Indudablemente, los ochenta están de moda. Es normal que así sea, puesto que hoy somos mayores quienes vivimos nuestra juventud en aquella década tan recordada. Tampoco es cuestionable que el mundo del espectáculo ha sabido aprovechar esta súbita melancolía con el fin de arrastrarnos al cine o al televisor y conseguir, así, nuestro aplauso. En ocasiones, esta artimaña ha conjugado nostalgia y maestría a partes iguales, regalándonos un buen producto, como es el caso de Stranger Things (aquí); otras veces, empero, ha flirteado tanto con la primera, que nos hemos sentido estafados (es lo que ocurrió con El despertar de la Fuerza, cuya crítica, aunque benévola, puedes leer aquí). Entre estas últimas decepciones, se encuentran las tortugas ninja.
Las tortugas ninja llegaron a nuestras vidas a través del cómic, pero fue la pequeña pantalla la que supo acercarlas a los niños del momento. En efecto, mientras que las historietas podían resultar algo violentas para ellos, la serie animada les otorgó el infantil sentido del humor que necesitaban para serles asequibles. No resulta extraño, pues, que aquellos se congregasen semanalmente delante del televisor con el propósito de disfrutar de sus múltiples aventuras. Tampoco es raro, por tanto, que enseguida apareciese una famosa línea de juguetes y, a continuación, un exitoso largometraje: Tortugas ninja (Steve Barron, 1990).
Evidentemente, el reconocimiento del film se debió a la popularidad que ostentaban nuestros héroes en aquellos momentos, pero no debemos relegar un factor que lo convirtió de inmediato en un clásico del cine ochentero. La película se estrenó en 1990, por lo que supuso el cierre cinematográfico de la década que añoramos; sin embargo, esta permanecía aún tan vigente, que su estilo empapó cada fotograma del largometraje. De este modo, nos encontramos con la historia de un adolescente, Rafael, que, pese a formar parte de una familia unida, se siente solo, por lo que busca con obstinación su lugar en el mundo; por otro lado, observamos la problemática de un joven que, padeciendo la misma inquietud que aquel, cae en las redes del clan del Pie, una organización sectaria que le proporciona el amor del que carece en su hogar. Uno y otro, al final, descubren que esa ubicación que anhelan se halla entre sus padres y sus hermanos, por lo que entienden que estos deben ser el pilar de su propia existencia.
Por desgracia, este mensaje de la película, que tanto promovió el cine juvenil de los ochenta, fue rápidamente sustituido en sus inmediatas secuelas por la comedia vacía, muy característica de la década siguiente. De esta manera, en Las tortugas ninja II. El secreto de los mocos verdes (Michael Pressman, 1991) y, sobre todo, en Las tortugas ninja III (Stuart Gillar, 1993), solo contemplamos una pueril parodia de lo que gozamos en su predecesora (ciertamente, muchos quisieron ver en ellas el retorno al espíritu infantil de la serie mencionada, pero esto no es más que la ingenua justificación de una verdadera tomadura de pelo). Y, aunque con el tiempo llegó una olvidada (y mejor) cuarta entrega, Tortugas ninja jóvenes mutantes (Kevin Munroe, 2007), esta ni siquiera le hizo sombra al estupendo film de 1990.
Hoy, el incombustible Michael Bay, autor de la saga Transformers y de la divertidísima Armageddon (1998), no obstante, muy en la línea de esa comedia hueca a la que aludíamos, ha pretendido beneficiarse también de nuestra melancolía por estos personajes; para ello, ha producido un par de esperpentos que se sitúan incluso por debajo de los tres filmes que siguieron al clásico ochentero (como ocurre con el cine actual, son historias pobres presentadas bajo el revestimiento de la espectacularidad). Por este motivo, se hallan entre las decepciones de nuestra nostalgia. Sin embargo, lejos de apenarnos por este traspiés, debemos volver la vista atrás y recuperar aquella película que tanto nos entusiasmó, pues, aunque los ochenta ya queden lejos, continúa siendo un buen ejemplo de la maravillosa década que en ella vivimos.
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