtica dicha de esta fiesta, y le manifiesta a la humanidad la alegría por haber conocido a aquel que esta aún sigue buscando. Como, finalmente, urgía san Agustín, "despierta: Dios se ha hecho hombre por ti".
¡Feliz Navidad!
A nivel cinematográfico, este es un buen momento para recuperar los grandes títulos que nos ayudan a profundizar en este sentimiento que hoy embarga a (casi) todos los hombres del mundo, como la inmarcesible ¡Qué bello es vivir!, la entrañable De ilusión también se vive, o las más recientes Feliz Navidad y Polar Express (esta última, por supuesto, destinada exclusivamente al público infantil, porque dudo mucho que el adulto sea capaz de soportarla). Asimismo, es buen momento para dar gracias a Dios por la familia que este le ha regalado a cada uno, y para aprovechar cada instante de nuestra estancia en el hogar para estar junto a ella, como finalmente aprenden los protagonistas respectivos de Family Man, La gran familia y Solo en casa (se ve que el personaje de Macaulay Culkin no lo aprendió del todo, por lo que tuvo que repetir la experiencia en Solo en casa 2. Perdido en Nueva York y en sus múltiples secuelas, que no he visto y no sé siquiera si es el mismo personaje de las dos anteriores y si están también ambientadas durante la Navidad).
Pero, sobre todo, es el momento oportuno para recordar el motivo por el cual celebramos estas fiestas tan cordiales: el nacimiento del Hijo de Dios en Belén (no en vano, la palabra "navidad" proviene del término "natividad", que, a su vez, significa "nacimiento"). Por esta razón, y ya que tanto el título como el propósito de este blog me obligan consentidamente a ello, recomiendo un film que nos puede ayudar en este empeño: Natividad, película dirigida por Catherine Hardwicke en el año 2006, y protagonizada por Oscar Isaac, ahora famoso gracias a su breve aparición en El despertar de la Fuerza (intérprete también de la interesantísima Ex Machina). Ciertamente, la película no se centra en este hecho concreto, pues nos encontraríamos con un exiguo guion que intentaría detallar cada pormenor de la venida al mundo del Mesías, sino que procura ahondar en lo que este esperado acontecimiento supuso para la humanidad y, de manera especial, para la Virgen María.
De este modo, y amparándose en los evangelios, el film nos acerca a la desconocida biografía de la Hija de Sion (Za. 2, 14): podemos ver, pues, cómo es entregada en matrimonio a su esposo san José (el citado Oscar Isaac), cómo recibe la noticia de su maternidad milagrosa de labios del arcángel san Gabriel y cómo, a pesar de su estado, decide visitar a su prima santa Isabel y cuidar de ella, que también está encinta; podemos ver, además, el viaje en burro de la Sagrada Familia a Jerusalén (todo él, cargado de múltiples peligros y dificultades que resaltan la santidad de sus miembros), el periplo de los Reyes Magos desde Oriente (una aventura de risible desarrollo destinada a amenizar el pausado relato) y, finalmente, la huida a Egipto con el fin de evitar la cruel matanza de los inocentes por parte del malvado rey Herodes. Todo ello, como no podía ser de otra manera, aderezado por las supuestas dudas de la Virgen con respecto a su embarazo y a su misión (algo muy hollywoodiense y juvenil), por el desengaño y posterior arrepentimiento de un leal san José (siempre preferiré la visión que aportó el maestro Pasolini en El evangelio según san Mateo) y por la descripción de una sociedad machista, donde la mujer no era valorada como merecía (algo que también está muy en boga actualmente, y que, por ello, suena más a reclamo que a estricta realidad).
Ciertamente, la película no es una obra maestra, pues adolece de una buena realización (que necesita de esos Reyes Magos para encaminar su desarrollo), y parece estar destinada a un público televisivo en vez de a otro cinematográfico (es más una miniserie que un largometraje); sin embargo, y como hemos afirmado, resulta apropiada para ver en este tiempo de Navidad, ya que nos recuerda que esta solo tiene su sentido si celebramos el nacimiento del Hijo de Dios. En el evangelio de la misa de mañana, de hecho, se mencionará una frase que, por otro lado, repetimos cada mediodía en el rezo del ángelus: "La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn. 1, 14). Es probable que muchos, por el simple motivo de haberla repetido a diario, no se hayan percatado de su importancia, pero encierra una trascendencia fundamental, pues es la raíz de esta fiesta: el término "Palabra" (en latín, "Verbum") traduce el vocablo griego "Logos", que significa, aproximadamente, "principio o razón universal" (ya sabéis, pues, en qué se inspiró George Lucas para crear su ubicua Fuerza galáctica). Aunque este no es momento para recorrer la historia de la filosofía, ciencia donde nace este concepto, podemos resumirla diciendo que los primeros pensadores consagraron su vida al estudio de esta verdad inmutable (en el ámbito judío, entorno en el que nació el Señor, esta verdad era conocida como Sabiduría, y la Biblia la recoge también como norma moral de actuación). Por ello, cuando el cristiano afirma que esa verdad eterna se encarnó, asevera que salió al encuentro del hombre aquello que este siempre anduvo buscando (ya tenéis otra fuente de inspiración del tío Lucas: los midiclorianos de La amenaza fantasma, que se confabularon para engendrar milagrosamente un ser humano en el vientre de una mujer pura).
Esa Palabra, o ese Logos, es en realidad el Hijo de Dios, que está junto a este desde siempre, compartiendo, además, su esencia divina; es por tanto, Dios mismo. Por esta razón, pues, podemos decir que esa verdad eterna, universal e inmutable se hizo carne, como nosotros, revelándonos, así, su propia esencia, de manera que la humanidad dejase de buscarla a tientas, como hemos visto que hacían los primigenios filósofos, para volcarse plenamente en su seguimiento, que es hontanar de radiante dicha. Como el cristiano es consciente de esta alegría que siente el mundo, puesto que, gracias a esta encarnación, ya conoce la senda de la verdad y de la vida (cfr. Jn. 14, 6), celebra cada año el día de su nacimiento, es decir, el 25 de diciembre; además, recuerda con sus villancicos y con sus belenes este hecho histórico de tan alta importancia para los hombres de todos los tiempos, gritándoles a viva voz que en Jesús tienen la salvación. Por este motivo, también se une a su familia y a sus amigos, procurando derrochar su bondad y su felicidad con ellos, pues aquel que es la Verdad nos enseñó que ese es el camino de la vida en la tierra.
Por desgracia, y como señalaba el papa Benedicto XVI, hoy el mundo celebra la Navidad olvidándose de su auténtico protagonista, es decir, Cristo; ha vaciado de su contenido una fiesta netamente religiosa, para que cualquier persona, con independencia de su credo o convicción, pueda disfrutar de sus consecuencias, esto es, el amor, la bondad y etcétera. Pero esto, que parece perfumado con el aroma de la buena intención, oculta en realidad una hábil finta, pues sustituye su verdadera esencia con un engañoso sentimentalismo sin alma; así, el hombre se ve obligado a cubrir esa nostalgia que siente o ese amor que experimenta hacia otros mediante agasajos y fiestas, buscando una alegría momentánea que rellene sus oscuros vanos de soledad y desazón. El etéreo marketing, por otro lado, ha sabido dar forma a ese anhelo que persigue en la figura del maleado Papá Noel, que ya nada tiene que ver con el san Nicolás de Bari cristiano en el que se inspira, pues lo ha convertido en un sosias de la encarnación de Jesucristo, una emanación cárnica de un inventado espíritu navideño que va repartiendo felicidad por los hogares del mundo (para mí, es más parecido al putrefacto Jack Skeleton disfrazado de él en Pesadilla antes de Navidad que al anciano rojizo y bonachón que, pretendidamente, desciende por las chimeneas caseras).
Así pues, vivimos en un mundo del todo engañador y engañoso que pretende eliminar la raíz cristiana de una fiesta propia de nuestra fe, sustituyéndola, empero, con otra falsa: la del sentimiento dirigido, la bondad mentirosa y el dispendio necesario. Sin embargo, una raíz artificial no nutre planta alguna, por lo que el destino de esta es, indefectiblemente, la muerte. Para evitar, por tanto, que el árbol de la verdadera alegría se marchite, el cristiano debe conservar intacto su auténtico nutriente, es decir, el nacimiento de Cristo en Belén, de manera que esta fiesta le sirva de acicate a esa bondad que el abstracto e inexistente espíritu navideño le exige, y que esa bondad (esa santidad) no sea propiedad exclusiva de este período vacacional, sino del año entero.
Para concluir con la idea que empezamos, pues, no debemos amar la Navidad por los efectos supuestamente entrañables que produce en nosotros, y que las películas citadas arriba describen, sino por su verdadero origen, su fundamento, que es la venida al mundo de nuestro Salvador, Jesucristo, el Hijo de Dios. Viviéndola así, el hombre encuentra la auténtica dicha de esta fiesta, y le manifiesta a la humanidad la alegría por haber conocido a aquel que esta aún sigue buscando. Como, finalmente, urgía san Agustín, "despierta: Dios se ha hecho hombre por ti".
¡Feliz Navidad!
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