El pasado mes de abril, el arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela, monseñor Pérez González, escribió una carta pastoral muy interesante sobre los efectos de la pornografía en el corazón humano (aquí). En efecto, bajo el título de La pornografía degenera y destruye a la persona, el prelado, haciéndose eco de la opinión de los sociólogos, sostiene que el libertinaje (o el pansexualismo) que hoy vivimos puede parecer una respuesta lógica al tabú impuesto sobre el sexo durante muchos años; de esta manera, y siempre en palabras de los citados sociólogos, mientras que anteriormente la práctica sexual se circunscribía casi de forma exclusiva al acto conyugal y procreador, en la actualidad también goza de una dimensión lúdica y placentera de la que se abominaba en el pasado. Podemos decir, por tanto, que las relaciones sexuales de hogaño, en relación con las de antaño, son consideradas como un ejemplo de libertad social e individual, puesto que una persona puede recurrir a ellas sin necesidad de vincularse matrimonialmente a otra, o sin necesidad de procrear un hijo, ya que en la actualidad existen multitud de medios que pueden evitar la fecundación. Pero, donde la sociedad ve hoy un acto de libertad (gozar del propio cuerpo todo lo posible), el arzobispo vislumbra un síntoma de esclavitud, especialmente en la pornografía, que es la mayor degeneración de esta práctica libertina del sexo.
Ciertamente, como él mismo afirma en su carta, "la pornografía daña el cerebro. Es como una droga que crea adicción y que es muy difícil de erradicar. Se consume y siempre se quiere más, y nunca se sacia. Cuanto más se consume, más grave es el daño al cerebro. Crea una situación en la que la persona se enfrasca y se aficiona de tal forma que el cerebro no tiene capacidad de reaccionar con libertad, está atado como la presa en la trampa. De ahí se llega al comportamiento extremo, donde se desnaturaliza el acto sexual y se convierte en un juego normalizado, considerándolo como algo común y sin relevancia en aspectos morales". De este modo, la presunta libertad individual que otorga el recurso de la persona al sexo (en este caso, a su versión voyerista), se convierte en su esclavitud psicológica, puesto que genera en ella una adicción que le va exigiendo constantemente su propia satisfacción, bien sea corporal, mediante el onanismo, bien sea visual, mediante el visionado de imágenes o películas eróticas (hoy, fácilmente accesibles gracias a la red). Como prueba de que la pornografía genera realmente esta adicción que aquí estamos denunciando, podemos señalar a los famosos actores David Duchovny (Expediente X) y Michael Douglas (Instinto básico), entre otros, que tuvieron que ser internados en clínicas especializadas después de que confesaran su problema con el sexo y la pornografía (pero no tenemos por qué irnos tan lejos, ya que podemos imaginar a cualquier joven o adulto que conozcamos mirando durante horas una pantalla donde se muestra sexo explícito).
Pero el arzobispo de Pamplona también advierte de que la pornografía no solo genera adicción, sino que también propicia una destrucción progresiva del amor. En efecto, según sus palabras, "estudios recientes han demostrado que, después de que unos individuos han estado expuestos a la pornografía, se califican a sí mismos con menor capacidad de amor que aquellos que no han tenido contacto con ella. El verdadero amor queda relegado, puesto que la pasión se convierte en utilizar a la otra persona como un objeto de placer y nada más. Por eso, es una mentira que, bajo capa de satisfacción y consideración del otro, se utiliza de tal forma que se cosifica y se despersonaliza. No existe el amor, puesto que es un placer lleno de egoísmo". Efectivamente, como podemos suponer, la persona que se acostumbra (porque es adicta) a satisfacerse mediante el recurso a la pornografía, termina viendo dañada su capacidad afectiva, ya que sobre la otra persona solo deposita sus anhelos sexuales, tratándola así como un mero objeto de su propio placer; es decir, ya no la quiere por lo que es (que es el verdadero sentido del amor), sino por el placer que le da o por el que le puede otorgar. En pocas palabras, lo que una persona descubre en la pornografía, quiere recibirlo de su pareja. Sin embargo, este tipo de relación, que puede ser disfrazada bajo la máscara de la diversión y de la libertad, termina quebrándose tarde o temprano y con una grave repercusión afectiva, puesto que su fundamento es el mero egoísmo, mientras que la relación de pareja debe buscar siempre el bien del otro.
Curiosamente, existe una película contemporánea que versa sobre esta adicción al sexo y a la pornografía, y que habla también sobre sus terribles consecuencias: Shame (Steve McQueen, 2011). En ella, su protagonista, el actor Michael Fassbender (visto últimamente en El muñeco de nieve y Alien. Covenant, aunque sea más conocido por interpretar al joven Magneto en la saga X-Men) es un importante y exitoso hombre de negocios que oculta un oscuro secreto: su afición al porno (no en balde, la traducción del título sería "vergüenza", ya que se trata de un apego del que no quiere hablar). Por supuesto, él cree que se trata de una afición dominada, puesto que recurre a ella cuando desea liberar tensiones u olvidar problemas laborales; sin embargo, lo cierto es que dicha afición lo ha domeñado a él a través de la adicción. En efecto, tan necesitado está el actor de su satisfacción diaria de pornografía que recurre a ella incluso en horas de trabajo, almacenando imágenes y vídeos eróticos en el ordenador de su despacho y masturbándose a escondidas en los aseos de este último. Pero todo sale a la luz cuando, por un lado, su hermana descubre este oscuro secreto, y, por el otro, su jefe halla lo que él, con tanto celo, escondía en su disco duro; por eso, y a partir de ese momento, procurará dejar su adicción mediante la búsqueda de una pareja estable.
No deja de ser interesante que el argumento de la película postule la estabilidad amorosa como el remedio eficaz contra dicha adicción al sexo. Efectivamente, si la pornografía satisface el deseo carnal egoísta de quien está enganchado a ella, la generosidad que exige la vida familiar induce a lo contrario (en este sentido, recordemos también otro film, Prueba de fuego, en el que su protagonista procuraba desintoxicarse del porno mediante su vuelco en la convivencia hogareña). Aquí, como Fassbender no tiene familia (salvo su hermana, que detona su deseo de mejorar), busca una novia, con quien anhela reordenar su vida en aras de un bien mayor. Pero la película es honesta, porque, al principio, le cuesta mucho separarse del sexo y de su adicción a la pornografía, y no es capaz, por ejemplo, de mantener una relación sexual normal con ella (es significativo que deba recurrir a la prostitución, puesto que es en el mal uso de la mujer donde halla su satisfacción y no en el sentido puro del amor). Sin lugar a dudas, esto es un acierto, porque, como si de una droga se tratase, quien quiera ordenar su existencia, lejos del sexo pornográfico, debe luchar duramente contra el hábito de encender cada noche el monitor y ver alguna escena que calme su sed.
Lógicamente, aunque por desgracia, la cinta no es de corte cristiano, por lo que no vemos en ella un discurso acerca de la fe, sino solo la presentación psicológica de una adicción y el deseo del paciente de zafarse de ella. Pero nosotros, que sí somos cristianos, sabemos que un remedio eficaz contra este problema es la confesión. En efecto, el perdón de Dios es un punto y aparte en la vida de cualquier católico, que encuentra en ella también el auxilio que aquel le presta para vencer con éxito su adicción; por eso, cuando finalmente alguien reconoce que es adicto al sexo (o a la pornografía, o a ambos), debe arrodillarse en el confesionario e impetrar la misericordia divina. Lo segundo que debemos hacer es poner los medios necesarios para evitar que dicho hábito se nos presente de nuevo como una tentación; es decir, apagar el ordenador o el móvil cuando no le estemos dando un uso adecuado (la navegación sin rumbo suele arribar a puertos peligrosos), desechar los pensamientos que se nos alojan en el recuerdo y procurar que la noche la usemos solamente para dormir (no es momento para chatear, tuitear o ver las fotos de quien me gusta en su perfil de Instagram), entre otras muchas cosas, por supuesto. En este sentido, y como hemos indicado arriba, la vida familiar también es una ayuda adecuada para vencer la adicción a la pornografía, porque quien se vuelca en el cuidado de su cónyuge y de su prole se convierte paulatinamente en alguien generoso, que no anhela la satisfacción egoísta de su deseo en la fría pantalla de su ordenador (o de su móvil, que es más personal y secreto).
Por todos estos motivos, creo que Shame es un título ideal para completar la lectura de la carta del arzobispo de Pamplona, muy adecuada para nuestro tiempo. De la misma manera que en ella se advierte acerca del detrimento de la capacidad afectiva que padece el adicto al sexo, en la película vemos cómo su protagonista es incapaz de establecer una relación normal con una mujer, porque siempre la ve como un mero objeto de placer; así como ella se hace eco de los problemas que se derivan en la convivencia familiar, la cinta nos muestra cómo Fassbender acarrea una vida desastrosa con su hermana por culpa de su adicción; en definitiva, del mismo modo que la carta llama esclavos a quienes consumen diariamente largas horas de erotismo, Shame nos muestra de forma gráfica ese mismo aherrojamiento y la dificultad que supone desuncirse de él. No obstante, y a pesar de ese grito de angustia con el que acaba el film, este da pie a la esperanza, pues, como toda adicción, puede ser vencida mediante la lucha; por desgracia, y como ya hemos mencionado, el largometraje nos presenta la pugna individual de su protagonista, pero el cristiano sabe que cuenta con la ayuda inestimable de Dios, que está dispuesto a sacarnos de cualquier escollo con tal de que se lo permitamos.
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