No sabría decir cuál es mi película favorita, pues este reconocimiento ha ido variando a medida que he cumplido años. De esta manera, comenzó siendo Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941), pues es el primer film que recuerdo haber visto en una pantalla de cine (aquí); posteriormente, cuando ya el séptimo arte se había convertido en mi pasión, fue desbancado por las (entonces) trilogías de Indiana Jones y La guerra de las galaxias, rebautizada hoy con el nombre de Star Wars (aquí); más adelante, en mi etapa contestataria, La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) y El club de la lucha (David Fincher, 1999), y actualmente son todos aquellos largometrajes que enlazan con el niño que fue creciendo con todos ellos. Entre todos los que son, descuella Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988).
Como cualquier aficionado sabe, esta película narra la historia de Salvatore Di Vita (Jacques Perrin), un renombrado cineasta italiano que vuelve a su pueblo natal para asistir a las exequias de su amigo Alfredo (Philippe Noiret). A partir de ese momento, el metraje se convierte en una larga analepsis que nos muestra la infancia y la adolescencia del citado director. Gracias a ella, descubrimos la profunda amistad que lo unía a aquel, el primer amor que experimentó, y que lo marcó para siempre, y, sobre todo, su intenso romance con el celuloide.
Mi favoritismo por esta película nace como consecuencia de la identificación con el entrañable Salvatore, que es conocido durante su infancia por el seudónimo de Totó (Salvatore Cascio). En efecto, del mismo modo que él, siempre que recuerdo mi niñez, lo hago embebido en un film, frente a una pantalla de cine o ante un viejo televisor. En aquella época, no me importaba quién dirigía una película, quién la interpretaba o en qué año se había rodado, sino que mi preocupación se centraba en la historia que me contaba y el modo en que esta enriquecía mi fértil imaginación: un elefante que podía volar, un arqueólogo que vivía mil peripecias o una batalla espacial que acontecía en una galaxia muy lejana.
Pero estas historias no solo consolidaron las aventuras con las que yo soñaba de niño, sino que también me ayudaron a forjar los sentimientos que la adolescencia me exigía, como al joven Totó del film (Marco Leonardi): mis nuevas aspiraciones, la relevancia de mis amistades, mis crecientes pasiones, mis constantes desilusiones, mis hondas cuitas y mis intensas alegrías. De esta manera, cuando el amor me asaltó por primera vez, fui incapaz de detallarlo sin referirme a alguna película que ya me lo hubiera mostrado con anterioridad; tampoco habría podido conquistarlo y mantenerlo sin las instrucciones que el celuloide me había dictado, y no pude llorarlo cuando se fue sin evocar alguna triste secuencia que me impulsara a sobrellevar la vida sin él.
Por esta razón, si tuviera que elegir mis escenas favoritas de este largometraje, optaría por las dos que aún me conmueven cuando las veo. La primera es aquella que nos muestra el encuentro entre Totó y Elena (una guapísima Agnese Nano), a quien aquel graba a escondidas con su tomavistas, verdadero depositario de su amor más profundo; la segunda, relacionada con esta, aquella en la que el cineasta, ya adulto, observa esa misma grabación proyectada sobre la pared de su dormitorio. En este último caso, la amarga lágrima que deja caer mientras contempla dichas imágenes es el epítome de una vida que ha presenciado el desmoronamiento de las ilusiones construidas durante la adolescencia.
Posiblemente por este luctuoso motivo, Giuseppe Tornatore, su director, quiso mostrar al público el montaje original de la cinta. En él, Totó buscaba a su amada Elena después de haberla visto otra vez en la mencionada proyección. Sin embargo, pese a las expectativas de aquel, esta se niega a reanudar la historia de amor que ambos comenzaron, puesto que la vida los ha conducido hacia destinos muy diferentes. Por tanto, a pesar de la esperanzadora premisa de esta edición, la película concluye de nuevo con la amargura propia de una ilusión perdida.
Pero no debemos ver en ello una visión apesadumbrada de la realidad, sino precisamente una descripción muy fiel de ella, puesto que nuestra vida se construye a veces sobre las ruinas de un sueño muy querido. Así, es el primer amor el que articula y moldea los siguientes, de manera que estos no dejan de ser una búsqueda y una perfección de lo que se alcanzó con aquel; y son las primeras aspiraciones las que forjan las sucesivas, ya que, durante la infancia y la adolescencia, nos apasionamos más por ellas y, en consecuencia, aprendemos a dar la vida por un ideal o por una persona.
Este es el motivo por el que Cinema Paradiso siempre se encuentra entre los diferentes listados de mis películas favoritas. No se trata de una simple historia acerca de un niño aficionado al cine, sino de una veraz biografía en la que entran en juego el amor, la amistad y la desilusión. Estos tres son los sentimientos que han marcado mi vida en algún momento de su desarrollo, y son los mismos, a la vez, que han sabido edificarla. Por tanto, pese al tiempo que transcurra, siempre me veré reflejado en Totó, que hizo del cine su primera pasión y aprendió con él a forjar todas las demás.
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