En el año 1984, llegó a nuestras pantallas una película que hoy, a pesar del inexorable transcurso del tiempo, continúa siendo recordada por cualquier aficionado: La historia interminable. Como todo el mundo sabe, el film está basado en el homónimo relato de Michael Ende, el otrora creador de Momo, y narra las peripecias de un solitario niño, Bastian (Barret Oliver), que es capaz de introducirse, a través de la lectura del libro que da título a la obra, en el imaginario mundo de Fantasía, donde ayuda a sus habitantes a liberarse de la devastadora acción de la Nada, fruto de la falta de ilusión de que adolece la juventud del momento. Desgraciadamente, el largometraje fue seguido por dos infames secuelas que ya, por fortuna, han caído en el olvido: La historia interminable 2. El siguiente capítulo y Las aventuras de Bastian (La historia interminable 3). No obstante este error, la película original sigue contando con un guion épico y con una magistral puesta en escena, que aún mantiene toda su vigencia, por lo que, en este artículo, nos centraremos solo en ella.
Como todo niño que se precie, el día que fui a ver el citado largometraje al cine, quedé fascinado por el fantástico mundo que se proyectaba delante de mí, una mágica tierra poblada por caracoles de carreras, gigantes de piedra, gnomos y dragones de la suerte (todavía hoy, cada vez que contemplo un atardecer, evoco el juego de nubes arreboladas que acompaña a los créditos de la película); me dejé cautivar por la aventura de Atreyu en busca de la reluctante Torre de Marfil y contra la desolación de la terrorífica y negra Nada, y, por supuesto, me embebí en su candorosa (aunque trascendente) moraleja, es decir, el amor a la lectura como fresco hontanar de imaginación. Ciertamente, como aún no era capaz de reconocer la valía de un film basándome en su argumento o en su enjundia, los efectos especiales de la época me arrebataron en mayor medida que todo el entramado de fondo, por lo que mi magín se deleitó más con los vuelos de Fujur, la aparición de la vetusta tortuga Morla y la visualización del ebúrneo castillo que servía de morada a la bellísima Emperatriz Infantil, que por todo ese elogio de la literatura que he mencionado (no obstante, y como he aseverado, la película sirvió de acicate a la bibliofilia que latía en mi interior, y que yo, por otro lado, procuraba cuidar con lecturas apropiadas a mi edad).
Sin embargo, y a pesar de la bisoñez cinematográfica a la que he aludido, propia de un aficionado incipiente, hubo dos escenas que me sobrecogieron enormemente: la primera, la muerte del equino Artax en los pantanos de la tristeza; la segunda, la del Oráculo del Sur, que es inmediatamente antecedida por la del espejo de la verdad. Con respecto a la primera, todo aquel que la recuerde lo hará con un nudo en la garganta, pues es la secuencia más dramática y lacrimógena de todo el metraje; en cuanto a la segunda, tal vez lo haga con cierto temor, pues las atronadoras y perturbadoras voces de las esfinges causaban ese efecto en los oídos más infantiles. A pesar de ello, empero, aquel niño que yo era fue incapaz de ahondar en la profundidad de ambas escenas, y lo que hoy se me presenta como un interesante estudio sobre la tristeza y el alma pura, respectivamente, se le quedó a él en un mero rasguño epidérmico (por supuesto, no hay que entender aquí ningún grado de culpabilidad, pues a un niño se le puede pedir muy poco esfuerzo intelectual; sin embargo, revela la gran capacidad artística del cine infantil de la época, que hoy se ha perdido por completo). Actualmente, considero las dos de suma importancia, pues sirven a un desarrollo coherente del film y a una alegoría sobre el crecimiento personal del espectador; tanto es así, que no dudo en referirme a ellas cuando imparto algún curso de ejercicios o de retiros espirituales.
La imagen de los pantanos como metáfora de la pena es elocuente en sí misma (más aún, la imagen de la ciénaga, que es la que presenta el film). Sin duda, la tristeza es un fuerte sentimiento que puede domeñar la razón del ser humano, nublar su entendimiento y hundirlo en la desesperación; aunque haya sido definido muchas veces como un concepto antónimo del término "alegría", es en verdad la ausencia de esta. La alegría como estado de vida, no como sentimiento momentáneo o fugaz, es propia del hombre confiado, es decir, de aquel que, por saberse amado por Dios, nada teme, pues Él mismo dirige su devenir y lo cuida; la tristeza, por el contrario, es el tropiezo en la vida del individuo que no descubre ese amor sobrenatural en los hechos que lo rodean, y que, por consiguiente, tiñe de negro y de insoluble el futuro que lo aguarda. Ciertamente, la fe no es un remedio taumatúrgico contra el mal de la pena, pues esta siempre sabe cómo deslizarse en el corazón de las personas, disfrazándose de nostalgia, de remordimiento o de escrúpulo; sin embargo, es un arma afilada para combatirla, pues su hoja recuerda la gracia de Dios, que acompaña y vence siempre.
Por otro lado, es indudable la connotación mórbida que, en ocasiones, hace que la tristeza derive en depresión. Esta, evidentemente, debe ser tratada mediante el oportuno auxilio médico, pero sin que la mencionada fe ni el propio empeño del interesado sean relegados en favor de una confianza absoluta en él. En cuanto a la primera, es muy importante reforzarla a través de la oración y del recurso frecuente a los sacramentos (principalmente, la Penitencia y la Eucaristía), pues, a través del silencio meditativo de una y de la acción misteriosa de Cristo en otros, esta horada en la oscura herrumbre de la pena y logra que la alegría brote de nuevo; con respecto a lo segundo, el enfermo mismo debe aspirar al desasimiento de la depresión que, paulatinamente, lo anega. En referencia a esto último, la persona entristecida debe evitar un encerramiento voluntario en su hogar o en su alcoba, que propicia el ensimismamiento y, por consiguiente, la soledad y,otra vez, la desesperación; debe procurar velar su pena, pues la manifestación de la misma conlleva un interés por parte de los que la rodean, que constantemente tenderán a preguntarle acerca de su estado, algo que le impedirán evadirse de él; por el contrario, debe esforzarse en el trato frecuente con sus familiares y amigos, de manera que comprenda que la negrura que percibe solo cubre sus ojos y que, por tanto, no es completa ni universalmente real; por fin, debe aplicarse una estricta rutina de trabajo, ocio y hogar, procurando que este se mantenga limpio y ordenado, pues, como hemos dicho antes, el aspecto exterior favorece o perjudica el interior. Para una y otra cosa, el Catecismo de la Iglesia Católica alienta mediante las siguientes palabras: "Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos" (cfr. 2728).
La otra escena aludida es la que protagoniza Atreyu en su camino hacia el Oráculo del Sur; para llegar a él, el niño guerrero debe enfrentarse, en primer lugar, a las esfinges doradas que guardan el sendero, y, en segundo lugar, al famoso espejo de la verdad. Realmente, una y otra prueba, según el guion de la película, suponen una tentativa personal para todo aquel que se aventure en ellas, es decir, un estímulo para urgir el testimonio individual de la confianza de cada uno en sí mismo; por este motivo, vemos que las malignas esfinges de oro deciden pulverizar a aquel cuando vacila en su intento por superarlas, y que, para adentrarse en el mágico cristal del espejo, debe asumir su verdadera idiosincrasia, en detrimento de la que ostenta. A mi juicio, este no es un mensaje estrictamente cristiano (como, por otro lado, tampoco lo es el que hemos planteado en el párrafo precedente ni el que ofrece el largometraje en sí), puesto que la fe en uno mismo es el camino expedito a la vanidad y, por ende, a la soberbia, que es el peor (y el primero) de los pecados. Por supuesto, no hablamos aquí de una confianza personal en el ámbito deportivo o académico, por ejemplo, en los que, evidentemente, sí se requiere una seguridad en las propias aptitudes; hablamos de la fe que ilumina el camino de perfección de cada individuo. La vía hacia la alta cima de la santidad, a la que todo cristiano es convocado, se le presenta a este como escarpada y dificultosa, pues sus propias pasiones y debilidades se transforman en grava que le hacen resbalar; por este motivo, la confianza en sí mismo puede resultar peligrosa, ya que puede conducir, ladera abajo, hasta el pie de la montaña. Por el contrario, la ayuda óptima proviene de quien ya ha escalado esta última, es decir, Cristo, que, como hombre, recorrió el camino de santidad exigido a cada bautizado.
En este mismo marco de corrección de las ideas planteadas por el film, podemos modificar el significado del espejo de la verdad, que no debería ser solamente un reconocimiento de la propia (y pobre) personalidad, sino también una imagen de referencia para todo el que se asomase a él. En este sentido, para el cristiano, la imagen es Cristo; todo bautizado que se mire en el cristal del espejo mágico debería ver al Hijo de Dios reflejado en él; debería ver su imagen de hombre perfecto (íntegro), su constante cumplimiento del decálogo, su sometimiento a las bienaventuranzas que él mismo dictó, su aplicación puntual de las obras de la caridad, su oración, su entrega, su sacrificio, su amor... De este modo, el cristiano que se asomase al espejo de la verdad debería comprobar si la imagen que tuviese de sí mismo se correspondería con la de aquel que lo estaría observando desde el otro lado, y, solo si fuese así, podría atravesarlo. Pero, como hemos indicado, muchas veces el camino se vuelve áspero para el cristiano mismo, por lo que este debe recurrir con perseverancia al auxilio que Cristo le ofrece desinteresadamente mediante la oración y los sacramentos, mediante el cincel de la caridad, con la que modela su alma hasta asemejarla a la de él.
Como decíamos al principio del artículo, estas dos afamadas escenas de la película pasaron desapercibidas para aquel niño que era yo cuando la vio por vez primera en la sala de su ciudad. Lógicamente, el intelecto de un menor no puede ser sometido a un alto grado de enjundia metafórica, pues lo único que este comprende es la simpleza de unos sobrecogedores efectos y de una historia lábil, aunque entretenida. Sin embargo, este film depositó en él esa semilla que hemos desentrañado mediante la buena factura de esos recursos, demostrándole que, más allá de una facilona cinta de aventuras, se escondía una enseñanza contra la tristeza y un (modificado) discurso acerca de la fe. Por esta razón, y como anunciábamos al inicio del texto, el largometraje mantiene su vigencia, pues los niños que la vieron entonces, como yo, pueden descubrir ahora lo que ni siquiera consiguieron vislumbrar.
Me la grabaron en VHS y es una de las películas que más veces vi de pequeño. Además, hace unos meses tuve la suerte de conocer en Madrid a Colin Arthur, el responsable del maquillaje y los efectos especiales, un fenómeno.
ResponderEliminarYo la vi muy pequeño, y después leí el libro de Michael Ende con 8 años. Creo que fue el primer libro (largo) que leí. Aun hoy, con 37, recuerdo mejor determinados pasajes de esa lectura, que de otros muchos libros que haya podido leer recientemente. El libro es una auténtica joya que habría que reivindicar para los niños. Estoy seguro que muy superior a Harry Potter (que no he leído) y todo lo que ahora se tragan, sobre todo por su capacidad para estimular la imaginación (y la necesidad de sustituir el papel de espectador invisible por el de protagonista de una aventura, que te interpela a ti, no a otro)
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