Reconozco que siento debilidad por las películas que abordan el tema de la redención. En efecto, me apasionan las historias que presentan a hombres apesadumbrados por su pasado y que, por ello, buscan una manera de redimirse. A mi juicio, es un claro testimonio de la existencia del alma humana, que alberga una conciencia y que requiere del perdón cuando esta ha sido mordida por la culpa.
Por supuesto, el género por excelencia en este sentido es el western. Ciertamente, tenemos en él grandes ejemplos de largometrajes que describen con detalle la lucha de un alma por obtener la reconciliación. Entre los más destacables, es posible señalar Centauros del desierto (John Ford, 1956), Los siete magníficos (John Sturges, 1960), El jinete pálido (Clint Eastwood, 1985) o Sin perdón (íd., 1992). Pero existe un subgénero algo menospreciado que nos ha ofrecido joyas de esta misma índole; me refiero al chambara, es decir, al cine japonés de samuráis. Y la cinta que mejor lo representa es, sin duda, Yojimbo (El mercenario) (Akira Kurosawa, 1961).
Yojimbo es el seudónimo de un samurái errante (ronin) que llega a una aldea japonesa. Allí descubre que dos facciones enemigas están enfrentadas entre sí por el control del pueblo. Como él está necesitado de dinero, decide colaborar con una u otra facción, según el sueldo que ambas le prometan. Sin embargo, cierto día descubre que uno de estos bandos ha secuestrado a una madre de familia. A partir de ese momento, el antiguo samurái recordará el oficio tan noble al que había consagrado su vida y resuelve situarse del lado de la justicia.
Como vemos, nos situamos una vez más en esa trágica esfera de la redención. Efectivamente, la película está protagonizada por un viejo samurái que, o bien ha perdido su honor, o bien ha perdido a su señor. Sea cual fuere la razón de su vagabundeo, es evidente que se trata de un hombre desencantado, puesto que es capaz de venderse al mejor postor para conseguir algo de dinero (sin duda, esta sería una actitud impropia de un samurái convencido). Además, constatamos que está perseguido por su conciencia, puesto que aconseja a sus nuevos vecinos con la sorna propia del que ha experimentado la traición o el desengaño. Sin embargo, como hemos dicho, descubre la forma de liberarse de este peso mediante un buen gesto: reunir a una pobre mujer con su familia.
Como el samurái del film, todos hemos experimentado alguna vez el peso de nuestra conciencia. Aunque muchas veces este sentimiento ha querido ser disimulado bajo un exceso de culpabilidad, lo cierto es que la traición de ese grito interno es mucho más profunda e hiriente que esta última. Por este motivo, cuando sentimos su dolor, necesitamos de inmediato remediarlo mediante una buena acción o a través del perdón de la persona a la que hemos ofendido. Esto nos conduce a descubrir que no somos meros animales, que actúan por un instinto irracional, sino personas con un alma que debemos cuidar y que nos otorga, por tanto, nuestra dignidad.
El autor de esta joya es Akira Kurosawa, un cineasta que nos regaló películas tan memorables como Los siete samuráis (1954), La fortaleza escondida (1958) o Sanjuro (1962). Como en Yojimbo (El mercenario), descubrimos en ellas esa necesidad universal del perdón. Pero en esta última cinta quedó expresado de manera tan magistral que fue afrontado de nuevo mediante dos remakes que todo el mundo recordará: Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964) y El último hombre (Walter Hill, 1996). Así pues, nadie debería dejar de verla, ya que no solo influyó notablemente en la historia del cine, sino que también nos dejó un claro testimonio de la existencia y del funcionamiento del alma humana.
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