Este verano, me he topado con una sorpresa televisiva sin parangón: Stranger Things (Matt y Ross Duffer, 2016). Es evidente que la industria mediática de hoy está empeñada en tocar la fibra nostálgica de quienes nos criamos en la década de los ochenta, pero, asimismo, es notorio que, detrás de todo este aparato, no hay más que un mero interés crematístico (la última prueba de ello, la tenemos en el remake, que no reboot, de Los cazafantasmas: aquí). Por regla general, y debido a ese objetivo pecuniario, los productos que nos llegan de su mano no solo no satisfacen esa melancólica caricia que nos prometen, sino que consiguen enfadarnos, puesto que manchan el grato recuerdo que albergamos de los originales en nuestra memoria (para la basura, quedan títulos como Conan, el bárbaro y Poltergeist... las nuevas versiones, claro); sin embargo, hay ocasiones en las que se le escapa una pequeña joya, que consigue esbozarnos la atontada sonrisa de quien se reencuentra con su pasado, como ocurrió con la reivindicable Super 8 (J.J. Abrams, 2011). Tal vez por el ejemplo que dio este film, la serie que nos ocupa se desarrolla en su misma línea, algo que nos consigue devolver, como él, al universo que ya dejamos atrás, pero que aún seguimos añorando.
En efecto, mediante esta magnífica obra, podemos viajar de nuevo al microcosmos cinematográfico que cautivó nuestra imaginación hace algo más de treinta años, cuando soñábamos con vivir en aquellas casas que aquí difícilmente encontrábamos, descubrir por casualidad el mapa del tesoro de Willy el Tuerto en el desván de alguna de ellas, sorprender a un afable extraterrestre en nuestro invernadero o navegar hacia las estrellas, a bordo de un viejo vagón de feria, con nuestros mejores amigos; pero también nos enfrenta otra vez a aquellos temores que se tornaban reales en nuestros oscuros dormitorios antes de dormir, como la posibilidad de fenecer durante un sueño a manos de un asesino onírico, de pelear contra unas indómitas y hambrientas criaturas erizadas llegadas del espacio o de preguntase si nuestros mogways se habrían atrevido a comer después de la medianoche.
La historia comienza en la ciudad de Hawkins, en el Estado de Indiana, un 6 de noviembre del lejano año de 1983. Después de una partida de Dragones y mazmorras (tal vez, el primer role play game que todos hemos probado, junto con El señor de los anillos), un grupo de amigos se despide hasta el día siguiente; uno de ellos, empero, no acude a la obligada cita, por lo que todos, especialmente su madre, empiezan a sospechar que ha sido secuestrado o que se ha fugado por algún motivo que desconocen. De inmediato, tanto la Policía de la localidad como la familia del muchacho se vuelcan en su búsqueda, pero, debido a los escasos resultados que esta ofrece, sus compañeros se suman a ella. Gracias a este gesto, estos últimos encuentran, en un bosque cercano, a Once, una extraña niña con poderes sobrenaturales que parece estar vinculada misteriosamente a la desaparición de su amigo, por lo que deciden añadirla al grupo y servirse de su ayuda para localizarlo.
A partir de aquí, todo el metraje de los escasos ocho episodios de los que la serie se compone es un guiño y una referencia constante a las cintas que han forjado nuestra infancia, como E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), Los Goonies (Richard Donner, 1985) y Exploradores (Joe Dante, 1985). Pero que esto no nos lleve a engaño, ya que no se trata de un simple remedo de lo que vimos en aquellos clásicos, sino un argumento nuevo y diferente que explora, eso sí, los elementos que hicieron imprescindibles a aquellas, como el protagonismo de lo misterioso y lo sobrenatural que nos presentaron, por ejemplo, Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y Poltergeist. Fenómenos extraños (esta vez, la buena), y la relevancia de la amistad, que quedó grabada en nuestro ideario de virtudes gracias a ellas y a títulos como Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) y hasta la tardía Mi chica (Howard Zieff, 1991). Por supuesto, el terror está tan presente como lo estaba en Carrie (Brian De Palma, 1976), Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984), Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) o la conocida soap opera Twin Peaks (David Lynch, 1990), puesto que, si de algo también nos advertían estas, es de que la ruptura de esa fantasía se podía quebrar en cualquier lugar, no obstante su serenidad, y de la mano de cualquier individuo, pese al rostro amable o conocido que pudiera tener (en el caso de la serie que nos ocupa, esta idea está encarnada por la amenazante presencia del laboratorio "Hawkins", donde, supuestamente, están teniendo lugar peligrosos experimentos que ponen en riesgo la vida de sus vecinos).
Por tanto, nos encontramos ante un recomendable ejercicio de buen cine, en el que la nostalgia ochentera es un elemento más de la original trama que nos ofrece la serie, y no una finta tramposa ni un apetecible garlito en el que se nos tienta a caer. De ella, pues, gozarán quienes vivimos nuestra infancia o juventud hace más de tres décadas y los aficionados que nacieron después: los primeros, por el anhelado reencuentro con aquellas; los segundos, por el descubrimiento de una época mágica que sentó las bases de las aspiraciones de toda una generación.
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