«El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Salmo 23, 1-4).
¿A quién no le suena este salmo? Estoy seguro de que todos lo hemos oído –y recitado– alguna vez, sobre todo en misa. Y es que quizás se trate de uno de los textos más célebres de toda la Sagrada Escritura. Por este motivo, resulta extraño que, en la edad de oro del género religioso –los años 50–, el cine no recurriera a él con mayor frecuencia. De hecho, se tuvo que aguardar hasta los años 60 para que un film supliera esta carencia. Estamos hablando de El diablo a las cuatro (Mervyn LeRoy, 1961).
La película versa sobre un sacerdote que vive prácticamente desterrado en una paradisiaca isla del Pacífico. En tiempos, gozó de mucho prestigio, pero tras fundar un lazareto para niños, comenzó a ser menospreciado por los habitantes del pueblo. Por esta razón, perdió la fe y comenzó a ahogar sus penas en el alcohol. Pero nada de esto importará, puesto que, cuando el volcán que domina el lugar despierte, tendrá que hacer lo posible para rescatar de la lava a los leprosos.
Podríamos decir que la cinta tiene dos vertientes: la aventurera y la religiosa. Respecto de la primera, debemos indicar que fue una cinta que antecedió en casi una década al cine de catástrofes naturales, que encontraría su eclosión en los años 70 con títulos como Terremoto, Ciclón, Meteoro o Avalancha; además, se trató también de la primera en presentar un volcán como protagonista, por lo que asimismo les marcaría el camino a películas como Al este de Java y, mucho más tarde, Un pueblo llamado Dante’s Peak o Volcano. En cuanto a la segunda, es indispensable señalar que se trata de la mejor –y única– alegoría del salmo 23 que se haya rodado jamás.
En efecto, como ya hemos indicado, el sacerdote –un sensacional Spencer Tracy– vive hastiado por la deriva que ha tomado su existencia. Sin embargo, la erupción del volcán le recordará el sentido de su vocación, por lo que hará lo posible para rescatar a los niños y conducirlos a un lugar seguro. A partir de este momento, pues, la cinta se convierte en una explicitación de las palabras del salmo, ya que aquellos verán que, aunque caminen por cañadas oscuras, no han de temer, pues están siendo guiados por el buen pastor. Además, el largometraje cuenta con una subtrama de remisión muy emotiva que tiene como protagonistas a unos presos descreídos (entre los que se encuentra un también sensacional Frank Sinatra).
El diablo a las cuatro se convirtió en el último título en el que Spencer Tracy interpretaría a un sacerdote. Anteriormente lo había hecho en San Francisco –otro título de catástrofes naturales–, Forja de hombres y La ciudad de los muchachos, y con mucho éxito en cada una de ellas[1]. Su secreto estribaba en que él, siendo niño, había querido ingresar en un seminario, aunque los azares de la vida lo condujeran al final por la senda de la actuación. No obstante, el de esta cinta sea quizás su papel más personal, pues transformó al personaje en un sosias de sí mismo (recordemos que el actor padecía serios problemas de depresión y alcoholismo, pero que siempre confió en la misericordia de Dios, para que le perdonase sus pecados).
En su momento, la crítica se fijó exclusivamente en el aspecto aventurero de la cinta y en sus sorprendentes efectos especiales (de hecho, las imágenes de la erupción serían aprovechadas en títulos posteriores, incluyendo la citada Al este de Java), dejándole muy poco espacio, pues, a su vertiente religiosa. Sin embargo, andando el tiempo, vemos que esta trama es la que de verdad propicia el desarrollo del argumento, por lo que se trata del auténtico núcleo del largometraje. Por tanto, estoy convencido de que, cuando lo veáis, encontraréis en él esa fantástica alegoría del salmo 23 que aquí estamos señalando.
[1] Según parece, tras su aparición en San Francisco, los espectadores le remitieron multitud de cartas reclamándole consejos espirituales, como si de un sacerdote auténtico se tratase.
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