Comenzamos hoy un nuevo tiempo litúrgico, la Cuaresma, cuarenta días de austeridad y penitencia que nos preparan a la celebración de la Semana Santa y de la Pascua del Señor. Con el fin de vivirlo bien, la Iglesia nos exige a los fieles que esta jornada ayunemos, haciendo una sola y moderada comida, y nos abstengamos de comer carne, situación que se repetirá el Viernes Santo; además, nos manda que la práctica de la abstinencia se prolongue todos los viernes de este período, y que procuremos ser generosos con la limosna y orar con mayor devoción. Para recordarnos, además, nuestra débil naturaleza de pecadores, hoy nos marca la frente con la ceniza, gesto que, en la antigüedad, era una señal de arrepentimiento, pero que actualmente se ha tornado en una llamada a la conversión y en un crudo recordatorio acerca de la fugacidad de la vida; por este motivo, comenzamos también una etapa propicia para la Penitencia, sacramento que nos reconcilia con el Padre y que nos devuelve su gracia santificadora.
La Cuaresma tiene su origen, por un lado, en la historia del pueblo judío, que caminó cuarenta años por el desierto hasta alcanzar la Tierra Prometida; por el otro, en la biografía de Jesucristo, el cual, con el fin de reparar la desobediencia a la que se había arrojado dicha nación durante ese período, se aisló en la arenosa planicie a lo largo de cuarenta días, tiempo que consagró al ayuno y a la oración. Como ambos hechos han sido recogidos por el séptimo arte en algunas de sus obras, dedicaremos unas pocas líneas a tratarlas, de modo que nos ayuden a vivir correctamente esta etapa que hoy comenzamos.
Siguiendo, pues, la cronología indicada, es necesario que empecemos este breve recorrido con la famosa cinta de 1956 Los diez mandamientos, dirigida por el incomparable Cecil B. DeMille e interpretada por el mítico actor Charlton Heston. Como la historia es bien conocida, no hace falta que atendamos sus múltiples detalles, por lo que nos contentaremos con la explicación de su soberbia escena final, que resume perfectamente la enjundia de toda la película. El momento concreto es aquel en el que, una vez que Dios le ha entregado el decálogo a Moisés, este desciende del Sinaí y descubre que su pueblo se ha pervertido, ya que ha fundido todo el oro que portaba y lo ha convertido en la escultura de un becerro, al que adora como si de otra divinidad se tratase; el profeta, aturdido por este vil espectáculo, lanza contra su gente las pétreas tablas, desencadenando un violento temblor telúrico que impulsa a todos a la contrición.
En efecto, el pueblo judío había sido liberado por Dios de la esclavitud que padecía en Egipto, y, a través de Moisés, había sido conducido por el desierto hasta llegar al monte santo, donde Él mismo le haría entrega de sus mandamientos; además, cumpliendo tales normas, sería próspero en la tierra y lograría conquistar un país maravilloso. Sin embargo, y a pesar de esta magnanimidad, Israel despreció al Señor, entregándose a sus pasiones y desobedeciendo sus mandatos; por esta razón, cuando el profeta desciende del monte, reacciona como lo habría hecho cualquier padre ofendido, es decir, aniquilando todo vestigio de traición perpetrado por su prole. No obstante, y como sabemos, Dios, que también es nuestro Padre, no condenó a su pueblo definitivamente, sino que le otorgó una nueva oportunidad, para que alcanzase la Tierra Prometida y viviese allí conforme a sus designios.
Sin duda, esta escena es un perfecto epítome de la definición de pecado, que no consiste en un simple error o en un mero sentimiento de culpa, sino en un verdadero atentado contra la voluntad de Dios. Ciertamente, desconocemos si la idolatría en que cayó el pueblo judío se manifestó a modo de bacanal, como muestra la cinta, pero es una oportuna metáfora de la realidad que encierra dicha desobediencia, ya que, cuanto más cae el hombre en esta última, más esclavo se vuelve de sus vicios y pasiones, y, por consiguiente, más se aparta de Dios. A la vez, este desacato oculta necesariamente otro tipo de idolatría, la del hombre mismo, que se erige como su propio dios; por tanto, es a él al que le rinde la pleitesía que le niega al verdadero. Según el film, este pecado se contrarresta con la observancia de los mandamientos, por eso las tablas de piedra arrojadas por Moisés consiguen la destrucción del becerro; pero lo cierto es que se necesita una intervención divina para ello (curiosamente, el concepto rigorista de la ley fue aplicado por el mismo DeMille en la primera versión de esta mismo película, dirigida en el silente año de 1923).
La siguiente película de la breve cronología presentada arriba es El evangelio según san Mateo, dirigida por Pier Paolo Pasolini en el año 1964. En este film, que describe todos los avatares de la vida terrena del Salvador, podemos ver cómo este último acude al desierto después de su bautismo; allí, durante cuarenta días, ayuna y ora, disponiéndose al inminente anuncio del Reino de Dios. No obstante, podemos comprobar que, al finalizar dicho período, es tentado por el demonio, representado aquí por un hombre ataviado con una adusta túnica negra. Como el largometraje es escrupulosamente fiel al texto sagrado, huelga recordar que el susodicho diablo tienta tres veces al Señor, y que, al no encontrar respuesta en él, se marcha hasta otra ocasión más propicia.
Los exegetas afirman que Jesús se dejó seducir por el diablo en este pasaje para entender la naturaleza del pecado, y, así, poder ayudar a sus futuros discípulos en la lucha contra él. Al mismo tiempo, y como ya hemos indicado, repara con este gesto la desobediencia perpetrada por Israel, pues, mientras que este se apartó de Dios mediante su citada idolatría, él observó su voluntad, y allí donde el hombre eligió adorarse a sí mismo, él decide adorar al único Dios, su Padre. Esto queda de manifiesto en la circunspecta actitud del Señor, que, lejos de dialogar con Satanás, es rotundo en sus asertos y claro en su mohín, ya que no aparta la mirada de este último, combatiendo contra él en vez de condescendiendo a su seducción.
Por supuesto, esta obediencia que el Hijo de Dios exhibe en el desierto, sanando, como hemos dicho, el menosprecio de Israel, alcanza su máxima expresión en la cruz, donde abraza la voluntad del Padre hasta sus últimas consecuencias. Evidentemente, la película que refleja mejor este momento es la aclamada La pasión de Cristo, de Mel Gibson, donde podemos ver al detalle el martirio sufrido por Jesús para alcanzarnos la remisión de nuestras faltas; sin embargo, emplazamos su análisis a la Semana Santa, que es una fecha más propicia para su meditación. Mientras tanto, aprovechemos este tiempo que hoy empieza, para enriquecernos con la oración, el ayuno y la penitencia, de manera que podamos expiar los pecados cometidos por los hombres y apreciar la misericordia que Dios otorga a través de la confesión.
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