Ahora que la cultura ochentera está viviendo su manido revival, me gustaría decir que echo de menos, en nuestros círculos nostálgicos, a un personaje que marcó mi infancia durante aquella década: Mario. Estoy convencido de que no solo yo disfruté de su compañía durante mi edad más tierna; probablemente, muchos de mis lectores también hayan gastado multitud de horas frente al televisor contemplando sus saltos y capturando las setas o las estrellas que los bloques dorados nos proporcionaban (¿hay alguien que no recuerde la conocida melodía con la que se iniciaba cada partida?). La videoconsola que nos lo presentó fue la NES, que hoy también está gozando de su merecido renacimiento (aquí), pero el éxito que alcanzó gracias a ella fue tan grande que trascendió sus limitados ocho bits y se internó en el mundo de los dieciséis y en el de las portátiles (para el recuerdo, quedarán las sagas Super Mario World y Super Mario Land, pertenecientes, respectivamente, a Super Nintendo y Game Boy).
Tal vez, el secreto de su popularidad quepa encontrarlo en la propia historia que ofrece el videojuego, prácticamente inalterada a lo largo de todas las ediciones que han ido ocupando nuestras estanterías: el hombre que debe rescatar a la princesa encerrada en el castillo después de vencer mucho peligros. Como hemos explicado alguna vez (por ejemplo, en el artículo dedicado a la saga de las galaxias -aquí-), es la esencia de la vida, que tiene como fin la conquista de un bien que se encuentra detrás de un ingente número de dificultades. Con toda seguridad, a ello también se sume la presentación que el mismo juego hace de dicho relato, que se caracteriza, sobre todo, por su innegable tono infantil, que despierta nuestra aletargada conciencia de niño y nos hace conectar con el cosmos de la ingenua inocencia que aún pervive en nuestro interior (¿no os habéis dado cuenta de lo colorido que es el reino Champiñón, de que no existe una violencia explícita o de que Mario es una persona bondadosa del que nunca desaparece su afable sonrisa?), amén, por supuesto, de su magistral jugabilidad.
El olvido al que está siendo sometido nuestro fontanero se torna más doloroso cuando intento traer a colación su (desafortunada) aventura cinematográfica, que hoy no cuenta con muchos defensores entre los nostálgicos ochenteros (otros, ni siquiera parecen recordarla). Yo, sin embargo, me acuerdo a la perfección de aquel lejano año de 1993, cuando, con un grupo de incondicionales amigos, me dispuse a ver por fin, en pantalla grande y con actores reales, lo que hasta el momento solo había sido un pixelado juego en mi televisor: la película Super Mario Bros. Para nosotros, que aún no éramos duchos en la materia cinéfila, fue todo un espectáculo, aunque salimos con un amargor en nuestros labios difícilmente disimulable, pues habíamos visto algo que tenía muy poca relación con lo que esperábamos encontrar. Además, con el tiempo supe que el film había sido un rotundo fracaso económico, pues había cosechado solamente la mitad del dinero que había costado; que el rodaje se había desarrollado en un escenario de pesadilla (para su conclusión, tuvo que intervenir el director Roland Joffé, que nunca había mostrado interés por la sci-fi), y que sus intérpretes, en especial Bob Hoskins, se arrepintieron tras participar en él (aquí). Para colmo de males, todo ello había logrado que Nintendo rechazase avalar la consabida secuela y que desaprobase cualquier nueva incursión de su compañía en el séptimo arte.
Sin embargo, cuando vuelvo a ver la película, alejado ya de aquel infantil entusiasmo (y de su consecuente desengaño), me percato de que la traté injustamente, pues ofrece unas virtudes que no fui capaz de observar el día de su estreno. Por supuesto, no quisiera encararme con los especialistas, que la vapulearon hasta la saciedad, pero sí me gustaría que tuviésemos en cuenta varios factores que hacen de este largometraje un film reivindicable. En primer lugar, quisiera recordar que fue la primera adaptación cinematográfica de un videojuego, por lo que sobre ella pesaba una responsabilidad que no se les ha atribuido a ulteriores (y peores) películas con idéntico propósito (a este respecto, recordemos Street Fighter, la última batalla o la más reciente Warcraft. El origen); en segundo lugar, quisiera destacar el buen ritmo que ofrece y que no decae pese al transcurso de los años (el tratamiento de la acción es tan válido como el que manejaban las producciones del momento); en tercer lugar, es elogiable su acercamiento a la ciencia-ficción más eficaz, pues nos encontramos con mundos paralelos, dinosaurios que sobrevivieron al letal meteorito que acabó con su presencia en la Tierra y que evolucionaron a humanos y con puertas dimensionales que conectan su universo con el nuestro (además, nos alegra la vista con un claro homenaje a la obra cumbre del género, Blade Runner, nada desdeñable), y en cuarto lugar, es pionera en su oscura visión de un personaje tan blanco como Mario, algo que hoy es plato común en los menús cinematográfico gracias, por ejemplo, a El hombre de acero (Zack Snyder, 2013).
Tal vez, aquel niño entusiasmado que acudió al cine para ver a su héroe en pantalla grande no haya muerto del todo dentro de mí y, por ello, me emocione recordar esta película; tal vez, quiera forzar la nostalgia que me evoca este personaje tan querido y le disculpe, de este modo, su encarnación; o tal vez, sea cierta mi defensa de Super Mario Bros. Sea como fuere, la verdad es que los nostálgicos ochenteros parecen haber olvidado a este héroe bigotudo que nos ha hecho pasar momentos extraordinarios y que, más bien al contrario, es merecedor de un puesto importante en nuestro recuerdo, pues nuestra infancia o nuestra adolescencia están irrenunciablemente ligadas a él. Por ello, es conveniente que recurramos a sus aventuras en nuestras melancólicas disertaciones y que, a modo de homenaje fílmico, retomemos esta despreciada película, que es digna de un segundo visionado.
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