martes, 12 de enero de 2021

El flecha Quex

 

   Resulta sorprendente que en estos tiempos, en los que presumimos más que nunca de libertad, menos gozamos en realidad de ella. Por supuesto, aunque podría aludir a muchos otros aspectos, aquí solo me refiero al cinematográfico, que es el que procuro abordar siempre en mi blog. Y es que, en efecto, gracias a internet, hoy parece que podemos acceder a multitud de películas, al mayor catálogo de cintas de la historia…, pero no es así: la censura acecha incluso en la red, que únicamente nos ofrece los largometrajes que podemos ver, no los que queremos ver.

   Y voy a poneros un ejemplo concreto, advirtiéndoos previamente que leáis el texto hasta el final, pues no quiero que me juzguéis antes de tiempo: El flecha Quex (Hans Steinhoff, 1933)[1]. Así es, rodada el mismo año en que Hitler alcanzó el poder en Alemania, narra la historia de un joven que se debate entre pertenecer al Partido Comunista y el Partido Nacionalsocialista. Para ello, asiste a las reuniones clandestinas de ambos, comprobando de primera mano lo que cada uno de ellos tiene que ofrecerle. De este modo, se siente atraído por el ideario nazi, pero como su familia es pobre y obrera, piensa que el comunismo es su mejor opción.

   Lejos de lo que pudiera parecer, la cinta no es un esbozo maniqueo de cada una de las dos opciones (es decir, no es una exaltación del nazismo ni una demonización del comunismo), sino que procura disertar sobre las luces y las sombras de ambos partidos. De este modo, pues, ni los comunistas son tan malos ni los nazis son tan buenos; más aún, en la cinta encontramos escenas que justifican la lucha obrera de los primeros, mientras que condenan la violencia extrema –y hasta el fanatismo– de los segundos. Por tanto, la misma decisión que ha de tomar el joven protagonista entre un bando u otro es la que debe tomar el espectador.

 


 

   Entonces, ¿cuál es el problema? Es cierto que la película se convirtió en el mayor éxito del cine alemán hasta el momento (con más de un millón de espectadores en sus primeras semanas de exhibición), que fue elogiada por Hitler, que Goebbels la consideró su cinta de cabecera y que solía proyectarse en las reuniones de jóvenes nacionalsocialistas, pero ¿acaso eso hace de él un mal largometraje? Ya hemos visto que, pese a esos parabienes de los que fue rodeado por el nazismo, el film no se caracteriza por adherirse a esta ideología, sino que hasta la denuesta en algunos aspectos. Por consiguiente, reitero mi pregunta: ¿cuál es el problema?

   La respuesta es sencilla: la película se grabó en una época de la que hoy abominamos y, por ende, debemos menospreciarla (lo mismo ocurre con el cine español de antes, tildado de franquista, para que el espectador lo desprecie sistemáticamente, sin que entre a valorar si es bueno o malo, si le gusta o no). De esta manera, pues, la cinta es tachada de propaganda nazi –pese a que no lo sea–, se le atribuye un sesgo ideológico que no tiene y, por tanto, se prohíbe de modo tajante su visionado, independientemente de su calidad artística, que la tiene[2]. Esta obsesión por desdeñarla llega hasta el punto de que en Alemania solo puede ser vista por motivos de estudio y siempre bajo la supervisión de un experto (¡!).

   Pero le doy una vuelta de tuerca a mi pregunta: si realmente la película fuese propaganda nazi, ¿por qué no podríamos verla? ¿Por qué podemos ver El acorazado Potemkin y La huelga, que son panfletos soviéticos –y que a mí me encantan–, pero no podemos ni siquiera acercarnos a El flecha Quex o a El acorazado Sebastopol, que fue la respuesta nazi a la genial película rusa?, ¿acaso no somos libres para ver el cine que queramos? ¿Por qué hoy, que podríamos acceder a cualquier producción de la historia gracias a internet, nos tenemos que conformar con el cine que la corrección política nos ofrece? ¿Qué clase de libertad de elección es esa?

   Evidentemente, entiendo que el nazismo no es una ideología encomiable (como tampoco lo es el comunismo), pero estamos hablando de arte –¡el séptimo!–, no de política. Claro que el celuloide alemán de la época estaba vertebrado por el ideario nacionalsocialista (como el ruso lo estaba por el soviético), pero somos lo suficientemente inteligentes como para diferenciar una cosa de la otra: nos interesa el cine –¡incluso el cine que se hacía en esa etapa de la historia!–, no la política que lo propició. Entonces, ¿por qué no podemos acceder a él? ¿Acaso se han derribado los grandes monumentos del Imperio romano, porque este toleró y protegió la esclavitud?, ¿o se han quemado las partituras de Wagner por ser este el compositor favorito de Hitler?, ¿o se han tirado a la basura los retratos de Stalin pintados por Guerasimov?   

   Volviendo a mi queja del principio, pues, me atrevo a decir que hoy no somos tan libres como creemos. Es verdad que podría citar cientos de campos en los que esto queda meridianamente claro, pero me interesa más el aspecto artístico, y en concreto el cinematográfico. Y es que, pese a que las nuevas tecnologías nos podrían favorecer el acceso a todas las películas jamás rodadas a los largo de la historia, nos tenemos que conformar solo con las que nos dicen que podemos ver, no con las que realmente queremos ver. 

 

 




[1] Por supuesto, el título original no es este, sino algo así como El joven hitleriano Quex; sin embargo, en España se apostó por este otro, más acorde con la nomenclatura falangista que aquí imperaba.

[2] Históricamente, además, la cinta tiene mucho peso en el celuloide alemán, pues fue la primera que prescindió del formato teatral en que se habían encasillado las producciones de entonces. Podríamos decir, pues, que es el primer largometraje moderno del séptimo arte germano.

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