Muchas veces, cuando nos llegan noticias sobre el rodaje o el estreno de un remake, le diagnosticamos a Hollywood una grave falta de imaginación, pues consideramos que, al ser incapaz de ofrecernos nuevos filmes que cautiven nuestro interés, recurre a argumentos que fueron exitosos en su época, con el fin de obtener el aplauso (y las ganancias) que alcanzó con ellos entonces. Sin embargo, y aunque este motivo sea cierto, la verdad es que la costumbre de elaborar versiones actualizadas de viejos clásicos cinematográficos es un hábito muy antiguo en el séptimo arte: Cecil B. DeMille, por ejemplo, dirigió dos adaptaciones de su película Los diez mandamientos (amén de la conocida, una silente en el año 1923), y Fred Niblo realizó el primer Ben-Hur en 1925, es decir, ¡treinta y cuatro años antes que la obra maestra de William Wyler! Por lo tanto, lejos de ser exclusivamente un síntoma de la debilidad hollywoodense a la hora de afrontar nuevos proyectos (con un claro objetivo crematístico), los remakes pueden ser también una buena oportunidad para presentar las antiguas historias desde un prisma novedoso, con el fin de hacerlas aceptables al público del momento.
Por supuesto, existen buenos remakes y malos remakes: entre los primeros, se encuentran aquellos que, aun basándose en títulos anteriores, son capaces de ofrecer una historia diferente, pues profundizan en aspectos que sus predecesores relegaron o abordaron someramente (un buen ejemplo de ello son La cosa (El enigma de otro mundo), de John Carpenter, y La mosca, de David Cronenberg); entre los segundos, aquellos que se limitan a copiar la película original, pero pasándola por el tamiz de la técnica moderna o de la tendencia vigente (unos claros paradigmas de esta segunda opción son Psycho (Psicosis), de Gus Van Sant, y El planeta de los simios, de Tim Burton).
El caso de Cazafantasmas es particular, porque, aun siguiendo casi punto por punto las líneas argumentales de la versión de 1984, que, como hemos dicho, es síntoma de un mal comienzo, propone, sin embargo, la interesante perspectiva que ofrece el grupo de mujeres que releva a los míticos Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y Ernie Hudson. No obstante, pese a esta loable finalidad, que acercaría la comedia ochentera a las generaciones de hoy, el resultado no es el esperado, puesto que el relato cae muy pronto en un discurso feminista que absorbe cualquier resto del genio que el guion podía presentar. En efecto, mientras que aquella era una sencilla parodia del mundo de la ciencia enfrentado a lo sobrenatural, esta somete el mismo argumento a las reivindicaciones por las que lucha la mujer actual, como su independencia y su igualdad al varón. Por supuesto, no quiero hacer ver con esto que soy contrario a dicha pugna por parte de nuestras féminas, sino que, mediante el uso que se hace de ellas en el film, este pierde la intemporalidad de su predecesor y su nombre queda denigrado (¿en serio hacía falta contraponer a las cuatro chicas con un hombre tan tonto?, ¿es que no eran capaces de destacar por sí mismas? Si nos ponemos quisquillosos, el papel de Rick Moranis ya mostraba esa faceta del hombre... ¡pero llevada con más gracia que aquí!). Por otro lado, el humor del que hace gala la película es de una puerilidad insultante, algo que servirá de reclamo al público más infantil, pero que decepcionará a los que aún guardan en su memoria el recuerdo del primer largometraje.
Con todo, no quiero decir que la película sea un bodrio, pues tiene algunos aciertos, como la divertida aparición de cada uno de los miembros del reparto original, así como los inevitables guiños a la cinta que protagonizaron, y las interpretaciones de Kristen Wiig y Melissa McCarthy, que parecen estar disfrutando de todos los planos que comparten (dejemos de lado a las otras dos actrices, que sobreactúan hasta la extenuación); sin embargo, podría haber sido mucho más redonda si hubiese relegado el discurso panfletario y cansino (para hacerlo mejor, su responsable debería haber tomado nota de cómo lo hizo Abrams en El despertar de la Fuerza, por ejemplo, donde la joven Rey no necesita de ningún adlátere insulso para demostrar su valía), y hubiese buscado contentar al público nostálgico con un humor más parecido al que gozamos cuando vimos Los cazafantasmas por primera vez (otro ejemplo de buena manufactura en este melancólico sentido es la serie de televisión Stranger Things, que ha sabido captar a la perfección el ambiente fílmico de la época que muchos vivimos).
Parafraseando, pues, el inicio de este escrito, no todos los remakes están llamados a ser una mera copia de la cinta original, ni todos tienen como único objetivo engrosar la billetera de los directivos de Hollywood, puesto que, si caen en buenas manos, son capaces de superar incluso a la película que les sirve de base. Sin embargo, otros tienen la mala suerte de servir como inocente instrumento de divulgación o de recaudación, aprovechando la moda imperante y, por ende, postergando una buena historia y perdiendo la oportunidad de revitalizar el clásico. Por desgracia, Cazafantasmas, sin ser mala del todo, ha caído en este segundo agujero. Una pena.
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